Cuando emigraron del pueblo a la ciudad, Joaquín y su recién esposa, Maria del Carmen, se instalaron en un bonito piso cerca de Lavapiés. Tuvieron cuatro hijos, el primero en el pueblo que no escapó a la gripe y murió bien pequeño, otros dos que tuvieron que emigrar a Argentina cuando la presión política de los años de posguerra los persiguió por ideales ilícitos. Así pasaron su vida, entre los muebles que poco a poco cosiguieron reunir con el esfuerzo y el sueldo que la carpintería le daba a Joaquín. Su esposa se dedicó a cuidar. A cuidar la casa, a cuidar su matrimonio, a cuidar de su hija, María, que nació con problemas de corazón y arrastró la muerte desde joven hasta la adolescencia.
Entonces solo quedaron los dos, Joaquín y su mujer, acomodándose cada vez más facilmente a una vida en conjunto, los dos solos, como te acomodas noche tras noche en un colchón viejo. Y viejos llegaron a ser sus colchones, y sus muebles, y al final, sus manos, y sus cuerpos. Y mucho más al fondo de ese túnel del tiempo, también envejecieron sus almas. Joaquín dejó la carpintería cuando sus manos no alcanzaban a sujetar derecho un tablón, y la pensión que le quedó casi no llegaba para pagar nada. Ni rastro de sus hijos de Argentina, ni rastro de su pasado familiar. Solos, completamente solos. Entonces, la mala suerte que rondaba en su salón, quiso un día abrazar a María del Carmen, y traerle Alzheimer. Y así Joaquín se dedicó entonces a cuidar de ella, en cuerpo y alma. Así nos encontramos ahora. En la triste situación que llegó a suceder.
María del Carmen se encuentra todavía en el límite donde en ocasiones se da cuenta, y en ocasiones se ensimisma en su propio mundo. Joaquín, que traía la leche caliente al salón, ha caído sobre el suelo. Su corazón ha decidido que ya está bien de latir ha parado. María del Carmen no se puede mover. Está anclada con su frágil cuerpo sobre el sillón orejero y mira el cuerpo tendido de su marido. Un día, otro y otro. Cuando la policía la ha encontrado estaba a punto de morir de inanición. Tuvo suerte de que el vecino reparara en las piernas de Joaquín asomándo por el sofá, desde su ventana. María del Carmen se pasó el tiempo mirando a su marido, muerto, intentando inútilmente gritar en busca de un poco de ayuda. Su cuerpo no le responde y no articula sonido, ni sus piernas se levantan. Solo alcanza a mirar a su marido, y en ocasiones a recordar todo el amor y el cariño que le tuvo a Joaquín. Las últimas horas, cuando su nivel de lucided lo permitió, solo se repetía a sí misma: "Hasta que la muerte nos separe"
La desatención y el olvido relegan cada día a miles de ancianos a la soledad y a una muerte segura sin que, en demasiadas ocasiones, NADIE les eche en falta
BASTA YA