«Al principio jugaba con pokémons: Rattata, Magnemite, Growlithe, Voltorb, Beedrill. No eran más que dibujos en pequeñas fichas de cartón plastificado y pronto se cansó de ellos, pues eran demasiado japoneses, demasiado extraños quizá. Un poco más tarde encontró el agujero.
Un tabique que sonaba a falso abría una boca oscura y polvorienta en el rincón del viejo salón. La casa de sus abuelos estaba dispuesta para la demolición, pero durante todo aquel verano, Deem estuvo jugando entre sus muros, a pesar de la prohibición de su padre.
Lo primero que encontró en el agujero fue una piel extraña, procedente de la muda de algún animal fabuloso. Por lo que pudo intuir, el animal contaba con dos cabezas, dos cuellos largos y unas patas como de pollo.
En la biblioteca, una sala en penumbra, con tablones en las ventanas y kilos de polvo en suspensión, encontró el libro que buscaba, un facsimil del comentario de Beato de Liébana, con las versiones a plumilla de las miniaturas del original. Ansioso, buscó entre las páginas hasta encontrar la ilustración del animal que pudo haber dejado aquel pellejo: una anfisbena. A lo largo de cientos de páginas de un papel delgadísimo pudo ver una infinidad de animales extraños, bestias de un mundo distinto. Había encontrado el manual, con todas sus características; mucho mejor que un álbum de pokémons.
Excitado, buscó el más fuerte, el más peligroso: el basilisco. Nace de un huevo de un gallo viejo incubado por un sapo. Si mira, fulmina. Si lo miran antes, él muere. Su aliento pudre los frutos y envenena el agua de los ríos. Tenía que capturar un basilisco.
Siguiendo los consejos del libro, Deem rebuscó en el antiguo cuarto de baño hasta dar con un par de espejuelos de mano. Según el libro, con ellos y con una fe inconmovible en el Bestiario sería capaz de protegerse del animal. Aún no sabía cómo conseguir esa fe inconmovible, pero al menos tenía los espejuelos.
La captura del basilisco fue más sencilla de lo que esperaba. Bastó con colocar un espejo a cada lado del agujero. El basilisco asomó la cabeza, situándola entre ambos. El animal, temiendo su propia mirada, permaneció inmóvil por completo, momento que Deem aprovechó para capturarlo con la mano envuelta en trapos, y meterlo en una herrumbrosa jaula para canarios.
Encontró un pedazo de sábana, amarillento y deshilachado por los bordes y cubrió con él la jaula, con los ojos clavados en la pared del fondo evitando la mirada del basilisco. Sintió un escalofrío que le sacudió de arriba a abajo. Decidió sentarse en el suelo, junto a la jaula, y pensar en qué podía hacer con el animal.
Su madre aún se pregunta a gritos y entre lágrimas qué le ocurrió a Deem aquella tarde. Lo encontraron al día siguiente, sin vida, con un mechon blanco en su flequillo y con las cuencas de los ojos vacías y sangrantes; él mismo se había arrancado los ojos a juzgar por las manchas marrones de sangre reseca en sus dedos. A su lado, bajo una sábana vieja encontraron una jaula, y en la jaula un lagarto común de unos veinticinco centímetros, nervioso y asustado. La policía sólo supo responder con encogimientos de hombros y caras de asombro.»