Sus piernas, desencajando el equilibrio paralelo entre ambas, corrían a toda velocidad por la cálida arena de la playa. Y corrían por sus venas calientes todo el frenesí y la pasión, ardiendo más que los abrumadores rayos del sol del horizonte.
Allí al fondo, donde las olas marinas intentan ganar cada vez mas terreno en cada trayecto estaba ella: Muy quieta, vestida de blanco, radiante y con los brazos abiertos, preparada para recibir al hombre al cual le había robado el corazón. Al hombre que con los ojos cerrados cedía sumiso a su encanto a sabiendas del enorme dolor que a la vez compaginaba con ella.
Y ese dolor le atormentaba sin cesar, en cada momento de su vida, en cada instante, consumía su pensamiento en modo condicional de indicativo y tiempo presente. Y es que la distancia en este caso si pudo con todo; y no me refiero a la distancia física, esa que de algún modo u otro todos conseguimos agarrar y acercarla a nuestro antojo, sino a esa que por mucho que caminemos o avancemos, no llegamos nunca a nuestro objetivo.
Y en eso que de pronto esas piernas, cansadas de tanto correr en vano cayeron rendidas frente a Ella, a apenas varios metros escasos.
Aquel encuentro fué excepcional. En esta ocasión, Alfredo había conseguido vencer a la sinrazón y mantenerse friamente sentado en su sofá, muy tranquilo, leyéndo el periódico y consumiendo apaciblemente uno de sus cigarrillos rubios. Su cuerpo físico estaba reposado en su casa pero en la playa estaban el deseo y la pasión, ahora yaciendo en la arena, junto a la persona que durante tanto tiempo había amado con locura.