La miraba por la mirilla. Deseándola. Con un exceso de ganas de hacerle el amor. Era una de aquellas viejas cerraduras con la forma del símbolo masculino que encontramos en puertas de retretes. Ya eran las doce de la noche y observaba ansioso cómo se acostaba ella, la mujer misteriosa. Ella, con una leve música de fondo, se disponía a acostarse en una de esas viejas camas de madera y colchón blando tan cómodas e incómodas por la mañana. Se quitó su vestido de seda, frente al espejo. Parecía que llevaba todo el día esperando ese momento, pues el calor era insoportable esos días de verano así que se desprendió bruscamente de él y lo tiró de forma indeseable encima de la cama. Si antes tenía exceso de ganas ahora no creo que pudiera aguantar. Su estrecho tanga rosa hacía juego por supuesto con su discreto sujetador. Estaba bastante mojada, el sudor estaba presente en cada poro de su cuerpo, así que se desplazó hacia la ducha, después de desprenderse lentamente de toda su ropa interior. Sus pechos, estaban bien erguidos y tenía levemente la piel de gallina a juzgar por sus duros y oscuros pezones. Quizás se había quedado fría con el cambio de temperatura. No podía más. Intenté abrir la puerta cuando se metió al baño. Y la abrí. Estaba abierta. Por unos instantes me dije ¿qué coño hago aquí? Estoy invadiendo una intimidad. Pero ella... era tan misteriosa. Parecía como si me estuviera poniendo a prueba, hasta que punto era capaz de llegar. Las insinuaciones eran más que obvias por su parte. Me quedé sorprendido en tal momento de la manera con que era aún capaz de razonar con mi céfalo superior. Se oía la ducha, y la música de fondo. Por cierto, música muy poco común. Como muy espiritual... hindú india o qué se yo. Abrí levemente la puerta y allí estaba, masajeandose su esbelto cuerpo. Su cara no fue de sorpresa precisamente. – Sabía que me encontrarías. – y acto seguido me premió con un dulce beso. Aquello me dejó un tanto descolocado pero no estaba yo como para ponerme a debatir. Me estaba mojando la camisa, así que me la empezó a desabrochar lentamente y me invitó con un gesto al interior de la bañera. Me desnudé en un periquete, y por fín mi deseo se vió cumplido, lo conseguí. Cuerpo a cuerpo, desnudos, en la ducha, para hacernos el amor. Su piel era realmente suave, me corría con sólo imaginar como la chupaba. No tuve que esperar mucho tiempo, pues acto seguido de besarnos pasó su lengua por todo mi abdomen produciéndome una agradable sensación de cosquilleo. No le hizo falta levantármela, pues estaba bastante entonado desde esa misma mañana que la ví por primera vez. Se la introduje en su boca y ví las estrellas. No me fallaban mis diagnósticos. La chupaba como pocas veces me la habían chupado. Lentamente, sabiendo casi en cada momento como lo quería, insinuándose mientras lo hacía con la mirada, excitada. Le invité a cambiar de postura para que no tuviera que masturbarse ella ahí agachada, con la otra mano, pues estaba realmente caliente, sí. No le hizo falta mucho para darse cuenta, y de una manera casi sincronizada y entrenada y mientras el agua caliente de la ducha lavaba nuestros cuerpos inclinó su sexo hacia mi cara y rozó levemente mi lengua tres veces seguidas, como cuando haces rabiar a alguien que tiene mucha hambre ofreciéndole y quitándole el bocadillo. Ella jugaba y reía mientras acariciaba mi miembro y le pegaba lametadas intermitentes. Su culo era casi perfecto, ni muy gordo ni muy delgado. Su sexo, ofrecía un aspecto invitador, levemente rasurado por la parte de abajo y una pequeña cresta arriba, con unos labios no muy comúnmente salientes y un tamaño extra. Harto de tanto jueguecito, le atrapé de las nalgas y le empezé a comer el clítoris de una manera brutal, pero con tacto, mientras le agarraba las nalgas con ambas manos y las friccionaba para que no quedara rastro de cohibición, dejando todo bien abierto. Ella jadeaba como una loba y no era capaz casi de chuparmela así que empezó manualmente. La muchacha del tanga rosa era una chica apasionada. Ohhh que bueno era aquello. Cerró el grifo del agua, y sin nisiquiera secarse, se levantó y salió de espaldas del baño mirándome y sonriendo, invitándome a cambiar de lugar. Se acercó al frigorífico y sacó un bote de nata de esos de spray. Sabía yo que aquella mañana en el ambulatorio no podía estar equivocándome, y así era, estaba pasando una de las mejores noches que jamás había pasado. Y era martes, y nada podía frenar ya tal desenfreno.