Capítulo 3
En la ciudad
La M-30 a aquellas horas de la mañana era un auténtico caos. Esa permanente sensación de no avanzar, o de tener que volver a parar cuando apenas has avanzado unos metros, al principio se hace insoportable, pero llega un momento que te acostumbras, y te lo tomas con filosofía. Ya sabes que te echa una hora llegar al trabajo y prefieres pensar en función del tiempo que de la distancia recorrida. Yo trataba de disfrutar de esa hora. Dentro del coche, estaba resguardado del exterior. En invierno, que hacía frío, el climatizador del coche subía la temperatura. Con el buen tiempo la bajaba. Así siempre estaba a gusto. También podía escuchar mi música, la que siempre me había gustado. Aquel día estaba cantando Mick Jagger, con sus eternos Rolling Stones. También me fijaba en los coches que me rodeaban. Siempre había sido un apasionado de los cacharros con motor, y entre tanto coche siempre podías ver alguno que te llamase la atención, por cualquier razón. Estaban esos que dan pena verlos, como esos que abundaban ahora tanto, llenos de alerones, con faldones por todos lados, que ya ni sabes que coche es. Mira que de todas las modas que hemos importado de América, eso del tuning es la que menos me gusta. Pero también aparecía de pronto ese coche que me robaba la vista por unos instantes. He de reconocer que no tiene que ser mucho coche para conseguirlo. Cualquier BMW o Mercedes de gama alta lo conseguía, pero el día que aparecía alguna joya como un Ferrari o algún deportivo poco común, solo me devolvían a la realidad los pitidos de los coches de atrás desesperados por no verme avanzar mientras el de delante se distanciaba unos centímetros. Aquel día me fijé en un coche que más que coche parecía un tanque. Era uno de esos todo terreno que lo único para lo que no sirven es para ir al campo, son más berlinas de lujo con ruedas grandes y suspensiones altas. Pero aquél no llegué a identificarlo, era realmente grande, de color negro de líneas muy marcadas. No me hubiese atrevido a intentar adivinar la marca, no había visto nada parecido. Coincidió que me pasó en uno de esos momentos que la fila de coches de mi izquierda circulaba con más fluidez, así que no pude disfrutarlo y lo perdí de vista en seguida. Al reaccionar y ver que por mi izquierda podía seguir avanzando con fluidez, busqué un hueco y me metí en aquel carril, pensando ya en salir de aquel caos. De forma inexplicable, bastó que encontrase mi sitio para volver a la situación inicial, aunque un poquito más a la izquierda. Ya estaba cerca del trabajo.
Cuando llegué a mi plaza de aparcamiento no pude evitar sorprenderme al ver aquel mastodonte de la M-30 en la plaza contigua a la mía. “Vaya”, pensé,”alguien tiene coche nuevo. Habrá que pasar por el bar antes de volver a casa.” Cuando alguien estrenaba coche, el propietario nos invitaba a “mojarlo”. Vamos, que nos invitaba a una ronda al grupo más cercano de trabajo. Pese a lo que pueda parecer, esto era muy común. Odiaba aquella actitud. Desde que me habían ascendido y estaba todo el día rodeado de los altos ejecutivos de la empresa todo eran alardes del dinero. Cuando no era porque lo estrellaban contra el quitamiedos de alguna autopista, era porque simplemente habían tenido el capricho, pero el parque automovilístico de los altos cargos de la empresa estaba en constante renovación. También estaban los que, recién ascendidos, querían comenzar una nueva vida con nuevos aires, y comenzaban, como no podía ser menos, por el coche.
Antes de que pudiese plantearme la pregunta de quién sería el propietario – si, lo reconozco, era incapaz de acordarme de quién tenía de vecino de parking – me fijé en el hombre que estaba de pies junto a aquel coche. La verdad es que aquel tipo llamaba la atención. Bastante alto, y vestido con un abrigo largo, que le llegaba por debajo de las rodillas, de un color blanco inmaculado. Un poco excesivo, pensé yo, para la temperatura que teníamos. Por debajo del abrigo, asomaban unos pantalones y unos zapatos igualmente blancos. Estaba ahí, de pies, con las manos en la espalda, siguiéndome con la mirada mientras aparcaba mi coche. He de reconocer que aquel seguimiento me incomodó. Tenía el pelo disparado para todos lados, también levantado de atrás, y cubría su mirada con unas gafas de sol. “Cualquiera diría que te han sacado de matrix”, pensé a modo de burla, quizás para tranquilizarme un poco. Me bajé del coche y cuando levanté la vista mientras cerraba el coche, ahí estaba él mirándome y esbozando, ahora, una suave sonrisa. Aquel tío me empezaba a mosquear. Ahora que lo pienso me puedo reír, pero en ese momento no podía imaginarme por donde me iba a saltar y el nerviosismo empezaba a incomodarme.
- Buenos días, señor Navia. – Dijo con total naturalidad. No le había visto en mi vida y venía llamándome por mi nombre. He de reconocer que me sorprendió, aunque algo me llevó a querer que él no lo notara, no se si lo conseguí pero traté de mantener el gesto. Algo me impulsaba a responder en un instante con unas palabras que estuviesen muy medidas. Por lo que fuese, aquel hombre quería sorprenderme, y eso bastaba para que yo no quisiese que él lo notase.
- Llámeme Andrés, no me gustan los formalismos.- Sí, esa había sido muy buena, en una frase había dejado claro que seguía tranquilo, y que aunque supiese mi nombre, realmente no me conocía. Dirigiéndome hacía él y tendiéndole la mano añadí. – Buenos días.
Por un momento aquel individuo ni se inmutó. Se me dispararon todas las alarmas, corría el riesgo de quedar como un idiota y aquello era de las cosas que más pánico me daban. Fue una falsa alarma. Sacó su mano izquierda de la espalda y la dirigió a su cara para quitarse las gafas para, ya descubierto y mirándome a los ojos, tenderme la mano derecha para recibir mi saludo. Su mirada tenía algo especial. Reflejaba una mezcla entre tranquilidad y seguridad en si mismo. Gracias a esa mirada perdí gran parte de la desconfianza que hasta entonces tenia en aquel tipo.
- ¿Quién eres? – Le pregunté
- Soy Aalto de Tredamo, asesor personal del rey Sofos de Artán.
¿Artán? Reconozco que nunca había estado muy puesto en geografía, pero aquel nombre no me sonaba de nada.
- Donde queda… - Dudé con aquel nombre. Todavía no estaba seguro de lo que había oído
- ¿Artán? – Aalto pareció sentirse complacido – Todo a su tiempo. Si te hablase ahora mismo de Artán te habría perdido para siempre y ese es un lujo que no podemos permitirnos. – Se dio una leve pausa, y con gran aplomo me dijo – Andrés, te necesitamos.
¿Para que me necesitaba? Si nos acabábamos de conocer. Aquello no tenía sentido.
- Tengo muchas cosas que contarte, pero todo tiene su momento. Quizás deberíamos ir a algún sitio en el que estuviésemos más cómodos.
- Mire… Aalto. Ahora tengo cosas que hacer. Si no le corre mucha prisa podríamos vernos esta tarde y… - no me dejó acabar.
- Es que sí me corre prisa. Comprendo tus reticencias, pero necesito que confíes en mí. No sabemos de cuanto tiempo disponemos, y cuanto menos tarde en plantearte el problema, más pronto sabremos si estás dispuesto a colaborar.
Sus palabras y sus gestos radiaban sinceridad, y yo tenía una sensación de seguridad inusual para la extraña situación que se me planteaba. Sigo sin saber muy bien por qué lo hice, pero solo pude decir:
- Vamos para allá. – Aalto no pudo evitar mostrarse aliviado. Debió pensar que no aceptaría su propuesta. Me dirigí a la puerta de mi coche. – No, no te preocupes, conozco el lugar indicado, yo te llevaré. – La puerta del pasajero de su coche se abrió, debía de tener algún mando a distancia o algo así. No me extrañó del todo.
- Si hace falta te sigo, sería un incordio tener que volver luego a por mi coche
- No creo que fueras capaz de seguirme, así que yo me encargo.
El sonido de mi coche arrancando me sobresaltó. No había llegado ni a abrir la puerta. Miré por el cristal. Ahí estaba Aalto, de nuevo con las gafas de sol. ¿Cómo había llegado hasta allí? Pero si estaba hace un momento ahí de pies. Levanté la cabeza y ahí estaba también Aalto. Parecía que le agradase ver mis reacciones. Volví a mirar por el cristal. El Aalto del coche ni se inmutaba, seguía con las dos manos en el volante mirando al frente, como si no se diese cuenta de que tenía un coche delante. No pude evitar volverme de nuevo hacia el Aalto que seguía de pies fuera del coche. ¿Pero que clase de broma era esta?
- Tranquilo, – dijo por fin Aalto – es una persona de confianza – el coche dio marcha atrás para salir de su aparcamiento y se dirigió a la salida, estaba tan sorprendido que no pude ni reaccionar – Te lo dejaré en tu casa, ¿te parece?.
- ¿Me lo dejarás?
- Sí, te lo dejaré – Aalto se rió. – No te apures, todo se explicará a su tiempo. Ahora, preocúpate solamente de confiar en mí.
Sin decir una palabra, y tratando de no pensar en lo que acababa de ver, rodeé a Aalto y a su coche y me subí en el asiento del pasajero, antes de que se me pasase por la cabeza arrepentirme.