Ira, odio y dolor. Mi fealdad no se podía ocultar, a pesar de que mucha gente me admiraba por mi belleza y por mi dinero, por dentro algo estaba podrido. Con tres años tiré contra la pared de la cocina el hámster de mi hermana, y a mi madre le quedó una mancha feísima. A los diez años, durante el banquete de mi comunión prendí fuego al pelo de la abuela Almudena. Hasta aquí todos lo consideraban como travesuras de crios, pero la cosa no cambió. En la pubertad lejos de apaciguarme, me hice más salvaje. Los cambios de colegio estaban a la orden del día y las peleas eran algo cotidiano. Mi madre había engordado 15 kilos y mi padre se había quedado calvo y estaba claro quien tenía la culpa.
Con quince, empecé a formar mi banda y por donde pasábamos cundía el pánico a pesar de nuestra corta edad. La fama nos alcanzó tras robar la máquina de pimball del bar de enfrente del colegio. Aquella hazaña fue recordada durante largas generaciones de estudiantes y los profesores nos tomaron como ejemplo de lo que no se debía hacer.
Las gamberradas de mi banda no tenían fin, y por supuesto en el centro de todo me encontraba yo, Luis León, más conocido como L, el terror de mis enemigos y el sueño de todas las chicas. Como dice el cantante las chicas buenas prefieren chicos malos para soñar, y yo era el peor de todos. Los niños pequeños lloraban cuando me veían llegar y los mayores bajaban la mirada. Mis padres me odiaban, los profesores me odiaban, mis amigos me odiaban, todos me odiaban y con razón, porque yo también les odiaba a ellos.
Al cumplir los dieciocho años estrene la mayoría de edad estrellando el coche de Don Francisco el párroco del colegio contra un árbol. Aquello fue sonado y aunque mis padres estaban forrados de dinero la gracia les sentó como un tiro. Que se lo hubieran pensado antes de tenerme, ahora sólo les quedaba apechugar.
Pero si todo esto os ha parecido malo, esperad a saber lo que ocurrió cuando empecé a salir con Rosa Sánchez la hija del director. Rosa era una joven encantadora con una fama de buena, ganada con las malas artes, la mentira y el engaño, porque en el fondo era de la piel del diablo y por eso me resultaba tan irresistible. Imaginad lo que sucedió cuando unimos nuestras dos mentes malvadas para vengarnos del padre de Rosa.
El plan se gestó en la mente de Rosita, como la llamaba su mama, pero como no, encontró en mi la mano ejecutora. Juntos nos pasamos semanas recogiendo mierdas de perro, si, si mierdas de perro, como lo oís. Las almacenábamos en bolsas y las escondíamos en un parque que está detrás de mi casa. Era invierno, y el frío ayudó a que aquella acumulación no apestara mucho. Llegado el momento y con la materia prima recolectada, no sin sufrimiento, planeamos el día M. El viernes último día de clases antes de la semana blanca me levanté antes de la cuenta, para llegar el primero al colegio. El conserje, un tal Saturnino que me temía como a un nublado abría las puertas a las siete de la mañana, y hacia una ronda por el edificio revisando todas las aulas y dando las luces. Esto lo aproveché para infiltrarme con mi cargamento sin ser visto. Me deslice hasta la secretaría y me colé en el despacho del 'Dire'. Tengo que reconocer que el Picasso me quedó precioso y que no me dejé ninguna pared ni mueble sin pintar.
La vida junto a mi Rosa era maravillosa, juntos realizamos las cosas más bestias que os podáis imaginar, con la edad hemos mejorado y nuestras maldades se han multiplicado, nos encanta ser así, odiamos a todo el mundo y todos nos odian a nosotros. Si os soy sincero a Rosa la odio muchísimo y a vosotros mucho más.