Corría. Tan sólo corría tan rápido como mis torpes piernas me lo permitiesen. Tenía un objetivo: aquel columpio hecho con dos simples neumáticos viejos, sucios, desgastados, desinflados sujetos por un par de cadenas. Corría a través de las matas descuidadas, de las pequeñas piedras. El viento azotaba mi pelo sin recoger, el flequillo apenas me dejaba fijar la vista en aquel viejo columpio. Las rodillas, maltratadas con moratones y costras. Heridas de guerra infantil. Cicatrices que aún hoy se pueden enseñar orgullosas. "Esta me la hice con 6 años o así, cuando Tomás, un amigo de mi hermano mayor, que estaba jugando con un frisbee, fue a darme la mano mientras montaba en bici y al soltar el manillar, caí". Remolinos de hojas secas bailaban a mis pies, la ropa se agitaba al compás de mi pelo, creando una sinfonía de frenesí.
Cuando alcancé mi objetivo, pude sentir el corazón en mi pecho latir con fuerza, mientras me intentaba acomodar en el asiento. Mis padres se acercaban lentamente, paseando tranquilamente cogidos del brazo. Y una mujer, mientras tanto, se acercaba sin haberla visto yo antes, por el otro extremo de la escena.
Una mujer de mediana edad, ojerosa, delgada. Sus labios eran una línea blanquecina, apretada, fina. Su pelo caía lacio, sin brillo, sin fuerza, negro sobre sus hombros mortecinos.
Cogió suavemente una de las cadenas con sus huesudas manos y se sentó en el viejo neumático de mi lado. Su mirada se perdía más allá de los hormigueros del suelo, llegando casi hasta el centro de la tierra, mordisqueando nerviosa sus labios. Y mi ilusión seguía su camino, bajo tierra.
Con verguenza me levanté del columpio, con mi alegría marchita, caminé lentamente mirando de vez en cuando hacia atrás, mirando sus ojos perdidos, pero ella no me veía, en realidad, nunca había notado mi presencia. El columpio por el que había corrido, ya no tenía importancia.
El viento agitaba mi pelo a la espalda, el flequillo me impedía ver con claridad. Sin embargo, hoy sigo recordando aquella sensación de tristeza...