Este relato está inspirado en otro que escribí con el mismo título hace ya unas cuantas semanas. Supongo que andará flotando a la deriva en este foro. Esta "versión" fue escrita en Oropesa del mar, durante la Semana Santa. Espero que os guste...
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1991
El horizonte parece fundirse en un azul eterno. Desde aquí mis ojos pueden admirar el privilegio de los colores más bellos del mundo. Las rocas soportan robustas el vaivén de las olas y se bañan en la espuma que las golpea con vehemencia, el Sol deslumbra. El mar, como si fuera de oro, brilla bailando, encogiendo mis pupilas. Las estelas de lejanos aviones dejaron su recuerdo en el cielo como rápidas pinceladas blancas en una acuarela azul que comienza a degradarse hacia el naranja. Y las golondrinas se agitan, dejando sus lamentos en el aire con su vuelo descontrolado. Aislada de toda civilización respiro, me agrupo recogiéndome las piernas y cierro los ojos con fuerza, para poder mantener la imagen en mis retinas el mayor tiempo posible. Una sueva brisa me acaricia con manos invisibles la cara, el pelo, todo el cuerpo.
He podido estar cientos de veces aquí, pero siempre hay algo nuevo, siempre hay algo invisible a los ojos, pero palpable cuando intentas ver más allá del horizonte, cuando intentas imaginar el fin de todo lo posible. Y allí estaba. Esta vez era mucho más cercano, más humano. No hacía falta perderse en el azul del fondo del mar, sólo había que observar con atención.
Entre unos salvajes matorrales con margaritas que habían crecido por casualidad, encontré grabado por torpes manos, como una desgastada pintura rupestre, un nombre y una fecha:
“Alex 1991”
Como un mensaje en una botella, alguien había escrito aquello para dar constancia a futuras generaciones de su existencia. Algo tan corriente y tan simple hizo estremecerme.
En 1991 yo tenía aproximadamente 4 años. No sabía quién era Alex. Podría ser alguien tan cercano y tan distante a la vez... Es una vida más. Podía imaginarle en el colegio, portando una cartera a la espalda que con el paso del tiempo iría creciendo y aumentando de peso con él. Podía verle intentando aprender los complicados enunciados del encerado, podía sentir su presencia, rodeándome por todas partes, imaginar cómo jugaba los domingos al fútbol, cómo comía cada día, cómo se acostaba cada noche... Y ahora Alex podría tener mi edad, o podría estar casado, o ser estudiante... o un largo etcétera. Aquella roca para mí era el único testigo de la existencia de Alex, era la única conexión entre él y yo. Y quizá él también se sentó algún día en este mismo lugar a contemplar cómo el mar devoraba el ocaso.
1991... Aquel año sin portátiles, cuando Internet estaba sólo al alcance de unos pocos privilegiados, aquel año tan especial y capicúa. Yo entonces estaría en el parvulario, aprendiendo con dificultad a escribir correctamente el número 8, agrupando triángulos y círculos, jugando en el parque con el tobogán tan alto y empinado entonces y tan minúsculo ahora.
Más de una vez he escrito en algún pequeño espacio de pared mi nombre, o en cualquier agenda o carpeta. Y aún conservo la esperanza de que algún desconocido al descubrirlo, sea capaz como yo de ver en algo tan inerte como la tinta, una vida tan especial como la suya propia.
El estruendo de un avión rompe mi dulce sopor y destruye en mil pedazos el encanto de mi soledad. Los últimos rayos de Sol penden con debilidad del eterno precipicio del horizonte. Todo se torna de un color violáceo, y la antes agradecida brisa ahora hace erizar levemente mi piel. Algo entumecida, me levanto lentamente. Las luces de un barco tiritan en la lejanía.
Tras el corto ascenso por las rocas, llego al sendero donde me incorporo para caminar con pies pesados. Tras un buen rato de paseo, llego de nuevo a la civilización. Los pequeños puestos de souvenirs han encendido sus luces, y la música del interior llega hasta la calle, mezclándose con el bullicio de las terrazas, donde la gente ríe, toma café y juega a las cartas. Miro a los desconocidos a los ojos, no con ánimo seductor o desafiante, sino para intentar descubrir en sus rostros algo más que una cara inexpresiva similar a la de todos, para encontrar algo a través de sus ojos. Y esta vez, quizá para encontrar al Alex que en 1991 dejó constancia de su vida en una escondida y gastada roca.
La noche se va cerrando, la Luna comienza a brillar llena, iluminando con la magia característica de su luz a todos los paseantes. La playa está vacía; tan sólo te atisban esporádicos grupos de amigos o parejas repartidos por la arena, la luz del faro gira incesante deslumbrando más allá de lo visible. Mientras tanto, yo camino perdiéndome entre los testigos del tiempo, como las rocas inalterables.
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Saludos!!!