Bueno, aquí está mi obra maestra. Es el relato que más beneficios me ha dado, tanto económicos como sociales. No es posible que os hagáis una idea de lo que este cuento significa para mí. Es el alma, el pilar de todo lo que he escrito y lo que escribiré. Mi pasión por la escritura surge gracias al deseo obsesivo de contar una historia como ésta, al deseo de describir una imagen como la que aparece al final del relato.
Por cierto, no es un cuento demasiado "apto" para aquellos que no gustan de historias tranquilas y pausadas. Sin embargo me gustaría que todos la leyeseis, porque tardaré bastante tiempo en escribir algo mejor.
BESTIAS DE GUERRA
I- La Sombra
No siempre fue así, pero ahora soy una sombra; una silueta enhiesta e infame que ha contemplado sin encorvarse innumerables cadenas de lunas y de soles, de amaneceres confundidos en un único crepúsculo de luces extintas. Inmóvil, he visto caer la lluvia y la nieve como mensajeros del diablo, sobre la losa enjuagada de tierra; sobre las cruces de madera débil y ennegrecida; sobre los suaves recodos de las filas obsesivas, amuralladas de robles también nevados y húmedos; sobre las azucenas y amapolas condenadas a marchitarse sufriendo el suplicio del olvido. Y también cae la nieve sobre la perenne rosa que sostiene mi puño, cae de forma indiscriminada, sepultando hasta el último pétalo de su efímera vida, sin sospechar que nunca podrá hacerla palidecer, pues cada jornada la mano de la sombra, mi mano, aferra una nueva flor.
No puedo creer que aún la ame. Sin duda es la expiación por mi acusado egoísmo. Ella murió teniéndome por un hombre bondadoso y valiente. Creyó en mí como un ángel ciego que cree en su Dios, y le sigue, ignorando que camina por el infierno.
Entonces no supe con certeza por qué la dejaba sola, abandonada a su suerte, cuando la suerte en aquel campo de exterminio tan sólo podía vestirse de luto; ni siquiera ahora puedo decirlo. Cuanto más me esfuerzo en pensar en ello, son otros los recuerdos que surgen entre la vigilia de mi memoria; épocas marcadas con la crueldad y la esperanza, si es que no son la misma cosa; épocas como aquella en la que empezó todo, cuando llegamos como sirvientes del infierno, arropados en nuestra ignorancia, envueltos en un fusil que nos armaba de embriaguez y sueños de invierno.
II- La Cebra
Al principio yo era una cebra, al igual que todos mis compañeros. Llegamos al bosque como una manada bebida, llena de desconcierto. Apenas éramos conscientes de nuestra situación entre aquel mestizaje de peligros y desdeñable euforia. Reíamos, soltábamos chistes, nos arropábamos en una camaradería que todos tomamos por indestructible. El arma de nuestras manos se transformó en una simple barra de metal, como un pesado equipaje impuesto por el dios que nos mandaba a aquella lucha; y los colores que nos envolvían en monótonos verdes y caquis nos ofrecían toda la protección que necesitábamos. Dependíamos unos de otros para salir adelante. Aquellos uniformes eran nuestras venas, y por lo tanto, en el instante en que pisamos el campo de batalla, todos nos convertimos en hermanos de sangre.
Es cierto que algunas veces hubo desertores, pero pocos fueron los que abandonaron voluntariamente su puesto; desaparecían sin más, en plena noche estrellada, uno tras otro. En ocasiones regresaban a la mañana siguiente, perdidos y aterrorizados, mostrando señales de indeleble tortura. Casi siempre fallecían antes de poder explicar lo que les había sucedido, ni siquiera se les concedía ese pequeño desahogo. Recuerdo un caso que me marcó especialmente. Ocurrió tres días después de uno de aquellos raptos nocturnos a los que tan cruelmente nos habíamos acostumbrado. Todos palidecimos al descubrir la silueta de aquel muchacho desfallecido, de aquel guerrero que no era más que un niño asustadizo y melancólico. Se arrastraba con lentitud, tirando amargamente de los jirones de piel que ahora ocupaban el lugar de sus piernas. Se agarró con desesperación a mi cintura, clavando sus ojos muertos y cristalinos sobre mi rostro. Sus últimas palabras atenazaron mi corazón como si el mismo demonio hubiera estirado su mano para apresarlo.
-¡Me pican!- exclamó sin aliento, lanzando torpemente sus brazos bajo su cadera-. ¡Me pican mucho!.
A pesar de todo, por aquel entonces tenía ciertos compañeros que buscaban su propia suerte; anhelaban el heroísmo, el enardecimiento del ego por la gallardía que acreditaba una condecoración, como si no recordasen que estábamos allí por nada, que sin razón alguna nos hallábamos con el cuerpo maldito de barro, y el diablo cargado entre nuestros brazos inertes; sin creer aún que la única expedición válida, como en toda jungla, era la búsqueda de la supervivencia.
III- El Leopardo
Estaba solo, ésa es la única explicación posible para aquella transformación en leopardo. Toda mi manada había sido destruída dos días antes, mientras yo me dirigía a buscar las provisiones en el punto acordado desde la central; un lugar relativamente apartado del conflicto, donde la mano de un ángel invisible dejaba caer con regularidad los víveres, la comida justa para poder continuar distrayéndole con nuestro fuego tormentoso, y nuestros pasos en el viento. Así, solitario y compungido, fue como me adentré, saco al hombro, en estremecedoras hileras de fango, envueltas en penumbra a pleno sol por el oscuro sudario que entrelazaban sus minas de azabache. Me vi obligado a despertar mis sentidos y a cubrirme del eco caído de las detonaciones, del olor a pólvora y piel cauterizada, del suave roce sangriento del verde, del agrio sabor en la incertidumbre, de interminables campos sembrados de cuerpos corruptos y mutilados. Mis ojos de leopardo comenzaban a asomarse.
Pasados veinte días, llegué a una pequeña cabaña de madera carcomida. Había visto muchos refugios de este tipo a lo largo del bosque, pero aquél, al contrario que el resto, aún resguardaba en su estómago a un superviviente; una mujer de ojos rasgados y pelo negro como la noche. Era un enemigo, y como leopardo mi primera reacción fue levantar el fusil, dispuesto a terminar con la amenaza, enfilando mis garras hacia su corazón. Pero ella comenzó a gritar horrorizada, mezclando su idioma con el mío en un intento desesperado por hacerse entender. A duras penas comprendí que uno de mis batallones había asesinado a toda su familia la madrugada anterior. Entonces descubrí algo que me llenó de pavor, que hizo que bajara las garras: tan sólo era una niña de veinte años, cuatro más joven que yo; y ambos habíamos sido engañados por el mismo embaucador patético y borracho.
-¡No…mates!, ¡no…mates!- exclamó con la voz de la tristeza.
-No…-susurré llevando una mano hacia su hombro y arrojando el arma contra la pared-. No más muertes.
IV- El Caballo
Ella se llamaba Meung, y estaba consumida por el hambre. Descolgué el saco que llevaba al hombro y le di toda la comida que fue capaz de tomar. La vi sonreir entre las sombras crecientes del refugio, y darme las gracias con un lento sollozo que volcó mi corazón en un fuego desconocido. Aunque ella no lo sabía, los dos éramos ya caballos.
Entre la desolación, recuerdo esta época como la más feliz de la guerra. Pronto nos enamoramos, como dos bestias solitarias que se creen perdidas en el universo. Meung me seguía donde quiera que yo fuese; a menudo la encontraba absorta, mirándome con una fijeza perturbadora; entonces sacudía la cabeza y me besaba, agarrándose a mi brazo como si yo fuera el guía que mostraba su camino. Dormíamos siempre abrazados, y cada noche nos santiguábamos, rezando para que nadie encontrase nuestro idílico oasis de pasión. En el tiempo que estuvimos juntos, nunca abandonamos la cabaña. Nos limitábamos a pasear en busca de intrusos, en busca de otras alimañas más fieras que pudieran romper nuestra armonía. En uno de estos paseos, Meung me sorprendió cogiendo una de mis manos y llevándosela al rostro.
-Te... quiero- murmuró trabajosamente, debido al dialecto.
Aquello me dejó de piedra. Llevábamos juntos tan sólo quince días, y nunca hubiera esperado oír de sus labios aquellas palabras. Pero lo más extraño es que creí en ellas firmemente; y aún creo. Y sé, dolorosamente, que ella también creía.
Durante los diez días siguientes se desató una tormenta que nos obligó a permanecer a cubierto. Sin embargo, esa prisión involuntaria estrechó aún más nuestros lazos. Escuchábamos durante horas cómo caía el agua, galopando melodiosamente sobre los árboles y matorrales. En ocasiones nos agarrábamos de la mano, y entonces era como si el mismo Beethoven estuviera en plena tempestad, interpretando en el crepúsculo un último “Claro de Luna”. La emoción y la belleza de mirarnos a los ojos nos impidió distinguir la auténtica composición que endulzaba el viento. Como descubriríamos días más tarde, se trataba de una pieza amarga, un pentagrama triste y melancólico que se replegaba hasta dibujar nuestro propio requiem.
Pasamos once jornadas más en aquel exilio bondadoso. Hacía mucho que nos habíamos desentendido del resto de la tierra, y ahora ya poco nos importaba. Las noticias, la guerra; todo eso se había convertido en algo trivial, distante, perteneciente a una vida anterior de sufrimiento y angustia. En la sencillez de nuestra nueva forma de existencia hallamos la secreta fórmula de la felicidad, pero en en justo instante en que nos creíamos a salvo del mundo, éste nos encontró. Cuando por fin habíamos logrado habitar un planeta de esperanza, los demonios y ángeles de antaño regresaron con sus antiguos estandartes, sus antiguos símbolos de falsa idolatría; con la misma avidez de almas que se alejan de un mundo que ha perdido su realidad.
V- La Hiena
Al principio pensamos que era una pesadilla, pero los soldados estaban realmente allí. Los vimos acercarse con lentitud. Mostrando una mirada nerviosa y desolada que punzó mi corazón con el recuerdo. Se aproximaban gimiendo a cada paso, procurando vigilar incluso la huellas que tatuaban en el barro.
Meung se puso rígida, atenazada de dolor. Pude ver sus mejillas marcadas por dos ríos despiadados, intentando acallar un grito devastador que emergía desde su pecho. La abracé fuertemente y la llevé en mis brazos al sótano del refugio.
-No temas nada- dije acomodándola contra una de las paredes-. No son más que cebras; una manada perdida.
Al ver que yo me disponía a salir al exterior, agarró suavemente una de mis piernas.
-No…no te vayas…no me dejes- susurró con auténtica desesperación-. No quiero estar sola de nuevo.
-Confía en mí- dije con una sonrisa descaradamente falsa-. No tienes nada de qué preocuparte, aquí estás completamente a salvo. Tan sólo trataré de despistarlos y volveré a tu lado, te lo prometo.
Aún resuenan en mi memoria aquellas últimas palabras, la convicción con la que fueron pronunciadas por unos labios sin perdón posible, que en recuerdo de un beso, no supieron fingir de otra manera. Mientras abandonaba nuestro cielo inventado, alcancé a verla arrinconada entre las sombras mortecinas de la casa, con sus ojos brillantes y llorosos clavados en mí, como dos faros nocturnos empeñados en perforar la penumbra.
Los soldados se tranquilizaron al contemplar mi uniforme. Me recibieron con francos saludos de alegría y palmadas en el hombro. Pude averiguar que, atraídos por la visión de la cabaña, habían decidido ir a echar un vistazo por si quedaba algún diabólico amarillo más a quien abrir la cabeza. Yo les dije que venía de allí, y que lo único que había visto eran cadáveres; añadí, para regocijo de aquellas bestias, que esos malditos sangraban más que los cerdos. Intenté convencerles de que mi pelotón se encontraba más adelantado y que debía ir en su busca, pero ellos no estaban dispuestos a dejarme marchar. Me dijeron que más allá de las líneas de combate, situadas tras el refugio, todo era campo enemigo; que si mi equipo se había adelantado en tal terreno, seguramente ya estaría aniquilado; que me llevarían en su grupo aunque fuera a rastras; que no podían abandonar a la muerte a uno de los suyos. Un soldado sugirió que podíamos pasar la noche en la cabaña, por si mi pelotón decidía volver, huyendo del peligro. Me opuse tan rápida y contundentemente, que todos se volvieron hacia mí en busca de una explicación. Respiré profundamente y giré el rostro hacia la casa, fundida en la mañana.
-El olor allí es insoportable- dije-. Además, en ese antiguo caserón no hay más que viejos recuerdos de guerra, y no quiero que mi corazón se lleve ninguno.
Los soldados asintieron gravemente, y me dieron un fusil para que estuviera protegido durante el trayecto a la base. Cuando di el primer paso sentí que las lágrimas afloraban en mis ojos, pero sacudí la cabeza para evitar sospechas innecesarias. Al abandonar el lugar supe que ya no era un caballo; pude observar a todo mi ser cambiarse en una hiena desleal y temerosa, que no pudo evitar, como último signo de expiación, lazar un definitivo y amargo beso al viento, confiando en que algún día aquellos ojos oscuros y rasgados, aquel cabello negro como la noche, rozara su calor.
VI- La Sombra
Terminada la guerra, regresé al lugar de la traición. Volví con la oculta esperanza de volver a contemplar el mismo refugio fundido en la mañana de aquel día; el mismo bosque perlado, como el hermoso fondo de una pintura impresionista; la misma figura de ojos luminosos, suplicando que no la abandonase. Sin embargo, cuando divisé el paisaje desértico, las ruinas carbonizadas de la cabaña sobre el páramo, mi rostro no mostró sorpresa alguna. Aquella siniestra imagen se conformó con despedazar mi alma, pues la ilusión sólo era un vago recuerdo de mis noches insomnes. Me pregunto si aún tuvo fuerzas para gritar mi nombre cuando oyó acercarse a las patrullas, cuando las bombas comenzaron a estallar a su alrededor; si creyó en mi promesa hasta el final, y todavía esperaba verme surgir como un fantasma justiciero, entre el follaje invernal. Me pregunto si ella supo que su soledad se convertiría en su tumba.
Cerca de la casa divisé un vasto cementerio de lápidas anónimas, estancadas en blanco y negro, olvidadas por aquellos que las construyeron. Más apartada, sobre los escombros de la casa, se erguía una solitaria cruz de madera. No poseía adorno alguno: un apagado símbolo de acacia carcomida sin posible identificación, sin rastro de humanidad, señalando un antiguo brillo rasgado que encerraba dos vidas. Entonces supe que yo debía convertirme en su sombra, que debía permanecer inmóvil frente a mi tormento, como testigo palpitante de la crueldad y del amor. Por eso, ahora no soy más que el reflejo de una cruz que ya alcancé a vislumbrar cuando abandoné la casa por última vez; sus ojos encendidos no eran faros, sino estrellas, astros que se consumían mostrando el recuerdo de una luz que yo, Dios me maldiga, le arrebaté sin piedad. Por eso estoy aquí, con la mirada gacha y los ojos grises; para grabar un nombre en esta tumba; para pintar de vida su mirada; para cubrirla, entre tormentas, sueños y noches orientales, de marchitos pétalos de rosa.