Albert miró la hora, eran las doce en punto de la noche, tardó exactamente 1 minuto y 25 segundos en responder la llamada, cuando por fin oyó su teléfono móvil, respondió:
-¿Diga?
-Feliz cumpleaños, Albert.
La voz le resulto tremendamente familiar, pero no conseguía adivinar de quien se trataba.
-¿Quién eres?
-Soy tu hermano.
-La calle nunca ha sido un lugar acogedor para nadie.- pensó Eusebio mientras hurgaba en el cubo de basura de una vivienda unifamiliar.
-Esta noche hace frío.
Llegaron a la zona de bares de la ciudad, una zona bastante concurrida por las noches, apartada del resto de la urbe, donde las luces de los bares se reflejaban creando un mar de infinitos colores, una masa de gente entraba y salía con copas en la mano, algunas de aquellas personas no estaban en muy buen estado.
-¿Por que no nos vamos de aquí?
A todo el mundo le pareció una buena idea, así que dejaron atrás el lugar en busca de un sitio más tranquilo.
Eusebio acudió a lo más parecido que había tenido nunca a una casa, era el soportal de una juguetería. Le gustaba estar allí, entre tantos juguetes y muñecas que parecía que velaban por su sueño.
La madrugada estaba ya bien entrada y empezaba a hacer bastante frió, pero siete chavales estaban tirados en un césped, aislados, en un parque apartado de cualquier lugar.
-Estoy cansado, ¿por que no volvemos a casa?
No hubo respuesta por parte de nadie, así que Albert se limito a dar una calada al cigarro que sostenía.
-Ojalá el metro abriese también por la noche- pensó.
Eusebio se despertó de golpe. Falsa alarma, eran sólo un grupo de vándalos que chillaban por la calle.
Cuando Albert llegó a su casa, estaba amaneciendo, en el máximo silencio posible recorrió a tientas el pasillo llegando hasta su habitación, se miro reflejado en el cristal de su ventana, pero esta vez no tuvo tiempo de pararse a pensar en nada, únicamente en que era la primera vez que veía la chaqueta que llevaba puesta.
Luego se metió en la cama y durmió.
El Sol golpeó la cara de Eusebio, era muy temprano, pero cogió su guitarra dispuesto a ganarse el pan de alguna manera. Miró a su alrededor, las calles todavía estaban desiertas.
Miguel abrió los ojos, los dolores de su ya terminal enfermedad cada vez eran más insoportables, lo había sido todo en vida, lo había dado todo por su gran pasión, ahora ya no tenía más que esperar su fin con anhelo.
Durante el desayuno, Diego observó detenidamente el brick de leche.
-¿Sucede algo, Diego?.
-No.-Respondió soñoliento.
Estaba ya entrada la tarde cuando Albert despertó, la resaca que sufría era tremenda. Pese a todo tenía que levantarse. Cuando abrió la puerta de su habitación descubrió que estaba sólo en su casa, anduvo hasta la nevera de la cocina donde una pequeña nota sujeta con un imán, rezaba:
-“Estamos en el pueblo, veniros esta tarde o mañana, como queráis. Besos. Papá y mamá”.
Fue a la habitación de su hermano, y al abrir la puerta, descubrió que aún seguía durmiendo.
Desde la cama del hospital, Miguel observaba por su ventana el mundo que le rodeaba, un mundo que pronto dejaría, tan absurdo y tan bello.
Hacía ya tiempo que este escritor había escrito sus últimas páginas, pero aun asi, sabía que la literatura seguía viva en el hasta expirar su último aliento.
-Hoy me encargo yo de la comida, cariño.- Hoy Diego se sentía con ganas de todo.
-Eres un encanto.
Diego se enfundo su delantal, y preparó una deliciosa comida para el y para su novia.
Definitivamente, era un gran cocinero.
El hermano de Albert preparó una exquisita comida de cumpleaños, que comieron casi sin pararse a reparar en ella. Poco más tarde, Albert se quedó sólo, ya que su hermano tenía entradas para el partido de fútbol.
-¿Te has parado a leer alguna vez lo que pone en un brick de leche?
-No, ¿debería haberlo hecho?.
-Supongo que no. Pero si te fijas bien, en ningún lado pone que la leche sea procedente de la vaca, así que podríamos estar bebiendo leche de rata.
-Que asco.- dijo Julia con razón.
Miró su sombrero, había unas monedas, las contó.
-Una buena recaudación para hoy. Pensó.
-Me siento cada vez más enfermo, mi vida, siento que el mundo me abandona.
Sonó el teléfono, Diego corrió para cogerlo.
-¿Si?.
-¿Quién es?- Se interesó Julia.
-Es Albert, quiere venir a ver el partido con nosotros.- Respondió Diego tapando el auricular con una mano.
Julia movió el dedo airadamente mostrando su disconformidad.
Albert cogió el teléfono y marcó.
-Diego, estoy solo, ¿te importa si me voy a ver el fútbol a tu casa?.
Diego caviló un instante y finalmente dijo:
-Claro tio, vente a verlo con nosotros.
Miguel miró por la ventana una última vez, antes de cerrar sus ojos para siempre.
Eusebio salió de Alcosto cargado, algo de cenar y sobre todo, algo de beber, cuando hay muchas penas que olvidar, no hay mejor remedio que el vino.
Cuando Albert llegó a casa de Diego, se encontró a Julia, una antigua novia suya que desde hacía un tiempo estaba saliendo con Diego.
-Feliz cumpleaños. Dijo Julia.
-Cuanto tiempo hacía que no nos veíamos, Albert.
-Es cierto.- Respondió con una sonrisa.
-Opino que el Madrid debería buscar más las bandas, se estan ahogando en su propio campo.
-Tienes toda la razón.
-Déjale. Es un borracho.
-Yo no soy ningún borracho, señora.
Al acabar el partido, Albert salió de casa de Diego, satisfecho por la victoria de su equipo, miró la hora, eran las doce menos veinte, así que se apresuró para llegar al metro.
-Por fin solos.- dijo Julia
-Buenas noches cariño, estoy muy cansado, ha sido un dia agotador- Respondió Diego.
Aquella noche la pasaría Eusebio tumbado en el banco de un parque, ya que no tenía fuerzas ni para llegar hasta su acogedor soportal de juguetería.
Los trenes se habían averiado, así que Albert tuvo que esperar en los andenes del metro durante un largo periodo de tiempo. Se encendió un cigarro, sabía que estaba prohibido, pero no había nadie en el andén a quien pudiese molestar. Finalmente, al mismo tiempo que el metro frenaba para recoger a Albert, las señales horarias indicaban las doce de la noche.