Reconozco que, cuando lo ví, algo se agitó en mi interior. Para mi sorpresa, él estaba allí. Jamás hubiera imaginado que llegaría a estar tan cerca de él... Y sentí que, si estiraba un poco los dedos, tan sólo un poco, podría llegar a tocarlo; y sentir su roce contra el mío, la textura de su fuerte espalda tan apreciada... Él me miraba. Más allá de las palabras, más allá de los gestos o el entendimiento, sus ojos felinos me miraban en medio de la oscuridad; él podía seguirme. Parpadeaba lentamente, como un maestro sentado en su butaca durante lustros. Se erguía levemente en la oscuridad, con sus poderosas garras postradas contra el suelo y la espalda erizada en un suave tobogán. Ante aquellos ojos inexcrutables, ante aquella firmeza, aquella fiereza contenida, yo era incapaz de comprender qué podía llevar al hombre a ser hombre, a renegar de aquel ser, traído casi de un más allá poderoso, de una belleza sobrenatural. Ante aquel animal, me era inexplicable el mundo...
Estaba ante el felino más amenazado del planeta: el lince. Tan sólo nos separaba un cristal... Y él me miraba a través de él. En aquel momento, sentí que todo el cuerpo se me agitaba en una emoción indescriptible... Aplastaba mi cara contra el vidrio, y mis manos se ahuecaban contra él. Aquel animal, casi condenado al olvido de los dibujos biológicos de los libros, me estaba mirando... Jamás soñé que podría llegar a ver uno tan de cerca. Aquellos ojos, centelleantes, redondos, profundos, lentos y remotos me hablaban de antígüos bosques salvajes, inhóspitos, llenos de sus hermanos. Aquellas garras fuertes, de una belleza infinita, me hablaban de otra forma de tocar, de ser mirado... Aquella espalda de arena, moteada, me hablaba con una delicadeza magistral... Él seguía allí, encerrado en su decorado de zoo, en su pequeña urna, en su caverna de Platón viendo pasar el tiempo, los turistas y los flashes; ajeno a sus hermanos moribundos, extintos.