No me sentía del todo despejado. La noche anterior había llegado tarde, me había lavado las manos, como de costumbre, antes de acostarme. Me costó dormirme más de lo habitual, y no descansé.
Pasé del cuarto de baño, a la fuerza, pues estaba ocupado por mi abuela. Gruñendo,("Hay que ver, ¡cuánto tarda!") en susurros por ello, giré a la derecha por el pasillo. De malhumorado camino a la cocina, vi a mi abuelo sentado en el sofá, con la mirada perdida en algún punto de la tele, mientras tomaba el aperitivo como era su costumbre.
Imaginarme el sabor de aquel choricito asado, con pan y la copita de vino que descansaban en la mesa contrastó bastante con el del café en que estaba pensando cuando entré en la cocina. "Qué distintos somos" pensé. "Las diez de la mañana y mira...". El estado de salud y ánimo no daba para más que un pequeño paseo matutino para ir a misa, dar una vuelta por el barrio y traer a casa el pan. Yo veía aquello lejos, lejísimos...
Me senté delante de mi ordenador, café en una mano y ratón en la otra, a ver que se cocía por el mundo. Aunque los horrores que aquella maldita página se empeñaba en mostrarme fueran tan impresionantes como eran, no pude concentrarme. El perfil, simpático, de mi abuelo venía a mí constantemente, me recordaba lo distintas que eran nuestras vidas, lo diferentes que eran los mundos en que vivíamos, y no pude evitar compararlos y creer por un momento el mío mejor.
Desde luego. Él, abnegado a ver por la televisión lo que quiera que las cadenas quisieran venderle, yo, creyéndome más libre para elegir lo que quisiera, con un mayor horizonte para opinar. Él con el movimiento cada vez más restringido, luchando por una flexión más, y yo sin conocer un dolor de rodilla. Él... yo...
En ese momento, cuando mi imbecilidad rozaba lo insultante, algo dentro de mí me obligó a dejar de hacer comparaciones estúpidas y a forzar los horizontes que tan grandes creía tener para ver las cosas desde otro punto de vista. Y entonces me acordé.
Me acordé de la infancia espeluznante, de los inviernos infernales. De las tardes en el bosque, de las noches con el hambre. Me acordé de la guerra y de sus muertos, del miedo de los hombres. Me acordé del sufrimiento. Me acordé de la fábrica, de las horas extra. Del esfuerzo y el tesón. Me acordé del sudor de la frente, de las noches en vela. De los estudios de mi madre, de la satisfacción. Me acordé de la sonrisa de un buen hombre, y del abrazo de un buen padre. Me acordé de mi abuelo.
Y pensé entonces también en las niñas en los huesos, en aquella infancia en Francia. En la postguerra en aquel pueblo. Pensé en la juventud de aquellos tiempos, en el cumpleaños en la fábrica. Pensé en aquella boda, en la convivencia y en lo no escrito. Pensé en los problemas, en el valor para afrontarlos. En los superados, en aquellos años. Pensé en la costura y la cocina. En la energía de una madre. Pensé en mi abuela.
Después en mi internet y mi café. Casi lloré.
Me pasa desde entonces que recuerdo situaciones, tanto con mi abuelo como con mi abuela, con cariño especial. Antaño en mi infantilismo, creyéndome tal vez mejor, y hoy, tan sólo más afortunado.
Afortunado por haberlos tenido.
Y no, no es la navidad. Tampoco es el miedo a perderos. Seáis como seáis, os quiero, y siempre os querré. Porque estoy orgulloso y os admiro.
Duradme muchos años.