La habitación estaba fría. No paraba de dar vueltas pese a que el dolor cada vez era más profundo, ese frío le estaba helando los huesos. Era incapaz de llorar. No. No lloraría delante de ella, aunque por dentro se estaba desmoronando pudo observarla y esbozar una infantil sonrisa, pese a su avanzada edad.
Y enfrente, ella. La noche anterior habían visto una película que daban en televisión. No les había gustado demasiado, así que habían caído dormidos pronto, aburridos por la película y llevados por el cansancio de un día ajetreado, cuanto menos para su edad.
Él, como cada mañana, se había levantado temprano. El despertador marcaba las 8:25. Se levantó, se vistió, le dio un beso en la mejilla y salió a por su diario.
Sobre aquel diario reposaba ahora el café que le acababa de preparar, ese café que nunca tomaría. En esos momentos le venían a la cabeza tantas cosas… No sabía cómo reaccionar, simplemente seguía dando vueltas. Finalmente se sentó y recordó como había sido ese duro momento.
Llegó de la calle, bien abrigado pero con las manos heladas. Se sentó ante el televisor y se dispuso a leer el diario que acababa de comprar. Por el camino había encontrado a sus amigos en el bar del parque, por lo que no había podido evitar pasar un rato con ellos. Por ello se había demorado, ya eran las 10 de la mañana. Ella no debería tardar en despertar.
Mientras giraba la cucharilla del café que le había preparado, su mirada seguía perdida, como cualquier idea que le pudiese rondar, se perdía en cuestión de segundos. Le resultaba imposible centrarse en cualquier pensamiento. Rápidamente, otro nuevo viejo pensamiento le llegaba y no podía evitar repasarlo de arriba a abajo. Cerró los ojos, evitando derramar una sola lágrima y siguió recordando lo que hacía apenas una hora había sucedido
Acabó el programa matinal que solían ver juntos, era extrañamente tarde y ese día tenían comida familiar, por lo cual decidió despertarla. No se había movido desde que él se fue, seguía en la misma posición. Se acercó, le besó la frente y le susurró al oído que era hora de despertar de esos sueños, sin duda alegres, que la tenían en ese momento lejos de él. Ella ni se inmutó.
Se puso su vieja bata y se sentó a los pies de la cama. La miró sonriendo e insistió en que era hora de levantarse y dejar de holgazanear. Pero ella seguía durmiendo como un bebé, como la niña que siempre fue. Se acercó a la almohada y acarició su cara dulcemente, pero ella seguía impasible, sumida en sus sueños. Cuando, tras mover su mano cada vez con mas energía, vio que ella seguía sin inmutarse, se le congeló el corazón.
“¡No es posible! ¡Vamos, despierta! Oh dios mío… El pulso, le tomaré el pulso, seguro que sólo está cansada, vamos, dame esa mano…”
No había pulso. Cayó sentado al lado de la cama, sin dejar de mirarla. Sus ojos se tornaron vidriosos, mas no dejaron escapar lágrima alguna, porque no tendría quien le consolara, no quería llorar solo. No quería estar solo.
Ella, en cambio, mantenía una ligera y dulce sonrisa. No parecía darse cuenta de nada, o quizás estaba mejor ahora…
Se levantó y fregó el vaso de café. Le costaba moverse, sus piernas ya no eran robustas y atléticas y su espalda ya no era recta. Con ayuda de su bastón se dirigió hasta el teléfono. Un par de llamadas y ella abandonaría su casa, lo dejaría solo. Pero así debía ser, ella ya se había ido. En un esfuerzo titánico le comunicó la fatal noticia a su familia.
Mientras esperaba la llegada de los hombres que, de buena fe, le arrebatarían para siempre sus manos, su sonrisa… Se sentó a su lado. Cogió su mano y comenzó a hablarle. Esta vez fue imposible mantener las lágrimas dentro de sus ojos. Y no le importó, porque tenia quien lo consolara, esa fría y estática mano le daba toda la vida que no tenía ya ninguno de los dos.
“El momento que sabíamos que llegaría, ha llegado. No quisimos creerlo, pero tu enfermedad finalmente te ha llevado. No sé si existe el cielo, no sé si nos volveremos a encontrar allí, no sé si esto es un final o un punto y seguido. Pero ojalá lo sea y vayas a un sitio mejor. Yo me quedaré por un tiempo en esta casa donde nuestros sueños aun navegan sobre tazas de café. Si existe el cielo volveré a tu lado, espérame allí. Desde aquí no dejare de quererte, espero verte pronto. Descansa en paz, mi único amor”
Llegaron. Se la llevaron y con ella todas sus ilusiones. Pero no podía quejarse, había sido infinitamente feliz gracias a ella y sentía la confortable tranquilidad de saber que ella fue feliz a su lado. Cuando, tras varias horas con ellos, debió volver a casa, solo, sus pasos eran seguros. Miró al cielo y sonrió, no podía sino estar agradecido. Le había durado más de lo que pensaban y el vacío que sentía en su interior se llenaba de vida gracias a la imagen de su última sonrisa.
Satisfecho, hizo la cama con cuidado. Se asomó a la ventana y vio el bar donde sus amigos estaban, de nuevo, hablando y pasando el rato. Muchos, como él, habían quedado solos. Pero no, no podía quejarse. El resto de su vida estaba comenzando. Ya había pasado lo mejor de ella, sólo quedaba una temporada extraña que debía comenzar con todas las fuerzas que le quedaban, pese a que su ilusión se acababa de esfumar. El resto de su vida había comenzado a una buena edad, cuando la cola de la vida no se movía sino por inercia. Había dejado de dar coletazos, el tiempo la detendría en breve.
Se dio una ducha y salió reconfortado. Se vistió, se abrigó y salió a la calle. El viento le arrancó su última lágrima, que salió despedida a su espalda. Con ella todo quedó atrás. Pero él miraba hacia delante. Apoyó su bastón contra el suelo, alzó su vista al cielo y con una nostálgica sonrisa, dio su primer paso. El primer paso hacia lo que le quedaba por vivir. Pese haber acabado lo mejor, viviría esos últimos años con ganas y con una sonrisa, la que ella le había dibujado y que nadie podría borrar.
“Allí donde estés, mi corazón va contigo…”