El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime. Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
- Señor, ¿qué deseas de mí? - preguntó ante el meditabundo monarca.
- He oído hablar mucho de ti - dijo el rey -. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
- La gente dice, señor - repuso indiferente el ermitaño.
-A propósito de la gente quiero preguntarte - dijo el monarca -. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
- Puedo decirte, señor - repuso el ermitaño -, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
- De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: "Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada."
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
- ¿Adónde vas?
- Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme - repuso sereno el eremita.
El capitán aseveró: - No lo creo.
- Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame. - Pero si te ahorcamos por haber mentido - repuso el capitán -, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
- Así es - afirmó el ermitaño -. Ahora usted sabe lo que es la verdad... ¡Su verdad!