El salón donde esperábamos la audiencia del Gobernador, era amplio y muy luminoso, a ambos lados de la estancia, las puertas estaban abiertas dejando entrar los olores del jardín. El suelo de madera estaba muy pulido y encerado, casi podíamos ver nuestro reflejo. La decoración era austera y apenas había muebles. En el centro de la estancia destacaba una pequeña mesa baja, para tomar el té. Y al fondo justo debajo de la única lámina de la habitación dos espadas descansaban en un oscuro soporte de roble. No parecían espadas muy valiosas, sus empuñaduras eran sobrias al igual que sus fundas. Pero tras preguntar a Saeba me enteré que eran las espadas de la familia, y un tesoro para la Casa Yamada. Aquellas espadas habían participado en numerosas batallas, y habían bebido de la sangre de muchos hombres para llevar a la familia Yamada a su posición actual.
La tradición guerrera de la familia era algo que me gustaba, no me hubiera sentido a gusto hablando con un diplomático. Tras unos minutos de espera, un sirviente muy anciano nos acompañó a un enorme patio interior. En el centro de patio la guardia de la casa se ejercitaba entre gritos y entrechocar de sables. En la parte del patio más alejada de nosotros un hombre alto, de gesto serio y sereno dirigía con voz firme los ejercicios.
Cuando advirtió nuestra presencia, hizo un gesto a un hombre a su lado para que continuara él con el entrenamiento. Cruzó lentamente el patio en dirección a nosotros, mientras nos escrutaba con una mirada de curiosidad.
- Esperaba tu llegada maestro Saeba, pero ¿quién es este joven? -. La voz del Gobernador era profunda y parecía la de una persona sabia y tolerante.
- Este joven señor, me salvó la vida esta mañana, y con ello también salvó las espadas de su maestro. Pero ese no es el único motivo que le ha traído hasta vuestra presencia, - terminó de decir el viejo samurai -.
- Veo que vuestra historia será larga -. Interrumpió el Gobernador. - Pero me la contaréis en la cena, id a cambiaros y a descansar, hablaremos más tarde -.
El mismo sirviente nos condujo a nuestras habitaciones y nos indicó que si deseábamos tomar un baño, se nos prepararía enseguida. En lugar del baño pedimos que se nos sirviera un té en la habitación de Saeba, para poder hablar tranquilamente antes de la cena.
Las horas hasta la cena pasaron deprisa escuchando las muchas anécdotas de Saeba sobre sus batallas y sus amoríos. El samurai del Gobernador mandó traer algo de ropa para los dos, y nos preparamos para la cena.
Toda aquella cortesía era muy agradable, pero yo estaba deseando encontrarme lo antes posible en camino de vuelta a casa. Pero antes debía esperar la decisión del Señor Yamada. Yo deseaba que mandara a sus hombres a ayudar a mi Señor y pusiera fin al asedio que sufría. Algo tendría que hacer si no quería que el futuro esposo de su hija, fuera asesinado o desterrado, o en el mejor de los casos muerto en una batalla.
Me esperaba una gran cena, y un gran salón lleno de daimyos* con kimonos de seda bordados a mano. Pero el Gobernador nos esperaba solo en una habitación pequeña, sentado al frente de una mesa donde ya estaba dispuesta la comida y la bebida para la cena. Al entrar a la habitación, ambos saludamos a nuestro anfitrión, que correspondió con un gesto, indicándonos que nos sentáramos.
*Nota del autor; daimyo es el término usado para denominar a los nobles en el Japón medieval.
CONTINUARÁ.