La mañana despertó con una intensa lluvia, el gris plomizo nos amenazaba con una negrura imposible de traspasar. Los caballos avanzaban con las cabezas gachas, a un ritmo cansino, sumergiendo las pezuñas en el lodo blando del camino. Los hombres no hablaban, ni siquiera se miraban. Aquello era un mal presagio. Era el día en el que debían atracar las embarcaciones españolas, y no había parado de llover en toda la noche. El pequeño ejercito que había salido de Osaka, en busca del preciado cargamento, había cumplido con lo previsto y hoy arribaría al puerto pesquero.
Era poco probable que aquella información hubiera llegado a malas manos, pero no imposible. Avanzábamos por tanto con la cautela del que teme una emboscada, y nuestros exploradores salían a diario como avanzadilla, para evitar sorpresas desagradables.
Aquella tormenta no tenía visos de parar en todo el día, y la lluvia formaba delante de nosotros una fina cortina, que impedía la visión más allá de un metro a nuestro alrededor. Nos detuvimos en lo alto de una colina, desde la que se podía apreciar como un borrón en el paisaje nuestro destino. El pueblo era una pequeña mancha en el horizonte rodeada por el mar, y parecía como si una ola pudiese venir y llevarse consigo todas las casas. Aunque a pesar de la tormenta el mar aparecía ante nosotros en calma, como una alfombra verde golpeada por la intensa lluvia.
Llegamos al pueblo mediada la tarde, era un conjunto de casa humildes de pescadores, donde vivía gente pobre y tranquila, cuya única preocupación era que la pesca fuese buena o mala. El samurai al mando de la expedición escogió diez hombres para acompañarle hasta el puerto, y dejó al resto a la entrada del pueblo. Avancé junto a Saeba y otros ocho samuráis, hacia el puerto, por las intrincadas casas del pueblo. Las casas estaban cerradas, y no había nadie por las calles. En principio aquello no era raro, dado que los habitantes del pueblo no estaban acostumbrados a aquel tipo de visitas.
El puerto, si se podía denominar así, era una ancha bahía, donde se encontraban atracadas numerosas embarcaciones, todas ellas pequeños botes de pesca.. Desmontamos en mitad de la playa, y fue entonces cuando a través de la lluvia vimos los barcos.
Dudo mucho que algún japonés haya visto barcos tan impresionantes. La flota del Emperador, no era más que un montón de cascarones al lado de aquellos monstruos. Las cubiertas de ambos barcos se alzaban a más de diez metros sobre el nivel de las olas. Y los mástiles ahora con el velamen recogido eran comparables con los árboles más altos del país. Los dos galeones flotaban imponentes, negras moles recortadas contra el cielo ceniciento, a unos cien metros de la costa, y a mitad de camino se podían divisar tres botes remeros que bogaban hacia nosotros.
Los botes desaparecían rítmicamente detrás de las olas, mientras pasaban de ser puntos diminutos, a grandes botes de quince pasajeros. Pronto pudimos escuchar el canto de sus voces, siguiendo el ritmo de boga, arengados por los timoneles. Nos mantuvimos expectantes de pie, al lado de nuestras monturas, como hipnotizados ante aquella extraña visión.
Las barcas no tardaron en ser arrastradas hasta la arena, en una maniobra muchas veces repetida en años de desembarcos, por todos los rincones del mundo. No en vano aquella era la flota más poderosa y sus hombres los mejores marinos.
CONTINUARÁ.