CAPITULO 3: Legado.
El eco de unos pasos resonaba sobre las altas bóvedas del castillo. Tan solo un puñado de guardias se encontraba apostado en las almenas, pendientes de cualquier movimiento. Cada uno de ellos estaba equipado con un arco y montaba guardia al lado de un pebetero a fin de disparar flechas inflamadas que iluminaran los pastos cercanos en busca de intrusos. La ciudad se encontraba sumida en la oscuridad salvo por las luces de algunas tabernas, morada perpetua de bebedores. Los pocos soldados que tenían la desgracia de hacer la ronda de noche malgastaban sus ingresos en el juego con dados. En numerosas esquinas se podía contemplar como el dinero pasaba de la milicia al pueblo llano con tanta rapidez como podían segar la vida con sus espadas.
En el interior del castillo las habitaciones de los nobles eran vigiladas por mercenarios y guardias reales. Algunas doncellas provistas con candiles paseaban de arriba a abajo por los largos corredores tratando de atender cualquier necesidad intempestiva de sus señores. Mucho más abajo, en las cocinas, artistas del paladar comenzaban ya a preparar los alimentos que se habrían de servir en el almuerzo del día siguiente.
Sentada en la cama de su alcoba, Lady Irine jugueteaba con un pequeño peine plateado mientras contemplaba las estrellas. Su delicada melena cobriza se deslizaba por su espalda como un manto de luz. Cepillarse el pelo era un ritual que realizaba de manera automática. Cada noche ponía todo su empeño en cuidar su cabello, su posición como futura regente del país no solo exigía dedicación, sino también belleza. "No hay nada más impresionable que el pueblo llano", las palabras de su difunto padre todavía resonaban en su cabeza. Unos golpes sacudieron la hoja de madera de la puerta.
-Adelante- dejó escapar con desgana la joven.
La puerta se abrió dando paso a un hombre de mediana edad. Estaba vestido con un habito marrón y llevaba la cabeza tonsurada, completando su aspecto monacal. Pocas cosas llamaban en él la atención salvo sus ojos. Vivos, hundidos bajo las cejas, siempre alerta como los de un animal acorralado. Se trataba de una mirada fría e inteligente que en más de una ocasión había asustado a algún niño incauto que trataba de jugar con el clérigo.
-Buenas noches, mi señora- saludó con formalidad.
Un gesto cansino asomó en el delicado rostro de la muchacha. Bajó la cabeza hasta dejar que los cabellos cubrieran su rostro y procedió a cubrirse los hombros con una fina tela bordada que tenia a su lado. Ladeando levemente la cabeza le replicó.
-Buenas noches maese Stiers, que le trae a mis aposentos- preguntó con desgana, -esta costumbre de visitarme tan a menudo me empieza a resultar incomoda, espero que no sea tan solo una visita de cortesía.
El hombre no se dejó intimidar por la fuerza acusatoria de sus palabras –Pues me temo que así es, simplemente procuro continuar con la labor que su padre dejó iniciada para con usted- sonrió afable.
-Por supuesto que sí, si me disculpa...
-Claro mi señora, que descanse bien- tras pronunciar esta frase abandonó la sala cerrando la puerta tras de si.
La joven princesa dejó caer el peine al suelo, y sus manos, que ahora estaban blanquecinas por la presión ejercida sobre el mango, recuperaron poco a poco su tono natural. Tras desprenderse de la tela permitió que la brisa nocturna acariciara de nuevo su piel, cubierta tan solo por un fino camisón. Dejó que sus manos recorrieran sus brazos, palpando con delicadeza todas las finas cicatrices que los años de practicas con la espada le habían causado. Desde que era pequeña siempre había mostrado interés en las disciplinas marciales, y si bien al principio aquello no era más que una estrategia para pasar más tiempo con su padre, poco a poco había pasado a formar parte de su vida. Los hombres de confianza del rey gastaron largas horas en enseñarle tácticas de batalla, manejo de espada y todas las disciplinas de la equitación. A sus veinticuatro años era una de las combatientes más valerosas y respetadas de la nación, orgullo de sus tropas y justa soberana de sus vasallos.
-Buenas noches padre- dijo con tono inaudible hacia el cielo.
El dosel de la cama filtraba la luz de la luna, que palidecía la fina piel de la noble. El lujo de la habitación estaba limitado al lugar de reposo, pues el resto de muebles no eran especialmente valiosos, la princesa no era amante del lujo. Sus pensamientos vagaron entre imágenes de gloriosas gestas y abundantes banquetes antes de que el sueño doblegara su consciencia.
Algo se deslizó entre los verdes pastos que rodeaban el castillo y aquello no pasó desapercibido para los vigías. Tomando una flecha con la punta envuelta en tela, la prendieron a modo de antorcha. En cuestión de segundos dos flechas volaron hacia el objetivo cayendo a escasos metros. Lo que se movía entre los altos pastos era una persona envuelta en una capa negra que hacía gestos con su mano indicando que era amigo. Haciendo caso omiso los vigías cargaron dos flechas más, pero en este caso provistas de punta. Al mismo tiempo uno de ellos cogió una antorcha y la elevó por encima de su cabeza, ondeándola de izquierda a derecha.
-Maldita sea, se creen que soy un espía o algo así- rechinó entre dientes la figura embozada.
De las aspilleras del frente del castillo aparecieron nuevas puntas de flecha acompañadas con unas cuantas antorchas.
-¿Quien sois?- se perdió una voz en la brisa nocturna.
-¡Soy Nicholas, imbécil!¿Tan borrachos estáis que no me reconocéis?
Unas sonoras carcajadas resonaron por toda la muralla. Aquel hombre era uno de los exploradores de la milicia. Un novato que por su propios meritos se había ganado el corazón de los miembros y el reconocimiento del general. El pesado puente levadizo comenzó a bajar al ritmo de las traqueteantes cadenas que lo sujetaban. Una vez abajo la marea humana le rodeó, mientras jarras de cerveza le flanquearon como aparecidas por arte de magia.
-¡Apartaos todos!¡Es urgente!- pronunció entre risas, -por el amor de Dios, ¿como podéis estar tan bebidos?
-Vamos, acompáñanos a la cantina, que todavía quedará alguna mujer bonita para ti- le gritó alguien al oído.
-¡Fuera!, he de hablar con Lady Irine, ¡es urgente!- pronunció con ira. De un brusco empujón apartó a tres de sus camaradas, dando dos de ellos con sus huesos en el suelo.
Conscientes por fin de que se trataba de un asunto serio, los hombres hicieron rápidamente un pasillo. El joven se despidió con la mano sin girar la cabeza y echó a correr en dirección al castillo.