CAPITULO 5: Diluvio.
Una espesa cortina de agua ocultaba el perfil de las extensas llanuras por las que avanzaba aquella penosa legión. La lluvia empapaba los ropajes cambiando la tonalidad hacia matices mas oscuros. El barro era espeso y el avance de los difuntos resultaba torpe y parsimonioso. Lord Vaskarad comandaba la expedición subido en su caballo. El pelo le caía hasta los hombros por el peso de la humedad. Cabalgaba con la cabeza baja y la mirada firme en el horizonte. El iris de los ojos quedaba recortado por el perfil de sus cejas dándole un aspecto severo. Respiraba con la boca entreabierta mientras pequeñas gotas de agua caían desde su nariz hasta el labio inferior.
-¡Fidar!- vociferó -¡no podremos aguantar mucho así!
Sus tropas comenzaban a tropezar y el peso del barro y las armaduras provocaba numerosos incidentes. Apenas avanzaban unas pocas millas cada hora. El fuerte viento sacudía la raída barda de la pesadilla sobre la que montaba haciendo que ondease como una vieja bandera.
El espectro no se encontraba cerca ni respondió a la llamada de su señor, hacía rato que no flotaba a su lado. Aquello no era habitual y la voz cada vez más enojada de Vaskarad se escuchó de nuevo por encima de la lluvia.
-¡Fidar!¡Hay que buscar refugio!- pronunció sin apartar la vista del frente.
La criatura fantasmal se manifestó a su lado. Estaba levemente encorvado y movía los dedos de manera nerviosa. Sus pequeños ojos centelleaban y un suave murmullo emanaba de su garganta.
-Buenas noticias maestro, a menos de dos millas al este hay otra aldea humana.
Lord Vaskarad alzó la cabeza hasta recibir la lluvia de pleno en el rostro. Su boca dibujó una sonrisa retorcida mientras acariciaba con la lengua el filo de sus dientes.
Las casas de madera aguantaban con estoicismo el vendaval, intenso pero habitual en la época de siembra. Los postigos de puertas y ventanas se encontraban cerrados a conciencia. En las calles nadie paseaba y lo único en movimiento era la veleta del campanario. La tosca figura que representaba a un labrador se movía en interminables círculos. En la casa de la familia Gupton el fuego, avivado por la leña aromática del pino, mantenía congregado a toda la familia. El suave crujido de la madera resultaba relajante y aquel chaparrón era la excusa perfecta para abandonar temporalmente las tareas de labranza.
Súbitamente algo golpeó la puerta. Demasiado fuerte como para tratarse de algún resto arrastrado por el viento. Johan, orgulloso padre de dos hijos y felizmente casado se levantó de su silla. Echándose por los hombros una manta que tenia a mano se aproximó a la puerta y retiró el cerrojo.
Un horrible ser se abalanzó sobre sus él mordiendo con ansia inhumana. La manta cayó al suelo manchada de sangre mientras los gritos de dolor del padre se unieron a los de espanto de su familia. Las mugrientas fauces de un cadáver aprisionaban con fuerza el cuello de aquel desdichado. Unas fuertes manos huesudas se aferraban a sus brazos temblorosos hundiéndose en la carne. Mientras el viento y la lluvia seguían bailando en el exterior, una segunda criatura apareció por detrás y clavó sus dientes en el brazo izquierdo de Johan. Vencido por el peso de los dos seres se dejó caer al suelo donde continuaron aquel festín impío. Los fluidos no tardaron en mezclarse con el agua y las pieles muertas de las dos criaturas.
En una esquina la esposa del recién fallecido sujetaba las cabezas de sus hijos para que no contemplaran aquel dantesco espectáculo. Por la puerta de la casa asomaron tres criaturas más. Su andar era torpe pero implacable. Pasando por encima de Johan y de sus camaradas, que seguían alimentándose, se internaron en la casa. Mantenían las manos extendidas al frente y la boca abierta, dejando escapar lastimeros quejidos semejantes a los de un moribundo pero angustiosos como los de un recién nacido. La mujer cerró los ojos y sintió como unas manos rígidas se posaron sobre su cabeza y tiraron de ella con fuerza. Los chillidos de sus hijos y el sonido de la carne al desgarrarse se perdieron entre las nubes de tormenta.
El puesto de vigilancia del poblado era similar a una cantina. Tan solo cuatro centinelas montaban guardia, y aquello era una manera peculiar de definirlo. La tarea consistía en jugar a las cartas mientras miraban por la ventana de vez en cuando. Tres golpes secos interrumpieron la mano ganadora del oficial.
-Adelante, está abierto.
La puerta se abrió y un hombre notablemente alto entró embozado. Estaba cubierto con una capa negra y equipado con botas de montar. Se quitó con tranquilidad el barro que quedaba pegado a las suelas y retiró el embozo mientras se sacudía el agua del pelo.
-Vais a morir todos para uniros a mi, vivos sois débiles- anunció Vaskarad con frialdad.
Al terminar de pronunciar la frase tiró la capa al suelo revelando el hacha que llevaba oculta a la espalda. En un primer movimiento cercenó el torso de uno de los soldados por la mitad y el brazo del más cercano, a la par que unas cuantas estanterías y adornos salían despedidos en múltiples direcciones. Con los brazos aún en tensión por el esfuerzo, descargó un segundo golpe que desgarró el estomago de otro de ellos y arrancó la cabeza del ultimo, quedando atrapada entre el filo del hacha y la pared. Deshinchó sus pulmones con un profundo suspiró y tiró del arma para desclavarla del muro. Usando la ropa de uno de aquellos pobres desdichados limpió el filo negro de toda impureza.
-Escoria, ahora me serviréis mejor- farfulló escupiendo al suelo parte de los restos orgánicos que le habían salpicado en la boca.
El edificio que albergaba la sala de reuniones estaba ahora ocupado por Vaskarad que daba buena cuenta de las provisiones del poblado. La carne seguía cruda pero eso no le importaba. A su vez, en cada una de las casas sus legiones hacían lo propio con los restos de los aldeanos. Fidar se encontraba al lado de su señor contemplando con atención cada gesto. Más de tres jarras de vino descansaban vacías en el suelo, sin embargo aquello no parecía nublar en absoluto la mente del hombre.
-¿Que estas mirando?- pronunció torpemente con la boca llena de un jugoso trozo de venado.
-Nada mi señor, tan solo le observaba- le replicó el espectro.
-No me gusta que me miren mientras como, ¡largo!
El espectro se disipó en el aire y Vaskarad quedó solo en la estancia, rodeado de manjares y bebida. Pese a parecer concentrado en la comida, mantenía los ojos puestos en la puerta. Su intuición trataba de indicarle algo pero no podía discernir que ocurría.
En una colina y todavía bajo la lluvia, la patrulla de exploradores que Lady Irine había enviado hacía unos días contemplaba con horror como la muchedumbre de cadáveres apilaba cuerpos parcialmente devorados en la plaza del pueblo, a la espera de un nuevo ritual de invocación.
Los hombres aguantaban las nauseas a duras penas pero era el momento de detener la horda de muertos.