Cabalgué los días siguientes junto a Himura y a Saeba, orgulloso por mi nuevo puesto como capitán de los hombres del traidor Kikujiro. Aquella responsabilidad podía haber sido otorgada a otro samurai pues lo había capaces y con más experiencia que yo, pero el valor demostrado y la confianza que tenía en mí Himura hicieron que los capitanes me dieran la responsabilidad a mí.
Los días pasaban monótonos en nuestro camino a Kyoto, la impaciencia ante la llegada de la inminente batalla. Se sentía en todos los rostros. Solo los más experimentados, los samuráis de la antigua escuela, nacidos en una época en la que un samurai lo primero que aprendía era a no temer a la muerte, mantenían la frialdad en sus miradas.
No habíamos sufrido nuevas emboscadas, pero de vez en cuando, los hombres que estaban de guardia, decían haber visto pequeños destellos en la noche, lo que nos advertía sobre el conocimiento de nuestro enemigo de todos los movimientos que realizábamos.
Teníamos establecido unos turnos para salir a cazar, y todas las mañanas varios hombres se apartaban del grupo para ir a buscar algunas presas. Yo había decidido formar parte de los turnos, porque me ayudaba a romper la monotonía del día a día, y me separé de Saeba y Himura, y me dirigí a un gran bosque que flanqueaba nuestro avance por la izquierda. Me interné con mi montura, hasta encontrar un lugar donde acampar. Dejé al caballo atado en un claro y me adentré en la espesura con mi arco.
La caza con arco requiere gran experiencia y practica, son pocos los samuráis que adquieren la destreza suficiente, sin embargo son muchas las mujeres que son magníficas arqueras. Aquel pensamiento me recordó a Yukio y sin quererlo mi corazón se aceleró y mi respiración se entrecortó. Odiaba el haberla conocido, pero a la vez sabía que si encontraba la muerte estaría feliz por poder haberla visto y hablado. Sin lugar a dudas Yukio no era una mujer corriente, en nuestras numerosas charlas demostró tener un agudo sentido para los temas militares, así como un amplio conocimiento de tácticas y una excelente puntería con el arco. Pero a la vez existía una Yukio femenina, que había leído a la mayoría de grandes maestros y filósofos japoneses y era capaz de demostrar una gran ternura hacia todo cuanto la rodeaba. Ningún hombre sería tan afortunado como aquel que conquistara su corazón.
Sumido en este y otros pensamientos me había internado profundamente en el bosque, sin prestar atención a las posibles presas, cuando un crujir de ramas me alertó. Me agazapé junto a unos arbustos y miré en la dirección del ruido. Un ciervo pacía tranquilo en el centro de un claro. Era un macho de considerable tamaño y portaba una gran cornamenta. Comprobé mi posición respecto al viento, esperando que un cambio repentino no llevara mi olor hasta el animal.
Mi escondite era perfecto, el arbusto que me cubría era lo suficientemente alto como para ocultarme mientras me erguía para disparar. Tendría una única oportunidad para atravesar la garganta del ciervo y no podía permitirme el dejar escapar una presa de ese tamaño. Escogí una flecha y la coloqué con cuidado en la fina cuerda. Tensé el arco muy despacio para evitar cualquier crujido por pequeño que fuera, apunte a mi objetivo, los músculos de mis brazos ardían al soportar la tensión. Ahora debía relajarme y esperar el momento preciso para soltar la flecha. Me disponía a efectuar el disparo cuando el animal movió nerviosamente las orejas, giró la cabeza en mi dirección escudriñando los alrededores con sus agudos ojos y su fino olfato. Me quedé inmóvil aguantando la respiración y esperando que mi olor no me delatara.
El ciervo se relajó, pero como no quedándose del todo contento, abandonó el claro con un trote ligero. Decepcionado guardé la flecha y corrí en pos de mi presa. Aquel ciervo nos daría carne seca durante una temporada y hacía tiempo que nadie traía un animal de ese tamaño. No alimentaría a un ejercito pero ayudaría, decidí que era buena idea seguirlo al menos un rato.
Entré en el claro y encontré con facilidad las huellas recientes, el trote del animal era corto y no debía andar muy lejos. Seguí las huellas hasta un riachuelo. Allí se había arrodillado a beber un instante antes de seguir hacia el otro lado del riachuelo. Las señales en el barro eran claras, y marcaban la dirección del ciervo hacía un grupo de olmos jóvenes de finos troncos y hojas muy verdes. El viento seguía soplando a mi favor ocultando mi olor, lo que me permitió acercarme con sigilo hasta los primeros árboles. El ciervo se encontraba a unos metros, comiendo tranquilo los verdes brotes de un pequeño árbol. Para poder acertarle tendría que desplazarme unos metros a su derecha, rodeándolo hasta colocarme a su espalda.
Me descalcé muy despacio y abandone mi calzado a los píes de un árbol, la hierba aún mojada por el rocío era tupida y blanda, el caminar descalzo me recordó a mi infancia cuando salía a cazar con mi padre y los dos nos descalzábamos para avanzar en silencio por los bosques. Avance con sigilo un par de metros, medio en cuclillas, midiendo cada movimiento y vigilando los movimientos del ciervo. Después de una breve pausa avancé otro par de metros y conseguí colocarme en el lugar propicio.
Cerré los ojos mientras colocaba la flecha en la cuerda, tensé muy despacio el arco hasta rozar con mi mano mi mejilla. Me encontraba allí de pie en mitad de un bosque como muchas otras veces, los ojos aun cerrados, el viento contra mi cara casi me permitía oler a mi presa, esos momentos siempre me habían parecido mágicos. Abrí los ojos con la certeza de que el animal seguía allí, di gracias a los bosques del bosque por permitirme alimentarme con uno de sus hijos y solté la flecha. El dardo abandonó el arco con un silbido y atravesó el cuello del gran macho que cayó abatido.
Cuando mataba a un hombre me sentía siempre mal, pero sabía que si yo no lo hubiera matado, mi enemigo me hubiera matado a mí. Cuando mataba a un animal el sentimiento era parecido pero siempre que lo hacía recordaba las palabras de mi padre, “ Ayao, me decía, muestra respeto por todo ser vivo, hombres y animales, y nunca quites una vida por capricho, si observas esta premisa en tu vida serás un gran samurai, sin embargo si matas por placer podrás ser un buen samurai, pero serás un samurai cruel que no ha sabido encontrar el camino correcto y algún día sentirás desprecio por ti mismo”. Siempre que abatíamos una presa por pequeña que fuera ambos rezábamos una oración de agradecimiento, siempre elegíamos los animales más adultos y solo cazábamos por necesidad.
Preparé con cuidado el animal atándolo por las patas y lo cargué con esfuerzo. Lo llevé hasta el caballo lo amarré a la grupa y partí al galope para alcanzar al ejército antes de la hora de comer.
CONTINUARÁ.