Este post sirve para comenzar a postear una selección -breve, eso sí- de trabajos de Paul Auster. Esta parte corresponde a su último trabajo, y mañana posteraré poemas y algún que otro texto. Espero que os gusten.
Un proyecto distinto: “Creía que mi padre era Dios”
Hace tan sólo un par de meses apareció en España “Creía que mi padre era Dios”, un proyecto impulsado por Paul Auster en el que cede el protagonismo de su pluma a otras personas.
El proyecto nace cuando Auster estaba promocionando su última novela, “Tombuctú” en Estados Unidos. Después de conceder una entrevista radiofónica, los directores de la emisora –la National Public Radio- se sintieron tan entusiasmados con las opiniones de Auster que le propusieron colaborar con ellos, al menos esporádicamente. En un principio, la idea era que Auster creara historias para ser leídas en antena. Sin embargo, un día, cuando Auster y su mujer comentaban el tema, ésta le sugirió una idea fascinante: que Auster dejara a los oyentes del programa la creación de las historias, y él se encargaría personalmente de leerlas en la radio.
Había una condición: los relatos deberían ser verídicos, y breves. Aunque tal y como apunta Auster en el prólogo del libro, “no había ninguna restricción en cuanto al estilo”.
La respuesta del público estadounidense fue impresionante. El escritor llegó a recibir más de 4.000 relatos escritos por personas de distintas razas, posiciones sociales, religiones y nacionalidades. Según Auster, la mayoría era tremendamente interesante, aunque es inevitable que entre semejante número de propuestas se cuelen algunas un tanto bizarras, como una enviada por una persona que decía haber luchado en la guerra de Vietnam, en la que se narra cómo, junto con otro soldado, asaban un bebé vietnamita para cenar una noche. Auster decidió no usar estas historias en la obra ya que, según él, aunque hubieran sido ciertas, no sentía ningún deseo ni necesidad de leerlas en antena.
“Creía que mi padre era Dios” lo componen 160 relatos. Algunos están contados de forma magistral. Otros, con un estilo más tosco. De lo que no cabe ninguna duda es que todos y cada uno de los relatos han significado algo para la persona que lo ha escrito. Relatos sobre el SIDA, la guerra de Vietnam, el Crack de 1929, el amor correspondido, el olvido, la muerte, el azar. Tal y como indica la portada del libro, “Relatos verídicos de la vida americana”: la vida americana en 160 historias. Y si se mira desde un punto de vista global, el libro ayuda a comprender las obsesiones del autor, aunque los textos no sean suyos.
Si os ha gustado su proyecto, os invito a leer una historia de las que forman parte del libro. Espero que os guste, y muchísimas gracias por vuestra atención.
“Ayuda divina”, por MARY ANN GARRETT
Soy una mujer de setenta y tres años. Durante los primeros cincuenta y cinco años de mi vida, fui víctima de terribles ataques de ansiedad. Vivía angustiada por la idea de que iba a morirme de un ataque cardíaco o que me volvería loca de remate. A pesar de todo, me casé y tuve cinco hijos, aunque ningún médico fue capaz de hacer un diagnóstico de mi problema.
Por fin, en 1981, empecé a leer artículos que trataban el tema de los ataques de pánico y fue un alivio descubrir qué era lo que me pasaba. Con mucha ayuda por parte de mi familia y amigos, empecé a aventurarme en un mundo que me había aterrorizado durante toda la vida. Pero unos años más tarde tuve que enfrentarme a un desafío que parecía insuperable.
Mi suegra había estado internada en un hospital y necesitaba que alguien la ayudase cuando regresara a su casa. Yo vivía en Chicago y ella en Santa Monica, California. Yo ya había volado con mi marido en varios de sus viajes de negocios, pero aquél sería mi primer viaje sola en un avión. Mi marido me sacó un pasaje de primera clase, asegurándome que me iba a gustar mucho. Pero en los días previos al vuelo mi preocupación era abrumadora. Tenía pesadillas en las que me volvía loca y exigía al piloto que aterrizase y me dejase salir del avión.
Temblaba tanto, que cuando me senté en mi lugar, la azafata me preguntó si me encontraba bien. Me tocó un compañero de asiento muy agradable que me dijo que la película que iban a proyectar era excelente. Una vez que empezó, absorbió mi atención por completo. Atravesamos una horrible tormenta eléctrica y me di cuenta de que mi compañero de asiento estaba absolutamente paralizado por el miedo. Acabé asegurándole que no pasaría nada ya que mi marido había sido piloto de un B-24 durante la Segunda Guerra Mundial y me había contado que los aviones estaban tan bien aislados que podían soportar sin problema la descarga de rayos. Aterrizamos sanos y salvos y yo estaba eufórica por haber superado tan airosamente aquel vuelo.
Me quedé varias semanas en Santa Monica y entonces llegó el momento de empezar a pensar en mi vuelo de regreso a casa. Cuando la fecha de mi partida ya estaba próxima, me convertí otra vez en un saco de nervios. Pensé que tendría que llamar a mi marido y decirle que viniese a buscarme. Pero aquello era imposible, así que volví a subir sola al avión. Tenía un asiento junto a la ventanilla, en la primera fila de la primera clase. Mientras luchaba contra mi deseo de levantarme y salir corriendo, decidí rezar. Dije algo como: Por favor, Dios mío, ayúdame, pero ayúdame ahora. ¡Ahora mismo!
Mientras estaba allí sentada con los ojos cerrados y las manos aferradas a los apoyabrazos, oí un revuelo en el otro extremo de la cabina de primera clase. Las azafatas estaban empujando unas cajas negras con ruedas hacia la parte delantera de la cabina, parecidas a las que utilizan los músicos y otros artistas. Me quedé observando a un hombrecillo mayor al que acompañaron hasta los asientos que estaban a mi altura pero al otro lado del pasillo. Le ayudaban un joven y una chica y él estaba de pie de espaldas a mí. Los jóvenes cogieron su abrigo, lo doblaron y lo colocaron, junto con su sombrero, en el compartimento encima de su asiento. El anciano se quedó con la bufanda puesta, se la ajustó alrededor del cuello y se la alisó a la altura del pecho. La chica se sentó junto a la ventanilla y entonces el anciano se volvió hacia mí y me dedicó la más hermosa de las sonrisas. Era George Burns. Hacía muy poco que le había visto interpretando el papel de Dios en la película “Oh, Dios”.
Yo había rezado muchas veces en mi vida pidiendo ayuda, pero Dios jamás me había respondido de forma tan espectacular. Supongo que Dios habría pensado que, dadas las circunstancias, aquello era precisamente lo que yo necesitaba. Desde entonces no he vuelto a tener miedo a volar sola.
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