Relatos cortos by delbruck. (No postear).

En este hilo recogeré algunos relatos cortos que me da por escribir, hasta ahora solo tengo dos, pero como esto es algo espontaneo sé que vedrán más.

Relatos:

Vaqueros de consola.

La historia de Rolando.

Negrura.

Flirteos y floretes.

Deseo.

Rebeldes.

Esperanzas.

Hermanos.

El malo.

Cacería.


Podéis opinar sobre ellos pulsando en su nombre. Algunos links se han perdido tras la poda de los foros. Pero todos los relatos están recopilados en este hilo.
vaqueros de consola
El cuarto estaba oscuro, muy oscuro. La única luz era la que emitía el monitor plano de quince pulgadas. Los dedos se deslizaban por el teclado, introduciendo código ágilmente. Las cifras y comandos pasaban por la pantalla como pequeños destellos. No recordaba el tiempo que llevaba tecleando, podían ser unas horas, unos días o unos meses.

Su objetivo era escurridizo, cambiaba de localización a menudo, las corporaciones solían hacerlo, y lo sabía. Llevaba siendo vaquero desde que tenía uso de razón, lo cual ocurrió muy pronto. Su vida en los últimos años se había reducido al sonido mecánico del teclado, y se repetía una y otra vez, tengo que salir, pero la red lo atrapaba y lo hundía más y más.

Maldijo en voz alta a la oscura habitación, al fallar en un nuevo intento de localización, las IPs corrían por la pantalla escapando de su alcance en el último instante. Tenía que cumplir el encargo antes de que acabara la semana o no vería ni un céntimo y es posible que incluso recibiera alguna visita de un tipo desagradable. Un intento más y descansaría un par de horas. Trazó la ruta, un scaneo y bingo allí estaba justo frente a él, escudada en un poderoso firewall. Tendría que darse prisa o perdería su oportunidad.

Activó su script, lanzando el gusano contra el hielo. En unos segundos sabría si la criatura era lo suficientemente buena. El virus comenzó a hacer su trabajo, si conseguía una puerta trasera, podría asegurarse una entrada, e intentar lograr permisos para sacar lo que necesitaba. Estaba dentro, ahora debía conseguir los permisos para poder volver a entrar y borrar sus huellas. Los permisos fueron fáciles, no tardó en encontrar un usuario, forzando su pwl tendría acceso a todo cuanto quisiera. Activó el Zap y borró su rastro. Ahora era cuestión de tiempo, haría la llamada acordada a su cliente, y esperaría la confirmación de los datos que debería obtener.

Llovía, la acera estaba resbaladiza y llena de charcos. La gabardina negra comenzaba a no ser bastante. Había llamado a las diez en punto, había pasado media hora y no había recibido respuesta. El pelo empapado se le pegaba a la cara y no le dejaba ver con claridad, estaba cansado y hambriento, pero tenía que esperar, necesitaba la pasta. Sonó el teléfono, se aproximó a la cabina y descolgó el auricular.

- ¿Estas ahí?, ya tengo lo que necesitas. La voz parecía llegar de muy lejos, pero era clara y autoritaria.
- Si.
- Informe gh1623, sumario dl1663, deberás rastrearlos, no conocemos sus directorios. Suerte.

De vuelta a la habitación, de vuelta a la consola. Ahora sería fácil pero debía estar atento, un movimiento en falso y tendría unas largas vacaciones forzosas. Aquello era importante, se trataba de una gran corporación y sabía de sobra que no se andaban con tonterías. Login correcto y password aceptado, ya estaba dentro, empezaría por el volumen DATOS del servidor, parecía lo más normal, una primera búsqueda y encontró uno de los archivos. Lo copió y lo trasladó a un ftp privado en un server de Rumanía. El archivo que quedaba no aparecia, sectores y más sectores rastreados sin éxito. Estaba empezando a ponerse nervioso, solo le quedaba el volumen SYS, y no solían guardarse datos en los archivos de sistema. Había que intentarlo, rastreo del nombre y bingo, allí estaba en un directorio oculto, comprimido y cifrado. Copió el archivo al ftp, borró sus huellas y salió de la red.

Ahora tendría que reventar la contraseña para poder llegar al archivo. Lo cual no sería muy difícil, aplicó un demonio creado por el mismo para descifrar claves por diccionario y listo, el archivo era suyo.

El trabajo estaba listo, sólo le quedaba entregar la mercancia y cobrar el dinero.

Aquel dinero le permitiría vivr un poco más comodamente, pero lo que realmente buscaba era poder, sentirse el amo de la red, saber que si se lo proponía podría lograr cualquier cosa.

Dedicado e inspirado en la obra de W.Gibson. by Delbruck.
Childe Roland a la Torre Oscura llegó.
La llanura era inmensa a sus ojos, era pequeño, no muy alto, sus pequeñas piernas corrían al límite de su capacidad. Una brisa cálida alborotaba sus rizos dorados por reflejos de sol. Si lo pensaba bien era bastante feliz, no tenía preocupaciones ni obligaciones y un único objetivo en la vida, llegar a la Torre. Corría y corría pero su percepción de la distancia era confusa, a veces la Torre estaba lejana, inalcanzable, otras veces tan próxima que daba miedo. Su percepción del tiempo también estaba alterada, no sabía cuanto llevaba corriendo, pero tampoco le importaba, porque desde que empezó a correr nada malo le había sucedido. Su cara mostraba una sonrisa permanente y en sus ojos viajaba la eternidad, como si aquel muchacho no tuviera edad.

Y al final de la llanura la Torre siempre la Torre, inexorable, eterna, rodeada por un campo de fragantes rosas. Negra como el olvido, principio y fin del mundo de Rolando y de su búsqueda personal. Mil preguntas y mil respuestas, el porque de las cosas, el alfa y el omega, pero ante todo el centro de la lucha eterna entre el bien y el mal. Rolando encarna el bien, el Hombre de Negro es la personificación del mal. En una persecución de toda una vida el desenlace estaba a punto de desarrollarse ante los ojos de aquel muchacho.

El viento le susurraba con voz de mujer, -¡corre, corre Rolando este es tu momento, tu tiempo se acaba!- y él corría y a la vez que corría, Rolando crecía, sus piernas se fortalecían, sus brazos recobraban fuerza. El niño dejó paso al muchacho y este al hombre. Y el pelo le creció hasta los hombros y sus ojos antes negros eran ahora del color del cielo. Solo una cosa no cambió en Rolando su sonrisa y sus ansias por llegar a la Torre.

Y así fue como Rolando empezó a divisar a lo lejos un árbol, un gran árbol pelado, sin vida, seco en mitad de la pradera, interponiéndose entre él y su Torre. Y al acercarse al árbol pudo ver que algo colgaba de el. Era un árbol del ahorcado y de el pendía un hombre desnudo. A Rolando le costó detener su carrera, tanto era el tiempo que llevaba corriendo que incluso le resultó difícil guardar el equilibrio al parar. El hombre tenía la cara tapada por una larga melena y giraba caprichosamente mecido por la brisa. A los pies del árbol yacían unas ropas, pantalón y camisa negra, y un sombrero negro de ala ancha. Junto a la ropa un cinturón se enrollaba alrededor de una cartuchera y en su interior un enorme revolver con las cachas de nácar.

Rolando se vistió y se puso la gran pistola a la cintura, la ajustó con cuidado al muslo, caída por debajo de la cadera como era la tradición de sus ancestros. Fue entonces cuando ya estuvo listo, cuando el ahorcado se movió, levantó la cabeza y con expresión vacía cantó una antigua canción para Rolando. Cuando hubo terminado dijo: -Rolando, ¿me conoces? soy yo tu padre, he esperado mucho en este árbol. Pensaba que ya no vendrías, y era importante que te diera mi ropa y mi pistola, ahora estas preparado, si es que alguien puede estar preparado para lo que te espera-. Lentamente agachó la cabeza y volvió a girar mecido por el viento.

A Rolando solo le quedaba volver a correr y así lo hizo, pero ahora ya no sonreía. Su mirada no se apartaba de la Torre, y su mano se crispaba de vez en cuando y acariciaba suavemente las culatas nacaradas. Rolando ya era un hombre y quien quiera que estuviera en esa Torre maldita, tendría que enfrentarse con él. Sin darse apenas cuenta Rolando corría entre las rosas que rodeaban la mole de piedra negra. Y si se fijaba atentamente podía ver una pequeña puerta verde en la base de la construcción. Las distancias se reducían muy deprisa, quizás por las ganas de llegar del pistolero, quizás por las ganas de que llegara del Hombre de Negro. Sea como fuere, Rolando se encontraba frente a la puerta y para su sorpresa ante ella estaba Jack, con el pelo alborotado por el aire y los ojos arrasados por las lagrimas. -Él me dijo que vendrías, dijo entre sollozos, -y que querrías entrar y yo tendría que impedirlo-. Rolando trató en vano de tranquilizar al chico, pero Jack no paraba de llorar y el pistolero apenas pudo entender sus susurros, -Rolando, yo te quiero y no quiero hacerte daño, pero una vez me dejaste morir y él me ha dicho que si no hago lo que quiere me matará-. Dicho esto Jack se agachó y tomó una gran pistola del suelo, lo hizo con torpeza y tardó un siglo en conseguirlo a los ojos de Rolando. Cuando sus ojos se centraron en el pistolero para apuntar eran negros, como si estuvieran muertos. El pistolero comprendió que aquello era otra prueba más y no lo dudó, desenfundó, apretó el gatillo y una bala se alojó en la frente del niño.

La puerta se abrió sin dificultad y ante el cansado pistolero apareció una escalera de piedra iluminada por enormes antorchas. Comenzó el ascenso sin dudarlo, la escalera trepaba enroscándose en la fría piedra negra que formaba la Torre. Ni una puerta, ni una estancia, solo escalones y más escalones, al fin y al cabo eso era la vida del pistolero un viaje monótono sin final. Pero aquel viaje estaba a punto de terminar, Rolando ahora estaba seguro de que su destino en la vida llegaría al final de la escalera.

El Hombre de negro esperaba sentado en una butaca de madera, en el centro de una habitación negra, sin ventanas, iluminada solo por el resplandor del fuego de las teas. Su rostro se escondía tras su oscura capucha y Rolando solo podía verle las manos. El pistolero se acercó despacio, paso a paso, como si temiera despertar a alguien o a algo. El rostro tras la capucha le observaba impávido, inmóvil en su trono, hasta que Rolando estuvo lo bastante cerca, entonces el Hombre de Negro movió la mano derecha, mostrando la palma al pistolero. Aquella mano era blanca, muy blanca, delgada y arrugada, pero si algo llamó la atención de Rolando fue que no tenía líneas. Tras una pausa, el Hombre se incorporó abandonando su sillón, y situado frente a Rolando habló, y su voz sonó intemporal, como la de un Dios:

- Yo soy el que buscabas, el de los muchos nombres, el maldito. No tengo rostro, no tengo tiempo y no tengo lugar. Lo sé todo respecto a ti, nunca he temido nada salvo tu llegada. He sido la plaga de tu gente desde los primeros días y pienso seguir siéndolo hasta el final de vuestra existencia. Me resultáis patéticos, pero me divertís. Ahora tu y yo tenemos que dirimir una cuestión, por eso estas aquí.

Cuando el nudo de la capa se deshizo, Rolando pudo ver el rostro de la muerte. Aunque se tratara solo de una representación a los ojos del pistolero, ante él, de pie, desafiante, con la mirada llena de orgullo estaba Coldbert su maestro. Como Rolando vestido de negro y como Rolando portando un revolver de gran tamaño. Sus miradas se cruzaron y se fijaron la una en la del otro, los dos parecían moverse al ritmo de algún antiguo baile ritual, girando por la habitación sin quitarse la mirada de encima. Cuando ambos estuvieron preparados, se alinearon, las piernas ligeramente abiertas, las manos separadas de las caderas cerca de las empuñaduras de las armas. Y entonces todo ocurrió de pronto como un parpadeo, como un rayo de luz, toda una eternidad de maldad aniquilada en un instante. Rolando desenfundó segundos antes que Coldbert y como era costumbre en él no falló, nunca lo hacía, y una bala plateada se introdujo entre los ojos de su maestro que al instante dejó de ser Coldbert, para volver a ser el Hombre de Negro, sin rostro y sin líneas en las manos.

Rolando había ganado, había alcanzado su destino, y ahora solo podía pensar en una cosa, ¿se puede matar a la muerte?, ¿acaso un insignificante pistolero podía acabar con el mal en el mundo?


Childe Roland a la Torre Oscura llegó.


Homenaje al relato de Stephen King “la Torre Oscura” by Delbruck.
Negrura.

Oscuridad completa, silencio completo. A su alrededor olor a humedad, a tierra mojada. Se levanta del suelo, le duele todo el cuerpo, pero sobre todo nota una aguda punzada de dolor en el costado. Renqueando comienza a caminar, con las manos por delante, tanteando el aire. Por fin topa con una pared, por el tacto es de madera. Comienza a seguirla, torpemente, tropezando con varios objetos. La habitación parece pequeña, pronto llega a otra pared y desde ahí a unas escaleras también de madera. Subirlas vuelve a recordarle el dolor del costado. No tarda en llegar a lo que adivina es una puerta. Está atrancada desde el otro lado. Es en este momento cuando se para a pensar en su situación. Sale de su duermevela, como si alguien hubiera apartado una venda de sus ojos. El pánico se apodera de su mente, aporrea la puerta con violencia y grita, grita hasta perder la voz. Tras lo que parece una eternidad se derrumba a los pies de la puerta y gime impotente.

En un rincón en medio de la nada, trata de recordar. Lo último de lo que tiene memoria es de haberse acostado junto a su grupo de amigos en la tienda de campaña, en el área de acampada del camping. Habían decidido ir a pasar el fin de semana todos juntos a la montaña, Utah es un Estado muy apropiado para organizar este tipo de acampadas. Bosques enormes y alejados de toda civilización. Pero ellos habían acampado en un camping muy concurrido, en la explanada donde habían montado la tienda, debían haber otras quince o veinte. Recordaba haber estado bebiendo alrededor de la fogata, cantando y riendo, hasta que acabaron con todo el Whisky.

Alguien debía haberla sacado de la tienda arrastras, o ella misma debía haber salido en medio de la noche a hacer sus necesidades. Alguien la había golpeado y traído hasta este sótano. Si eso era lo que había ocurrido, entonces tenía problemas. En su país era algo relativamente normal que la gente desapareciera en la montaña, pero estaba segura de que sus amigos ya habrían hecho algo. No tenía noción del tiempo ni forma de saber cuanto llevaba allí. Sentía la cabeza embotada, pero no podía saber si era la resaca o algo que la hubieran dado. Comenzaba a estar realmente asustada, tenía frío y tiritaba en su rincón. Ya no la quedaban lagrimas, y la garganta estaba inflamada de tanto gritar. El cansancio y el nerviosismo al final pudieron más que el miedo y se quedó dormida.

Cuando despertó todo seguía igual, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo apreciar que a través de la puerta se filtraba una tenue luz. Por poca que fuera era lo primero que veía en lo que ya parecía mucho tiempo. Se acercó despacio, temerosa y cuidando de no tropezar para no hacer ruido. Según se acercaba a la puerta comenzaba a vislumbrar algunas formas a su alrededor, a su derecha una estantería destartalada y frente a ella los primeros peldaños de las escaleras. Cuando se disponía a subir el primero de ellos la puerta se abrió de golpe.

Por un momento la luz la cegó por completo, tardó unos segundos en adaptarse al brillo que enmarcaba la gran figura. Más tarde pensaría que hubiera sido mejor no ver nada. Por las escaleras bajaba pesadamente un cuerpo enorme. La cabeza cubierta por una especie de capuchón, terminó de bajar y se plantó frente a ella. El grito no llego a salir de su boca, ni siquiera cuando una de las enormes manos cruzó su cara y la lanzó contra la estantería. Hubiera sido una bendición perder el conocimiento, pero no tuvo esa suerte. El gigante se agachó y la elevó asiéndola por los cabellos. Un puño se alojo por debajo de sus costillas dejándola sin aire. Una tos, un estertor y un nuevo fulgor cruzando su cara. Ya no sentía los golpes. Pero sabía que si no paraba pronto la mataría.

Abandonó la inconsciencia, para encontrarse tirada en el suelo de barro del sótano. El mal olor era el su propio orín, que empapaba sus pantalones y formaba un charco bajo su cuerpo. Nunca podría haber imaginado que el dolor pudiera llegar a estos extremos. O alguien la ayudaba y pronto, o antes de que aquel animal la matará se volvería loca.

Su ropa parecía intacta aunque sucia, y eso al menos quería decir que no había intentado violarla, de momento se había conformado con la paliza. Debía pensar en algo, tendría que enfrentarse a él la próxima vez que la visitara, pero ¿cómo enfrentar a aquella mole sin ni siquiera fuerzas para ponerse en píe?.

Se incorporó lo más rápido que pudo, se orientó en la habitación y comenzó a buscar la estantería. No tardó en dar con ella, estaba llena de todo tipo de objetos. Torpemente rebuscó entre la multitud de cosas desparramando muchas por el suelo y por los estantes. No encontró nada pesado ni punzante. Estaba desesperada, tenía que encontrar algo, era su única oportunidad.

Robert Johnson, llevaba matando jóvenes excursionistas desde 1974. No le importaba que fueran hombres o mujeres, solo le importaba su edad. Tenían que ser jóvenes porque así al asesinarlas su fuerza vital entraba en él. Robert padecía un trastorno esquizofrénico desde su infancia. Y había crecido junto a su madre soltera en aquella granja en las montañas. Cuando su madre murió, comenzó a realizar sus secuestros y asesinatos.

Amanecía el tercer día desde su último secuestro, y Robert se disponía a realizar su trabajo de matarife. Nunca mantenía los jóvenes más de tres días vivos. Pero debía retenerlos allí un tiempo para facilitar las cosas. No era nada fácil matar a alguien, pero Robert se había convertido en un experto. Abrió la puerta del sótano y descendió lentamente. La chica ya no estaba en el suelo, se había despertado y debía haberse escondido al oirle llegar. Estaba llegando al píe de las escaleras cuando vio el cable tensado entre las dos barandillas, pero era tarde para Robert Johnson. Tropezó y su enorme corpachón se precipito contra el suelo. Todo el golpe lo recibió el hombro que crujió con un ruido sordo. A penas había comenzado a girarse, cuando escuchó la respiración entrecortada tras él. Se volvió con el tiempo justo para ver a la chica descargar el golpe.

El azadón que Laura alzaba sobre su cabeza bajó con asombrosa velocidad, penetrando en el craneo de Robert, destrozando cuero cabelludo, hueso y sesos.




"Feliz Halloween EOL" by Delbruck
Flirteos y floretes.


Siete eran los pretendientes, a cada cual más pendenciero y bravucón. Su fama se extendía por toda Francia. Y en París no había mujer que no suspirara por alguno de ellos. Su fama les precedía, los hombres les temían y las mujeres les adoraban. Pero solo una dama habitaba en sus corazones. René era el de menor edad, mosquetero del Rey desde los catorce años, alto, apuesto y de un valor sin igual. Corso era el mayor de los siete, capitán de la guardia imperial del Rey Sol, adinerado, sincero y un espadachín reputado. Robert, era un acaudalado Conde inglés, que vivía en París dedicado a la vida contemplativa, las pendencias y los amores. A cada cual más respetado e inflado de arrogancia.

Pierre no hacía mucho que había regresado de las cruzadas, donde buscaba la indulgencia por sus pecados. Acusado de asesinato por participar en múltiples duelos, tuvo que viajar a Jerusalén a luchar como penitencia, ahora tras su regreso su fama era inmensa pues había vuelto con honores y riquezas. Balçac, era el más refinado, cultivado en las artes y en las letras, solo empuñaba la espada para defenderse y mataba según él con un buen gusto exquisito. Henry, sin duda el más bello de entre los bellos, era tal su hedonismo, que en toda la ciudad se rumoreaba que nunca se casaría, porque toda mujer le resultaba más fea que él mismo. Armand, mujeriego empedernido, sus conquistas se contaban por miles, innumerables historias de amores y desamores le rodeaban, y por este motivo siempre andaba huyendo perseguido por algún indignado marido.

Siete hombres fieros, siete floretes terribles, siete destinos encontrados por culpa de una bella flor. Los hombres son tozudos, y más si son franceses. Pero si además llevan consigo un acero, el desenlace de esta historia puede ser terrible.

Una bella dama había llegado a París. Una flor, recién florecida, virginal y rosada. Constantine la duquesita de Lyon, se traslado a París, por orden de su viudo padre. Inconsciente joven, no sabedora de las consecuencias que vendrían a originar su mudanza. Desde su llegada fue la atracción de la Nobleza y la boyante burguesía. En la Opera se la envidiaba. En el Teatro Real se la señalaba con dedos groseros. En Palacio era la comidilla. ¿Quien desfloraría a tan delicada flor primaveral?

Las apuestas crecían, las discusiones estaban a la orden del día. - Será, Balçac-, decía el ayuda de cámara de la reina mientras discutía con la cocinera de Palacio. - Estoy convencido de que el joven René la amará primero-, protestaban una mujer en el mercado. Pero oh infortunio, que final insospechado nos tiene reservado la rueda de la Fortuna.

Nuestra Constantine halagada, abrumada, temblorosa y excitada, se frotaba las manos ante la perspectiva de jugar con tantos apuestos galanes. Y entre sus amigas bromeaba diciendo que se casaría con el que estuviera dispuesto a morir por ella. Que ilusa, que hombre estaría dispuesto a dar su vida por amor, por su virginidad si, pero por amor. En su cabeza cobraba forma una fantasía, propondría a sus amantes un duelo singular, y el victorioso la tendría a ella como premio. Solo de pensar en aquella posibilidad sus carnes temblaban y su sudor frío como el aire en Diciembre, recorría partes de su cuerpo que ni ella misma había visto jamás.

Y así un día se decidió, sería la mujer más envidiada de toda la Corte, los siete mejores hombres de toda Francia pelearían por ella. Y así comenzó a mandar misivas, citando a los duelistas, para que lucharan por el codiciado trofeo. Por supuesto todos los aludidos pensaron que aquello era una locura, pero ¿cómo podían negarse?, su honor y su hombría quedarían en entre dicho, con lo cual estaban obligados a acudir a aquel suicidio colectivo.

La funesta mañana del día dieciocho de Febrero, medio París estaba reunido frente a la Iglesia de Saint Denis. Y allí como no podía ser de otro modo se encontraban también nuestros galanes y la delicada duquesa. El duelo fue tremendo, espectacular, sobrecogedor, una a una las mejores espadas del país caían sin remedio. Henry, fue el primero en dejarnos, pobre hedonista, murió sin duda preocupado por su aspecto en sus funerales. El estirado inglés le siguió sin tardanza, no sin antes de expirar gritar un Dios salve a la Reina. La gente boquiabierta, asistía a aquella matanza sin saber si aplaudir o llorar.

El joven René, ya no ascendería más como mosquetero, pues una estocada de Corso le mandó a criar malvas. Pero Corso obtuvo pronto su merecido y el artista Balçac le preparó un sepelio de muy buen gusto. Pocos quedaban ya y el rostro de Constantine era un mar de lágrimas y amargura. Balçac recitaba a Horacio, mientras se defendía de las feroces acometidas de el cruzado camorrista Pierre, que a su vez se cubría de los lances de Armand, que parecía inquieto por la posible aparición de un marido celoso. Y así en un desliz, vimos caer a Pierre, fatal resbalón, que le hizo perder pie y acabar traspasado por el florete presto de Armand. Solo dos, pensaba Constantine, Dios mío, solo quedan dos. Exhaustos, heridos, y preguntándose si merecía la pena morir por un virgo, nuestros dos valientes se atacaban y se defendía sin mucha convicción. Y ya se alzaba entre la chusma un murmullo de desaprobación. - ¡Qué se maten!- grito alguien, y del gentío se escucharon frases de aprobación. Y así fue se mataron, primero fue herido de muerte Armand, que quedo tendido en el suelo, pero con un último esfuerzo hirió a su vez al ilustrado Balçac.

La pobre Constantine pálida como una lápida, corrió hacia la pila de cadáveres. - Por mi culpa-, gritaba, - por mi culpa-. Y a su espalda el gentío comenzaba también a gritar, - ¡Por tu culpa!-. Y así fue como la multitud enfervorizada, llevo en volandas a la pobre joven hasta la Bastilla, donde fue decapitada aquella misma tarde para escarmiento de damas frívolas y caprichosas. Moraleja, quien mucho abarca poco aprieta.
Deseo.

Ya no estaba conmigo, pero la forma de su cuerpo en el lado derecho de mi cama, era un recuerdo demasiado real. Fuera estaba lloviendo, los cristales tiznados de la suite lloraban conmigo. El recuerdo puede llegar a ser muy doloroso, puede llegar a enloquecer. Pero era lo único que dejaste. Llevo varios días encerrado, ya no recuerdo cuantos, vivo en la oscuridad de la impersonal habitación de hotel que tantas noches compartimos. Cuanto más pienso en ti, más te pierdes, más te alejas. Fuiste real o sólo el sueño hecho realidad de mi subconsciente. A pesar de todo sé que llamarás, no puedo asegurar que alguna vez hayas existido, pero tengo la certeza de que el teléfono sonará y al otro lado de la linea se oirá tu voz.

Las llamadas de Julio se acumulaban, en fríos mensajes de contestador en mi número privado en Viena. Me amenazaba con el despido si no volvía a trabajar, no puede entender que tu eras el motivo, la esencia. Que sin ti puede meterse su sucio dinero donde le quepa. Asomarme a la fría ventana era una grata distracción, las calles de Tokio, frenéticas, inmensas me ofrecían todo el espectáculo visual que podía asimilar en mi estado.

Releo una y otra vez la carta certificada en la que con un lenguaje muy formal y cortes se notifica tu desaparición en Argentina. Simplemente una hoja con el sello oficial de la embajada, y la promesa de que los esfuerzos por encontrarte no cesarán. Pero yo sé que llamarás.

En la habitación aun se respira tu aroma, se escucha tu risa y te veo en tus cosas. Aun no había superado tu traición, ese golpe bajo y ruin que sólo consiguió acrecentar mi excitación al pensar en ti. Julio cree que no lo sé, pero resultaba tan evidente que era un insulto.

Los transeúntes, diminutos, como frágiles pedazos de vida a la deriva, abarrotaban hasta el último centímetro de acera, todos despreocupados, con sus impermeables y sus mascarillas anti-gérmenes. El teléfono llevaba sonando más de cinco minutos, pero ya no había nadie para contestarlo, tu ya no estabas y mi destrozado cuerpo estaba retorcido, irreconocible, ocupando un espacio en la acera, antes lleno de diminutos transeúntes.
Rebeldes

A mediados de Julio, un bosque del estado de Pennsylvania en 1863. El día primero de mes tuvo lugar la batalla de Gettysburg. Unos días después comienza esta historia. Tras la derrota de Robert E. Lee en Gettysburg, la guerra estaba perdida, pero comenzaban tiempos muy difíciles.

Ser un soldado confederado el 4 de Julio de 1863 no debió ser algo fácil. Eso debía pensar James que llevaba cuatro días vagando por bosques y praderas desconocidas para él. La herida del brazo parecía dolerle un poco menos, pero tenía tanta hambre que quizás por eso no sentía el dolor. Su última comida había sido antes de la batalla y de eso parece que hacía mucho tiempo. Todas las granjas que encontró en su camino ya habían sido saqueadas y quemadas, por lo visto no era bastante con que en dos días hubieran muerto 51.000 soldados.

Al menos la suerte estaba de su parte y aun no había visto casacas azules, en su avance hacía el sur. Pero por temor todavía cargaba con su viejo fusil, ahora ya sin bayoneta. No sabía que era peor, el hambre o las pulgas y el barro que se comían el sucio uniforme. Si no encontraba refugio y comida pronto, más le hubiera valido caer bajo la caballería de la Unión. Así desesperado como estaba a penas pudo darse cuenta de que su avance no estaba siendo hacia el sur, si no más y más dentro de las lineas enemigas.

Después de caminar toda la noche a ciegas, la mañana se presentó de repente, entre una densa niebla. Como si el día ya hubiera estado ahí, pero no lo hubiera podido ver. Fue cuando estuvo a penas a unos pasos del campamento cuando se percató de que aquello eran tiendas de campaña y de que en la gran tienda del centro ondeaba la bandera de la Unión.

Demasiado tarde para huir. Justo en el momento en que se volvía, el centinela daba la voz de alarma, y el campamento despertaba de golpe ante aquel grito. Los soldados salían confusos de las tiendas a su alrededor, aun dormidos. Y entonces, James comenzó a correr en dirección al centro del campamento empuñando su fusil y golpeando con el a quien se interponía en su camino. Y de repente supo lo que tenía a hacer, iba a llegar a la tienda de aquel general quien demonios fuera y le dispararía sin pensarlo. Y así corriendo y gritando como loco, golpeando a diestra y siniestra a cuanto soldado asomaba la cabeza entre las aberturas de lona, se plantó ante la entrada de la gran tienda del General. Entró y allí estaba el General George Mead sin pantalones y con la camisa a medio abotonar. James acomodó el fusil en el hombro como tantas veces había hecho y se dispuso a disparar, pero por un segundo miró al General a los ojos y su miedo le hizo dudar. Acto seguido su cabeza estallaba en un torbellino de dolor y una perdida de conciencia. Cuando despertó estaba esposado junto a un grupo de rebeldes confederados, todos compañeros de su división la 26 de North Carolina. Al menos ahora comería algo y podría dejar de pensar en que tenía que matar a sus hermanos, algo más que bueno cuando sólo se tienen dieciseis años.
Esperanzas

Los días me aburren. Cuando para uno esa frase tiene sentido, la cosa empieza a ser grave. Al menos esa era la opinión de Ángel. Menos mal que junto a él siempre estaba Mónica, cuantas veces habrá repetido aquello de “no sé que haría sin ella”. Y es gracias a Mónica, a la cual conoció por casualidad una mañana fría de no recuerda que mes ni que año pues nunca fue bueno para las fechas, que Ángel aguanta la rutina.

El trabajo en la empresa gris, con traje gris y compañeros grises siempre le recuerda una triste canción. Pero cuando llega a casa y se encuentra con Mónica su vida cambia, entonces puede ser cualquier cosa, estando a su lado se siente en la cima del mundo. Pero todo termina a la mañana siguiente. El sueño de no volver a levantarse por la mañana, de permanecer siempre en la cama con ella se hace cada vez más fuerte. Está llegando a ser una obsesión. Algo que le asusta, que trata de olvidar, pero que siempre está ahí.

Cuando era niño era obeso, no tenía amigos y pasaba su vida leyendo y viendo películas. La lectura le enseñó muchas cosas, el cine no tantas. En aquellos tiempos podía evadirse de todo, no había preocupaciones ni cargas. Era feliz sólo, sin amigos que le pudieran traicionar o hacer daño. Refugiado en su madre todopoderosa, amándola por encima de todas las cosas. Por eso no había podido superar su muerte hasta que encontró a Mónica. Si no hubiera sido por ella él seguiría gordo y solo.

Pero Mónica le encontró, lo descubrió. Ella era bibliotecaria y él pasaba media vida en la biblioteca. No quedaba duda, no era una posibilidad, era su destino. Estaban destinados a pasar juntos su vida. Ahora bien, la vida por larga que fuera era poco tiempo para Ángel, si lo que venía después significaba estar sin la única persona a la que amaba.

De repente todo cambió. Sólo algo extraordinario podía dar un giro a la situación. Sólo algo fuera de lo común podía romper la monotonía que invadía a nuestro protagonista. Ángel, infeliz lejos de Mónica, condenado a alejarse de ella todos los días para subsistir, vería con sorpresa como por alguna extraña razón que no lograba entender, su deseo sería concedido.

La pareja llevaba años intentando concebir un descendiente que colmara sus vidas llenándolas plenamente. Pero algo en Ángel fallaba, los médicos no le encontraban explicación, pues parecía sano. Había probado todos los remedios posibles, científicos y no tanto, sin resultado. Él se consolaba diciéndose a sí mismo que para que crear un ser infeliz como lo había sido él. Pero sabía que con esto sólo se estaba engañando, pues al fin y al cabo su vida merecía la pena desde que la conoció.

El caso es que por arte de magia el milagro acaeció. Una mañana, al comienzo de la rutina diario, el principio del infierno personal de Ángel, sus vidas por fin iban a cambiar. Cuando despertó algo no estaba bien, Mónica no dormía a su lado como cada mañana. Se levantó tratando de que su entrada en el mundo de los vivos no le resultará traumática, lo cual fue imposible, siempre lo es. Lo normal es que ella se hubiera desvelado para ir al baño o a beber agua. Al entrar en el baño la escena resultó más que extraña y no por ver a su mujer sujetando una prueba de embarazo, eso ya lo había visto muchas veces. Si no por su cara, una cara que no había visto jamás en todos sus años de convivencia una cara desconocida, pero una cara radiante de felicidad. Aquello sólo podía significar una cosa estaban embarazados.

La felicidad de la pareja fue plena durante el embarazado y tras el nacimiento de Miguel, un niño muy sano que es la alegría de la casa. Diréis que esto no es una solución al problema de Ángel, que pasado el tiempo la rutina y el alejamiento de sus seres queridos le devolverán a su estado anterior de infelicidad. Pero os equivocáis, al nacer Miguel, Ángel por fin aprendió algo. Aprendió que por muy lejos que se encuentre de los suyos, por muy desesperado que esté, por mucho que caiga en depresiones que le hagan pensar en cosas desagradables, siempre podrá volver a su lado y entonces todo acabará, recuperará su poder y será capaz de todo.

Para todos los que alguna vez os habéis sentido en el filo, si miráis dentro todos somos superhéroes.

A Marta, gracias.

A LChana con esto pago parte de mi deuda.
Hermanos


Varsovia 27 de septiembre de 1.939.

Wilek llevaba de la mano a la pequeña Rebecca. Sus padres iban delante forzando la marcha, casi inalcanzables. El vaho se mezclaba con la espesa niebla que impedía ver más allá de un par de metros. El viejo Josef, mayordomo de la familia desde que los padres de ambos niños nacieron, esperaba intranquilo junto a la furgoneta de reparto de la empresa familiar. Los niños fueron alzados por Josef a la parte trasera, donde su madre los tapó amorosamente con unas mantas, sin poder aguantar ya las lágrimas. Esa sería la última vez que Emilie y Rafau verían a sus dos hijos, y si a alguien querían en el mundo era a Wilek y a Rebecca.

La furgoneta arranco brusca, con un seco tirón, separando a la familia para siempre. Ambos hermanos contemplaron las siluetas de sus padres cada vez más borrosas por la niebla, hasta que no fueron más que una impresión de humo en la retina. Josef conducía de forma frenética, en más de una ocasión Wilek pensó que esa curva sería la última, pero milagrosamente la vieja furgoneta volvía al asfalto después de cada viraje con un chirrido y se lanzaba de nuevo a toda velocidad por la recta siguiente. La mañana era muy fría y los niños no tardaron en sumergirse completamente en las mantas, abrazados, con el corazón latiendo con vida propia y sin más lágrimas que las que mojaban las mantas. El sueño les llegó reparador, inconsciente, como la única cura a su dolor.

Con el paso de las horas Josef relajó su velocidad, pero continuó la marcha sin detenerse, siempre por carreteras poco concurridas e incluso por caminos desiertos casi intransitables. Alejándose de Varsovia para llegar a la U.R.S.S sin saber que sería mejor si el yugo de los rusos o la invasión de los nazis. Años más tarde podría estar contento de haber elegido Rusia y de haber escapado al destino que alcanzó a seis millones de judíos.

Unos ciento cincuenta kilómetros separan las afueras de Varsovia de la frontera con la vecina Rusia, un conductor que conozca la región, puede moverse por caminos secundarios, lejos de las carreteras principales y llegar con facilidad a la frontera. Pero no sería tan fácil pasar si los alemanes ya habían llegado y algo le decía a Josef que los nazis estaban esperándole. El motor mercedes roncó al detenerse en lo alto de la colina y carraspeo hasta apagarse cuando el anciano quitó el contacto.

Con aire cansado el viejo Josef se acercó a la parte trasera donde los ateridos niños dormitaban intranquilos. Suavemente los despertó y habló con Wilek en susurros, diciéndole que estaban cerca de la frontera, y que tratarían de cruzar a toda costa. Cuando se lanzarán a toda velocidad colina abajo, tendría que proteger a su hermana y cuidarla si a Josef le pasaba algo. Pero para los tres aunque no lo supieran, morir allí sería mejor que dejarse atrapar.

El motor alemán volvió a roncar y a petardear como protestando por tener que reiniciar la marcha. Pero pronto entró en calor y Josef pisó un par de veces el acelerador, más para convencerse a si mismo que para probar la respuesta de la máquina. Cerrando los ojos dejo volar sus pensamientos antes de iniciar el descenso, y pensó que no era el primer judio que tenía que huir. Que aquel no era el primer éxodo de su pueblo y que probablemente no sería el último. Pensó en la Tora que obliga a relatar el Exodo de Egipto y una frase le llenó la mente, V'higaditá l'vinjá ba'iom ha'hú leimor, ba'avur zé asá Hashem li b'tzeisí m'Mitzraim*.

El vehículo aceleró, precipitándose por la cuesta abajo. Al principio no parecía que corriera mucho, pero según bajaba la pendiente, el peso y la aceleración hicieron que volara por el camino de tierra. Una sonrisa acudió a los labios de Josef que con la vista fija en la carretera recitaba una oración. Los niños luchaban por mantenerse dentro de la parte trasera sin saltar arrojados al camino en uno de los numerosos baches. Cuando alcanzaron la mitad de la pendiente la barrera del paso fronterizo se hizo visible y Josef sin para de rezar pudo ver al oficial de guardia correr hacia el telefono de la garita. Pero ya no había marcha atrás, no los cogerían, al menos no vivos. La vieja furgoneta mercedes temblaba y se bamboleaba amenazando con salirse de la carretera a la mínima oportunidad, pero el conductor mantuvo con firmeza el volante apuntando la estrella del morro contra la barrera roja y blanca.

Tres soldados de gris se colocaron delante de la barrera, disparando sus ametralladoras contra el proyectil de acero que se les venía encima desde la colina. Las balas mordían la chapa, silbaban, rebotaban y pasaban de largo en un estruendo de motores y armas de fuego. Josef que ya no veía el camino, pues su cabeza estaba a la altura del volante, rezaba a voz en grito todo lo que se le pasaba por la cabeza incluida más de una maldición en hebreo.

Cuento más se acercaban a la frontera más arreciaba la lluvia de proyectiles. Los soldados alemanes se afanaban en cargar y disparar, recargar y volver a disparar, pero la mercedes seguía adelante sin menguar su velocidad como impulsada por una fuerza irresistible. Y así llego al puesto fronterizo como un torpedo de óxido y resto de pintura verde oscura. El oficial refugiado en la garita chillaba palabras sin sentido al teléfono mientras veía como sus hombres se apartaban a ambos lados del camino para no ser aplastados por la furgoneta. Después de oír el crujido de la barrera Josef reunió valor para volver a levantar la cabeza y ver a tiempo que o giraba o tomaría una curva recta estampándose contra un granero, pero el viejo judio, con la confianza recuperada giró con suavidad poniendo la furgoneta camino a la libertad.

Sólo cuando divisaron las luces de la primera aldea rusa, detuvieron el vehículo. Josef fue a la parte de atrás para ver como estaban los chicos. Cuando retiró la manta suspiró y se tranquilizo. Los pequeños estaban bien, todo lo bien que se puede estar después de haberte separado de tus padres, de tu hogar y de tu país. Los tres se abrazaron llorando y prometieron que seguirían siempre juntos. Y así fue, los tres estuvieron siempre juntos. Y los dos hermanos lloraron de nuevo juntos cuando Josef murió al cabo de los años. Y volvieron a llorar la primera vez que pisaron Polonia y visitaron las anónimas tumbas de sus padres. Pero siguieron adelante y ahora sus tumbas pueden visitarse en Tel Aviv, y en ellas siempre hay flores porque sus hijos y sus nietos no dejan de visitarles siempre que pueden.




* Y relatarás a tu hijo en ese día, diciendo: "Es por esto que Hashem actuó por mí cuando salí de Egipto."
Ira, odio y dolor. Mi fealdad no se podía ocultar, a pesar de que mucha gente me admiraba por mi belleza y por mi dinero, por dentro algo estaba podrido. Con tres años tiré contra la pared de la cocina el hámster de mi hermana, y a mi madre le quedó una mancha feísima. A los diez años, durante el banquete de mi comunión prendí fuego al pelo de la abuela Almudena. Hasta aquí todos lo consideraban como travesuras de crios, pero la cosa no cambió. En la pubertad lejos de apaciguarme, me hice más salvaje. Los cambios de colegio estaban a la orden del día y las peleas eran algo cotidiano. Mi madre había engordado 15 kilos y mi padre se había quedado calvo y estaba claro quien tenía la culpa.

Con quince, empecé a formar mi banda y por donde pasábamos cundía el pánico a pesar de nuestra corta edad. La fama nos alcanzó tras robar la máquina de pimball del bar de enfrente del colegio. Aquella hazaña fue recordada durante largas generaciones de estudiantes y los profesores nos tomaron como ejemplo de lo que no se debía hacer.

Las gamberradas de mi banda no tenían fin, y por supuesto en el centro de todo me encontraba yo, Luis León, más conocido como L, el terror de mis enemigos y el sueño de todas las chicas. Como dice el cantante las chicas buenas prefieren chicos malos para soñar, y yo era el peor de todos. Los niños pequeños lloraban cuando me veían llegar y los mayores bajaban la mirada. Mis padres me odiaban, los profesores me odiaban, mis amigos me odiaban, todos me odiaban y con razón, porque yo también les odiaba a ellos.

Al cumplir los dieciocho años estrene la mayoría de edad estrellando el coche de Don Francisco el párroco del colegio contra un árbol. Aquello fue sonado y aunque mis padres estaban forrados de dinero la gracia les sentó como un tiro. Que se lo hubieran pensado antes de tenerme, ahora sólo les quedaba apechugar.

Pero si todo esto os ha parecido malo, esperad a saber lo que ocurrió cuando empecé a salir con Rosa Sánchez la hija del director. Rosa era una joven encantadora con una fama de buena, ganada con las malas artes, la mentira y el engaño, porque en el fondo era de la piel del diablo y por eso me resultaba tan irresistible. Imaginad lo que sucedió cuando unimos nuestras dos mentes malvadas para vengarnos del padre de Rosa.

El plan se gestó en la mente de Rosita, como la llamaba su mama, pero como no, encontró en mi la mano ejecutora. Juntos nos pasamos semanas recogiendo mierdas de perro, si, si mierdas de perro, como lo oís. Las almacenábamos en bolsas y las escondíamos en un parque que está detrás de mi casa. Era invierno, y el frío ayudó a que aquella acumulación no apestara mucho. Llegado el momento y con la materia prima recolectada, no sin sufrimiento, planeamos el día M. El viernes último día de clases antes de la semana blanca me levanté antes de la cuenta, para llegar el primero al colegio. El conserje, un tal Saturnino que me temía como a un nublado abría las puertas a las siete de la mañana, y hacia una ronda por el edificio revisando todas las aulas y dando las luces. Esto lo aproveché para infiltrarme con mi cargamento sin ser visto. Me deslice hasta la secretaría y me colé en el despacho del 'Dire'. Tengo que reconocer que el Picasso me quedó precioso y que no me dejé ninguna pared ni mueble sin pintar.

La vida junto a mi Rosa era maravillosa, juntos realizamos las cosas más bestias que os podáis imaginar, con la edad hemos mejorado y nuestras maldades se han multiplicado, nos encanta ser así, odiamos a todo el mundo y todos nos odian a nosotros. Si os soy sincero a Rosa la odio muchísimo y a vosotros mucho más.
Almas gemelas

Indeterminado es el tiempo, escondido el lugar
pueden pasar varias vidas, eones de eternidad
solo Él sabe cuando la vas a encontrar.

Tu alma gemela te espera
una mirada a los ojos debería bastar
lo que Él ha unido, nadie lo separará.

Nadie decide cuando ha de llegar
el momento, el tiempo, la inmensidad
cuando tu no eliges a quien puedes amar.

Si dos almas gemelas se encuentran
nadie podrá separarlas, ni alcanzar a tocarlas
perdidas sin verse, sin tenerse
presintiendo cada instante, cada mal trance
unidas en la distancia y en la adversidad
aunque pasen eones de eternidad.
Cacería.

El aire frío congelaba sus pulmones. El bosque le gritaba, estruendos de nieve que llegaban a sus oídos procedentes de cualquier dirección. Las huellas se diluían delante de sus ojos, apenas podía seguirlas. Difusas pisadas de fantasma, que se desdibujaban en un par de segundos sobre el manto blanco. Sólo su vista y su experiencia le ayudan a no perder el rastro. No puede oler a su presa, el frío es tan intenso que no consigue hacerlo a pesar de tener el viento a favor.

A penas ha amanecido, el resto de la partida a desistido y han vuelto al poblado, el no puede rendirse, su hijo necesita comer o no aguantará este invierno. El invierno más crudo desde hace décadas.

Aprieta el paso y siente mil alfileres morderle las piernas. Como pequeñas punzadas de hielo, gritándole que se detenga. Pero algo le impulsa a seguir, unos pasos más y encontrará un claro y en medio el joven ciervo habrá parado para recuperar fuerzas. Por más que avanza no encuentra ningún claro y las huellas cada vez son más difíciles de seguir.

Ni insectos, ni aves, ni ruidos, sólo vaho y nieve. Cuando le resultaba casi imposible el pensar en dar otro paso, cuando el extenuado guerrero en otros tiempos orgulloso e indomable, estaba al borde de la desesperación, un claro se presentó ante él, y en su interior un ciervo parecía observarle en silencio. Los ojos vidriosos del animal estaban clavados en los del cazador. El silencio sobrecogedor, acompañaba a hombre y animal, sumiéndoles en una atmósfera mística. La escasa luz bañaba el claro, los árboles como grandes columnas de mármol custodiaban al cazador y a su presa.

Extrajo lentamente la hoja helada de su funda de piel, el ciervo parecía entender lo que pasaba y aun así no se movió. Los ojos vidriosos no se separaron ni un momento de los del hombre, alto y de cabellos oscuros, que se acercaba. El acero provocaba destellos al balancearse. El ciervo comenzó a temblar como si adivinara lo que iba a suceder, sin embargo no parecía temer al cazador, era como si esperara algo. Este último pensamiento alertó al experimentado apache.

Del interior del bosque, una sombra enorme se abalanzo sobre el ciervo, pero como si supiera todo lo que iba a ocurrir, este se aparto ágilmente, dejando al cazador frente a frente con un enorme oso grizzli. Sin dudarlo ni un instante el desesperado indio saltó hacia el oso levantando el cuchillo sobre su cabeza. Muchas veces el cazador se convierte en presa, pero si había llegado hasta allí no era el momento de rendirse.

Más tarde cuando contara su historia arropado por pieles en el calor de su tipi, juraría que mientras asestaba al oso la brutal puñalada, pudo ver por un momento como el ciervo miraba con atención sus movimientos, con la certeza del que está seguro de lo que pasará. Y que una vez que el oso yació sin vida en el suelo, suavemente se deslizó sobre la nieve dejando el claro, hasta el que había conducido al cazador. El sol lo invadió todo y la magia que lo envolvía desapareció.
Hibernación

PRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR...
Clic...
$ Iniciando sistemas
$ Preparando la fase cognitiva
$ Ondas cerebrales activas
$ Hola Doctor Marshall

Umm, ¿otra vez?

$ Iniciando funciones pulmonares
$ Iniciando funciones cardiovasculares
$ Fase ocular

Uh, luz. Duele. Nunca me acostumbraré a estos despertares. Computadora, inicia los sistemas de consultas médicas. Y por favor prepara un informe de la situación actual.

$ Preparando estadí sticas
$ Conectando con las bases de datos médicas
Clic
$ Descongelación, 75%

De vuelta a la vida. Computadora ¿años desde la pandemia?

$ 462
$ Fecha: 1 de Enero
$ Hora: 0:02

Joder, cuatrocientos años. ¿Cuántos desde la última vez?

$ 150
$ Conexión con bases de datos... Activa
$ Estadí sticas... Listas

Sorpréndeme. ¿Vacunas posibles? ¿Avances médicos?

$ Vacunas concluidas: 0
$ Avance hacia una posible vacuna... 55%

Mierda, dame alguna alegrí a. ¿Población actual y número de humanos?

$ Población aproximada: 103.723 formas de vida
$ Humanos: 5302

Cada vez menos, pero la cifra parece que se va estabilizando. ¿Estaremos ante el fin de esta pesadilla? Computadora ¿Dí as de vida sin asistencia y sin hibernación?

$ 413

Cof, cof. ¿Posibilidades de encontrar una cura en ese periodo?

$ 33%

¿Qué recomiendas? cacharro.

$ Nuevo periodo de hibernación hasta alcanzar el 75% de probabilidades de obtención de una vacuna efectiva.

Tu mandas maldita sea. Nunca saldré de aquí . Pero quiero que sepas que algún dí a me la tendré que jugar, tendré que salir, volver a las investigaciones, aunque el precio sea la vida. Pero acaso puedo llamar a esto vida. Computadora, inicia la hibernación.

$ Parando servicios activos
$ Iniciando fase de hibernación
$ Duración estimada: 500 dí as

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$ Feliz año, Doctor Marshall
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