Childe Roland a la Torre Oscura llegó.
La llanura era inmensa a sus ojos, era pequeño, no muy alto, sus pequeñas piernas corrían al límite de su capacidad. Una brisa cálida alborotaba sus rizos dorados por reflejos de sol. Si lo pensaba bien era bastante feliz, no tenía preocupaciones ni obligaciones y un único objetivo en la vida, llegar a la Torre. Corría y corría pero su percepción de la distancia era confusa, a veces la Torre estaba lejana, inalcanzable, otras veces tan próxima que daba miedo. Su percepción del tiempo también estaba alterada, no sabía cuanto llevaba corriendo, pero tampoco le importaba, porque desde que empezó a correr nada malo le había sucedido. Su cara mostraba una sonrisa permanente y en sus ojos viajaba la eternidad, como si aquel muchacho no tuviera edad.
Y al final de la llanura la Torre siempre la Torre, inexorable, eterna, rodeada por un campo de fragantes rosas. Negra como el olvido, principio y fin del mundo de Rolando y de su búsqueda personal. Mil preguntas y mil respuestas, el porque de las cosas, el alfa y el omega, pero ante todo el centro de la lucha eterna entre el bien y el mal. Rolando encarna el bien, el Hombre de Negro es la personificación del mal. En una persecución de toda una vida el desenlace estaba a punto de desarrollarse ante los ojos de aquel muchacho.
El viento le susurraba con voz de mujer, -¡corre, corre Rolando este es tu momento, tu tiempo se acaba!- y él corría y a la vez que corría, Rolando crecía, sus piernas se fortalecían, sus brazos recobraban fuerza. El niño dejó paso al muchacho y este al hombre. Y el pelo le creció hasta los hombros y sus ojos antes negros eran ahora del color del cielo. Solo una cosa no cambió en Rolando su sonrisa y sus ansias por llegar a la Torre.
Y así fue como Rolando empezó a divisar a lo lejos un árbol, un gran árbol pelado, sin vida, seco en mitad de la pradera, interponiéndose entre él y su Torre. Y al acercarse al árbol pudo ver que algo colgaba de el. Era un árbol del ahorcado y de el pendía un hombre desnudo. A Rolando le costó detener su carrera, tanto era el tiempo que llevaba corriendo que incluso le resultó difícil guardar el equilibrio al parar. El hombre tenía la cara tapada por una larga melena y giraba caprichosamente mecido por la brisa. A los pies del árbol yacían unas ropas, pantalón y camisa negra, y un sombrero negro de ala ancha. Junto a la ropa un cinturón se enrollaba alrededor de una cartuchera y en su interior un enorme revolver con las cachas de nácar.
Rolando se vistió y se puso la gran pistola a la cintura, la ajustó con cuidado al muslo, caída por debajo de la cadera como era la tradición de sus ancestros. Fue entonces cuando ya estuvo listo, cuando el ahorcado se movió, levantó la cabeza y con expresión vacía cantó una antigua canción para Rolando. Cuando hubo terminado dijo: -Rolando, ¿me conoces? soy yo tu padre, he esperado mucho en este árbol. Pensaba que ya no vendrías, y era importante que te diera mi ropa y mi pistola, ahora estas preparado, si es que alguien puede estar preparado para lo que te espera-. Lentamente agachó la cabeza y volvió a girar mecido por el viento.
A Rolando solo le quedaba volver a correr y así lo hizo, pero ahora ya no sonreía. Su mirada no se apartaba de la Torre, y su mano se crispaba de vez en cuando y acariciaba suavemente las culatas nacaradas. Rolando ya era un hombre y quien quiera que estuviera en esa Torre maldita, tendría que enfrentarse con él. Sin darse apenas cuenta Rolando corría entre las rosas que rodeaban la mole de piedra negra. Y si se fijaba atentamente podía ver una pequeña puerta verde en la base de la construcción. Las distancias se reducían muy deprisa, quizás por las ganas de llegar del pistolero, quizás por las ganas de que llegara del Hombre de Negro. Sea como fuere, Rolando se encontraba frente a la puerta y para su sorpresa ante ella estaba Jack, con el pelo alborotado por el aire y los ojos arrasados por las lagrimas. -Él me dijo que vendrías, dijo entre sollozos, -y que querrías entrar y yo tendría que impedirlo-. Rolando trató en vano de tranquilizar al chico, pero Jack no paraba de llorar y el pistolero apenas pudo entender sus susurros, -Rolando, yo te quiero y no quiero hacerte daño, pero una vez me dejaste morir y él me ha dicho que si no hago lo que quiere me matará-. Dicho esto Jack se agachó y tomó una gran pistola del suelo, lo hizo con torpeza y tardó un siglo en conseguirlo a los ojos de Rolando. Cuando sus ojos se centraron en el pistolero para apuntar eran negros, como si estuvieran muertos. El pistolero comprendió que aquello era otra prueba más y no lo dudó, desenfundó, apretó el gatillo y una bala se alojó en la frente del niño.
La puerta se abrió sin dificultad y ante el cansado pistolero apareció una escalera de piedra iluminada por enormes antorchas. Comenzó el ascenso sin dudarlo, la escalera trepaba enroscándose en la fría piedra negra que formaba la Torre. Ni una puerta, ni una estancia, solo escalones y más escalones, al fin y al cabo eso era la vida del pistolero un viaje monótono sin final. Pero aquel viaje estaba a punto de terminar, Rolando ahora estaba seguro de que su destino en la vida llegaría al final de la escalera.
El Hombre de negro esperaba sentado en una butaca de madera, en el centro de una habitación negra, sin ventanas, iluminada solo por el resplandor del fuego de las teas. Su rostro se escondía tras su oscura capucha y Rolando solo podía verle las manos. El pistolero se acercó despacio, paso a paso, como si temiera despertar a alguien o a algo. El rostro tras la capucha le observaba impávido, inmóvil en su trono, hasta que Rolando estuvo lo bastante cerca, entonces el Hombre de Negro movió la mano derecha, mostrando la palma al pistolero. Aquella mano era blanca, muy blanca, delgada y arrugada, pero si algo llamó la atención de Rolando fue que no tenía líneas. Tras una pausa, el Hombre se incorporó abandonando su sillón, y situado frente a Rolando habló, y su voz sonó intemporal, como la de un Dios:
- Yo soy el que buscabas, el de los muchos nombres, el maldito. No tengo rostro, no tengo tiempo y no tengo lugar. Lo sé todo respecto a ti, nunca he temido nada salvo tu llegada. He sido la plaga de tu gente desde los primeros días y pienso seguir siéndolo hasta el final de vuestra existencia. Me resultáis patéticos, pero me divertís. Ahora tu y yo tenemos que dirimir una cuestión, por eso estas aquí.
Cuando el nudo de la capa se deshizo, Rolando pudo ver el rostro de la muerte. Aunque se tratara solo de una representación a los ojos del pistolero, ante él, de pie, desafiante, con la mirada llena de orgullo estaba Coldbert su maestro. Como Rolando vestido de negro y como Rolando portando un revolver de gran tamaño. Sus miradas se cruzaron y se fijaron la una en la del otro, los dos parecían moverse al ritmo de algún antiguo baile ritual, girando por la habitación sin quitarse la mirada de encima. Cuando ambos estuvieron preparados, se alinearon, las piernas ligeramente abiertas, las manos separadas de las caderas cerca de las empuñaduras de las armas. Y entonces todo ocurrió de pronto como un parpadeo, como un rayo de luz, toda una eternidad de maldad aniquilada en un instante. Rolando desenfundó segundos antes que Coldbert y como era costumbre en él no falló, nunca lo hacía, y una bala plateada se introdujo entre los ojos de su maestro que al instante dejó de ser Coldbert, para volver a ser el Hombre de Negro, sin rostro y sin líneas en las manos.
Rolando había ganado, había alcanzado su destino, y ahora solo podía pensar en una cosa, ¿se puede matar a la muerte?, ¿acaso un insignificante pistolero podía acabar con el mal en el mundo?
Childe Roland a la Torre Oscura llegó.
Homenaje al relato de Stephen King “la Torre Oscura” by Delbruck.