Muhammad
La última ráfaga se hace eterna. Todo el mundo aparta su mirada de allí, nadie desea verlo. La minúscula trinchera de ladrillos y cemento no es obstáculo para las balas de odio. Puede que una, dos o tres a lo sumo pasen silbando por encima de sus cabezas, pero el resto mata. El padre ofrece su cuerpo, no mas poderoso que la trinchera de ladrillos, pero si mas cálido, mas humano. Una nueva ráfaga hace saltar polvo de las paredes, un polvo que lo oculta todo por momentos. Cuando las ametralladoras callan, cuando desaparece el polvo al fin y cuando los horrorizados espectadores vuelven sus caras a aquella masacre, sólo entonces muere el silencio. Grita el padre, hace indicaciones, pero no valen absolutamente para nada. Los espectadores fortuitos se encuentran en refugio, lejos del fuego cruzado, a salvo de unos soldados que escupen balas a todo lo que se mueva. Pero Muhammad ya no se mueve, las balas ya lo han encontrado, y lo han ajusticiado. Jamal, su padre, también ha sido acertado, y se tambalea casi inerte sujetando de la mano aun a su hijo... muerto. Le agarra fuerte de la mano con las fuerzas que le quedan, pues aunque moribundo, intuye que jamás podrá volver a llevarlo de la mano al colegio, que nunca mas podrá sentarse bajo una palmera a contarle historias de su pueblo, que nunca mas lo abrazara cuando acabe todo esto y lo separen de su regazo.
Una bala mas, solo una, silba mientras recorre el trecho que separa la trinchera israelí del cuerpo de Jamal. El impacto es en el vientre, cierra los ojos, cuando meses después vuelva a abrirlos, su hijo Muhammad ya no estará con él, se habrá ido para siempre, convertido ya en historia de una larga guerra.