Tras las ventanas más allá del sofá en el que estás con ella, la noche crece. Un momento de silencio. Y la miras cuando se levanta a servirse otra taza de té. Sonríes. Sonríes porque así, compartiendo una taza de té y un plato de galletas que acaba de hornear, sentados en el sofá con la radio sonando al fondo –tranquila, sin interrumpir, como respetando nuestras palabras y silencios-, te sientes más feliz que en mucho tiempo.
Vuelve y se envuelve en su manta, cerca de ti pero no al lado, y te parece ideal porque así puedes verla mejor. Ver el brillo en su mirada. Ver su sonrisa, esa tan especial –esa que descubre un poco sus colmillos, como un gatito- que levanta tus labios antes siquiera de que te des cuenta.
Y la conversación gira entorno a muchos temas. La vida, el trabajo, el futuro, la fe de ella y tu escepticismo sin negarla y cómo ella te sugiere que intentes creer como ella hace y cómo te dan ganas de creer totalmente. Y entorno al pasado. Recuerdos como por ejemplo la primera que os visteis. Ella destaca lo perdida que se sintió al no entender lo que decías. Y tú sólo puedes hablar de cómo su sonrisa te cautivó. Pero lo dices de una forma demasiado burda, demasiado simple, porque no estás hablando en tu idioma sino en el suyo. Y, sin embargo, sabes que te conoce bien y que entiende los matices que no eres capaz de poner en las palabras: porque sabe lo que sientes.
La miras y deseas besarla. Pero no los labios, no. No en esa preciosa boca que se abre en sonrisa y te fascina. Un beso en la mejilla, porque te parece que con palabras no podrás nunca demostrarle el afecto que sientes. Pero no la besas y está bien: sabes que ella no lo necesita. Por la misma razón no alargas tu mano para acariciarla y esperas que llegue el momento de la despedida para poder darle un abrazo –aunque realmente no quieres que ese momento llegue: quieres continuar esta velada, disfrutando y sonriendo entre recuerdos y planes-.
La miras todo el tiempo y dentro de ti lo sientes. Y lo sabes. Esto es ESE amor. Ese otro amor. El amor que no se tiñe de deseo. El amor que no se carga de expectativas. El amor que se siente aunque no se diga.
No sabes bien si te arrepientes de cómo fueron las cosas en el pasado, pero sabes que ella ahora es feliz con su vida, con su marido y con esa nueva casa que poco a poco va llenando de nuevos felices recuerdos y sueños y esperanzas. O sí lo sabes. Sabes que podrías haberla querido de otra manera, podrías haberla hecho feliz o tal vez no, pero no importa porque ahora es feliz al verte y tú has esperado mucho este momento porque necesitabas ser feliz. Feliz porque, sin duda, pocas veces en la vida uno se encuentra con este amor, ESE otro amor más profundo, más duradero. ESE otro amor que ni el idioma, ni la distancia, ni el tiempo sin verse pueden cambiar. Porque es ESE otro amor que llega y se queda para siempre.
Y tienes que esconderte tras la taza de té –que normalmente no te apetece beber pero que al estar con ella parece que lo llevas disfrutando toda la vida- porque se han empezado a mojar tus ojos con lágrimas cargadas de felicidad. Y eres consciente de que te has escondido mal y ella te ha visto y casi sientes que te va a estallar el pecho de felicidad cuando ves que también ella sonríe y brillan sus ojos húmedos.
Es ESE otro amor. No el amor imposible. No el amor del día a día. No el amor apasionado que te lleva a hacer locuras. No. Es ESE otro amor que nació, crece y será eterno. Tienes suerte de amar así a alguien –te dices-. Tienes mucha, mucha suerte.