XVIII
Henry volaba todo lo deprisa que podía. Atrás dejaba a sus soldados, y lo hacía con la esperanza de salvarles la vida. Al poco tiempo llegó a la ciudad escondida en las montañas. Descendió. Las naves prometidas por los ádahas acaban de llegar y estaban embarcando todos. Henry metió a todas las mujeres, niños y hombres en una y él se subió con los soldados y heridos en la otra. Les habló de lo que iban a hacer y ninguno pareció molestarse. Sabían lo que significaba, pero apoyaban a Henry, al menos eso parecía desde fuera.
Henry llamó desde el puesto de mando a la otra nave.
-Nave Sía, nave Sía...aquí el General Hassman, ¿me reciben?
-Le recibo señor. Aquí el capitán de la nave Sía. Esperando órdenes.
-Den vueltas alrededor de Sía, sin cesar. Cuando reciban la orden, decienda y vuelvan a poblar las ciudades.
-Señor...
-Hágalo Capitán. Dígale a Theis y a Ahn que se pongan
-Sí, señor.
-Aquí Ahn...aquí Theis
-Ahn, soy Henry. Voy a parar esta maldita guerra. Si todo va bien podréis vivir en paz en Sía para siempre. Os envío un mensaje para Daev por si todo las cosas salen como espero- la otro lado escuchó como empezaban a llorar
-Mil gracias Doctora. Ha sido usted para mí como una madre...
-Gracias a ti Henry, gracias a ti...
-Ahn te quiero...te quiero mucho
-Yo también. Vuelve, puede que haya otras salidas...
-Cuidaros. Corto y cierro la transmisión desde la nave nodriza Tierra- Se dirigió al piloto- Salga del sistema y diríjase a la Nave Principal de los ádahas
Salió de la cabina y se fue a la sala que se encontraba más alejada. Se puso a mirar el espacio a través del grandioso ventanal que ocupaba la pared derecha de la sala. Al cabo de media hora sonó el interfono: “Señor, contacto visual con la Nave en un minuto”.
Entonces Henry se acercó a la mesa y de una pequeña caja de madera extrajo una pistola plateada. Se apuntó a la frente y disparó para extraer su Baisa. Guardó la pistola y la Baisa en la caja. Entonces se giró y vi frente a él la imponente nave de los ádahas. Volvió entonces a realizar comunicación con la mente sabiendo que los ádahas lo interceptaría por medio de Jihe.
“Aquí nave nodriza Tierra. Al habla Prometeo, quiero negociar la paz” Hubo un largo silencio al fin habló el Hermano Superior
“Debí imaginármelo, Henry Hassman era Prometeo”
“Buscabais a Prometeo. Pues bien, aquí estoy y conmigo traigo a mis mejores lugartenientes. Vengo a pediros que os vayáis de Sía. El resto de sistemas que no controle la Federación os los podéis quedar”
“la Federación se rindió la semana pasada. Ya controlamos todos los sistemas, incluida la tierra. ¿Porqué habríamos de irnos a punto de ganar la guerra?”
“Firmaría una validación legal en la que se os daría toda la razón de vuestras posesiones frente a posibles futuros Juicios por organismos judiciales. Se os podría acusar de genocidio. Con esto validaría la rendición y vuestras posesiones”
“Pero tú tienes que morir. Es el trato. Firma también que permites que te matemos aún después de firmar la paz y todo estará en orden. Fírmalo, guárdalo en una caja con tu sello y envíanoslo. Entonces nos iremos”.
“Daev será el gobernador. Permitid que los humanos vivan en paz. Aunque sea solo allí. Ya os habéis vengado. Ya habéis ganado” No obtuvo respuesta pero sabía que lo habían recibido.
Sacó la pistola con la Baisa de la caja, encendió la computadora, redactó el tratado, lo firmó y lo metió en la caja. Allí estaba escrito el futuro de la humanidad, y de los tripulantes de esa nave. No eran sus lugartenientes. Seguramente eran solo soldados padres de familia. Pero necesitaba tripulación que pudieran contar desde la nave, o no habría moneda de cambio. Se resignó. Llamó al capitán.
-¿Si, señor?
-Coja esta Baisa, métase en un monoplaza y vaya hasta la nave “Sía”. Busque a la doctora Theis y entréguele esto. Dese toda la prisa del mundo.
-Sé, señor
-¡Corra!- le gritó mientras el hombre se giraba y salía disparado pasillo abajo.
Se quedó más de media hora mirando al vacío a través de aquel enorme ventanal. Pensaba en toda la gente que había muerto. En toda la gente que había sufrido. En las ciudades saqueadas y en todas la barbaries.
La sola de idea de haber estado en aquel horror hacía estremecer el enorme cuerpo de aquel hombre. Solo de pensar en los gritos de la gente, en los rostros torcidos por el dolor y el miedo, la esperanza perdida y el llanto de los más osados producía en los ojos del General Hassman la insufrible sensación de derrota. En los próximos diez minutos, la historia de la raza humana iba a dar su giro más definitivo. Hassman se levantó, se dirigió al espejo, miró con desaprobada opinión la carne que colgaba por el borde de los pantalones, se puso la chaqueta de Campaña, cogió la caja de encima de la mesa y salió. Avanzó por el pasillo con paso triste, la cabeza caída con la mirada clavada en la caja, sobre la que iban cayendo las lágrimas del militar. Al llegar a la Sala, depositó la caja encima de la única mesa que había, salió y pulsó en controlador de la pared que activaba la separación de la Sala de mercancías, del resto de la nave. La Sala, en cuyo vientre se encontraba el mal que pesaba sobre la conciencia del General, vagó lentamente por el espacio hasta que llegó a la nave enemiga. Allí fue inspeccionado su contenido. Una vez comprobado que en el interior de la caja estaba lo pactado se dio la orden pertinente.
El General, una vez echa la entrega volvió sobre sus pasos y se dejó caer en el sillón del puente de mando. Allí llegó la comunicación. “El trato se confirma General”. Cerró los ojos y sintió el cuerpo pesado. “Todo ha terminado” pensó. Que Dios nos acoja a todos. De la nave enemiga salió un fuerte zumbido. Después un haz de fuerte luz azul salió despedido hacia la nave Nodriza “Tierra” donde se encontraba el General Hassman haciéndola explotar.
Hassman vio llegar el haz a gran velocidad. Cuando impactó sobre la enorme cristalera del Puesto de mando todo se volvió azul. Su vida se le vino a la cabeza con millones de imágenes simultáneas carentes, de repente, de sentido en su memoria y después, nada. Solamente quedaba el ruido de la explosión que aún tardaría años en llegar a los planetas de alrededor, y el vasto espacio que rodeaba a la nave enemiga. Todo lo que después pasara, nunca lo sabremos.
Cuando estalló el capitán estaba demasiado lejos como para oírlo. Llegó a la nave Sía que se mantenía en órbita alrededor del planeta. Una vez se hubo cerrado la compuerta del hangar salió de la nave, se identificó y corrió a buscar a la Doctora. La encontró sentada en mitad de la sala de informes. Abrazaba a Ahn mientras se balanceaba para consolarla. Pero ella también lloraba, con fuerza e impotencia a la vez que susurraba “Adiós Henry, adiós”. El capitán le entregó la Baisa y vio como la Doctora la miraba como vacía por dentro. Las lágrimas corrían por sus mejillas haciendo un alto en su barbilla antes de precipitarse hacia el vestido de Ahn.
Los tanques disparaban ya contra los búnkers. Ya ningún hombre casi tenía con qué disparar y los soldados ádahas empezaron a apearse y colocarse tras los vehículos de asalto. Daev, completamente desesperado dio la orden:
-¡Cargad contra ellos, a por ellos muchachos!- Y todos los soldados salieron cuchillo en mano contra los vehículos. Sabían que no podrían llegar, y que si lo hacían iban a morir pero tarde o temprano les iba a llegar y ya no había nada más que hacer. Si los de la ciudad habían escapado con las naves la maniobra de distracción había funcionado. Si no, ya todo daba igual.
De repente, cuando aun les quedaban cien metros para llegar todas las naves pararon al mismo tiempo. Los soldados se llevaban la mano derecha a la altura de la oreja pues estaban recibiendo órdenes y de improviso todos los soldados, vehículos y naves dieron media vuelta y se alejaron.
Tras un momento de incredulidad los hombres empezaron a dar vítores, gritos y a abrazarse unos a otros. Daev miró al cielo y susurró “que el cielo te bendiga, Henry” dio media vuelta y se fue con sus hombres hacia la ciudad.
Efectivamente estaba toda arrasada por los bombardeos, pero allí no había ningún muerto ni herido. Todos habían evacuado. Empezaron a ordenarlo todo como buenamente podían hasta que una de las naves aterrizó. De ella bajaron todas las mujeres, niños y heridos. Theis corrió hasta Daev para decirle lo que había pasado.
-Henry a muerto
-Lo sé, algo dentro de mi me lo había dicho- y los ojos se le llenaron de lágrimas
-Nos envió esto para ti- y le entregó el mensaje
“Querido Daev. Gracias por haber estado ahí siempre. Aunque la distancia nos separara. Has sido lo mejor que me ha pasado jamás. De ti aprendí a amar y a ser la perosna que llegué a ser. Por ti mereció la pena seguir adelante y por ti merecerá la pena morir. Gobierna Sía con mano justa y buena comprensión. Aunque se que lo harás bien. Cuida de Ahn por favor, y de la Doctora. Los únicos humanos libres que quedais estais en Sía. Me he dado cuenta de que voy a morir sin ninguna pertenencia, así que no puedo dejarte nada. Bueno sí. Existe un lugar en Sía que me gustaría decir me pertenece. Te lo dejo en herencia hasta que sepas a quién dárselo. Confío en tí amigo mío. Te quiero. Creo que eres una gran persona. Vive con la tranquilidad de haberme ayudado incluso más allá de tus posibilidades. Y se feliz, sobre todo se feliz”
Daev se secó las lágrimas. Tardaron casi dos meses en trasladarse a la capital y acondicionarlo todo. Se encontraron con muchas familias desperdigadas por Sía. Ahora todos vivían en paz allá en la ciudad y Daev era en verdad un gran gobernador.
Cuando ya contaban tres meses de la muerte de Henry y todo estaba mejor dispuesto Daev, Theis y Ahn salieron con una nave a buscar el sitio según las coordenadas que la revuelta letra de Henry había apuntado al final. Al fin llegaron. Descendieron cerca del rió y se quedaron mirándolo. Los árboles seguían formando una burbuja natural y seguían los pájaros Tuek gritando y volando por encima. Dentro vieron a todos los asombrosos animales que Henry había visto. Vieron los restos de la casa que se hizo para vivir. Encontraron el sitio igual de maravilloso que él.
Al salir vieron en la pared de la derecha una letras grabadas en la roca.
ESTE ES EN VERDAD EL SITIO MÁS HERMOSO QUE HE VISTO NUNCA, AQUÍ ME SENTÍ BIEN, ESTOS ANIMALES NO ENTIENDEN DE GUERRAS, NI DE VENGANZA. POR ESO LES AMO. AQUÍ ME SENTÍ LIBRE, Y AQUÍ QUIERO VIVIR ETERNAMENTE. HENRY
Se quedaron un rato mirándolo, leyéndolas una y otra vez.
-Henry quería que yo heredara esto, y que luego se lo pasara a quién yo creyera bueno- Se giró hacia Ahn y le tocó el vientre. Ella sonrió al saber lo que significaba. Luego volvió a mirar hacia la pared y añadió- Tu llevas en tu vientre el hijo de Henry, hagamos de él un digno merecedor de este regalo. Hagamos aquí una tumba para Henry, y que el hijo suyo que llevas dentro conozca este lugar como el santuario de Prometeo.
Theis le agarró la mano como símbolo de aprobación y se encaminaron hacia la nave por la margen del río. Con el sol a punto de esconderse en el horizonte. Allí caminaban los tres, como una vez lo hiciera Henry, con las aguas color naranja, con una luz color cobre bañando las paredes del desfiladero, con los gritos de los animales que parecían decirles adiós. Antes de irse se volvieron a contemplarlo una vez más. Los grandes pájaros volaban por encima de los árboles, las aguas que parecían lava y las letras de la pared que brillaban con la luz. Ninguno de los tres lo dijo nunca, pero todos lo vieron: Allí, en la linde del bosque, subido a una piedra estaba Henry de niño, gordito, con los ojos verdes y el pelo revuelto que les decía adiós con la mano, se giraba y corría hacia los árboles desapareciendo antes de llegar.
Los tres esbozaron una sonrisa y se alejaron hacia la nave. Los tres pensaban en Henry, en la escuela de gobierno, riendo con sus compañeros, en la sala de curación, desnudo bajo las estrellas o arrastrando miles de hombres por el espacio con la mirada de un hombre sabio. Ahora además se llevarían el recuerdo de su escrito en la pared. Dentro de la horrible vida que Henry había llevado, ahora sabían que había sido libre. Que una vez fue feliz. Callaron todo el viaje de vuelta a la ciudad. Tampoco lo dijo nadie, pero todos ponían las esperanzas de un futuro no muy lejano en el hijo de Henry que ahora se formaba plácido y confiado en el vientre de Ahn. Y con ese pensamiento llegaron a la ciudad, y durmieron toda la noche, y en verdad agradecieron el resto de su vida el regalo que una vez les hiciera Henry. Y nunca olvidaron aquella imagen, la de un niño por fin feliz, subido en aquella piedra, con la sonrisa llenándole la cara, con la felicidad hinchándole el pecho y diciéndoles adiós con la mano.