Un día le pregunté qué sentía al escribir. Me sonrió precavido y me dijo que esperara. Volvió a ponerse los cascos y siguió como si yo no estuviera allí, como si él tampoco estuviera allí, como si nada estuviera allí. Absorto en otro mundo con sus cascos y mirando al espejo de luces que tenía delante suya. En otro lugar donde parecía vivir e inspirarse. Siempre callado para contarte cómo era aquello.
Pasaron horas y a alta noche se quitó los cascos y me observó, pensativo, con su particular mirada melancólicamente alegre. Empezó a guiarme. Me señaló que me fuera hasta la cama de su cuarto situada justo enfrente de la ventana. Debían ser las 3 de la mañana. Empecé a recostarme y me indicó que mirara hacia una triste farola que vagaba brillando al lado de un balcón. Volvió a por sus cascos y se acerco hacia mí. Era realmente extraño verle en esa situación, parecía robótico, no acostumbrado a encontrar interés en su realidad.
- Toma, póntelos y piensa en algo alegremente triste. – Me dijo y se quedó callado. Como siempre.
- ¿ Alegremente triste?- Respondí.
No obtuve respuesta.
Empezaron a gritar los cascos y comencé a mirar fijamente a aquella solitaria farola, a las 3 de la mañana, en aquella solitaria y oscura habitación. Acompañado de otro solitario que se había escapado ya. Con poca convicción empecé a pensar en momentos que me recordaran a sus palabras.
Pensar a la luz de la soledad.
Acabé llorando. No sé por qué. De felicidad, de tristeza…de estar triste por haber sido feliz…De llorar
Era realmente bello escribir.