—Muy bien —dijo el agente de seguridad a la retenida—. Ayer fui demasiado blando contigo, pero hoy te aseguro que me dirás para quién trabajas.
Los rayos de la luna perlada que penetraban por la ventana eran la única fuente lumínica de la habitación, hecho que le otorgaba al joven un aspecto etéreo.
—Los de arriba ya están cansados de tu silencio. Y si ellos lo están, imagínate cómo ando yo... Tienes mucha resistencia, sí. Pero ahora me lo vas a decir, o no creo que esperen mucho más para deshacerse de ti.
La joven emitió un sonido gutural, ininteligible. El agente le propinó una sonora bofetada.
—¿Para quién trabajas? Venga, dímelo. Déjame ayudarte, no seas terca a estas alturas. ¿Para quién trabajas? Si me lo dices ahora, prometo negociar un buen trato para ti.
No puedo decirte nada, pensó la joven. No sigas porque no puedo, por favor.
El agente se puso un guante de cuero reforzado con acero. Vio la silueta de la joven de pelo largo en una silla de madera. Se mordió el labio.
—Es mi última advertencia. ¿Para quién trabajas? — Al ver que la chica no decía nada empezó a golpearla incansablemente hasta que el guante se tiñó de rojo—. Dilo (Zas!). Vamos (Zas!). Puedo estar así todo el día (Zas!).
El agente empezó a jadear y se retiró unos metros. La joven sollozaba compungida. Sentía el hierroso sabor de la sangre emanar de su boca. No puedo decírtelo, se dijo. Haz lo que tengas que hacer, pero no puedo.
Se quitó el guante y estudió minuciosamente sus nudillos. Le dolían bastante. Salió de la habitación farfullando para sí. Mientras la chica tragaba la sangre como podía oyó el sonido del agua brotar en el cuarto contiguo, del que también provenían uno quejidos ahogados. Era fácil escucharlo porque todo restaba en absoluto silencio, y desgraciadamente para ella, los sentidos se le agudizaban más a cada segundo que pasaba. El hombre volvió a entrar por la puerta y al darle de lleno los fluorescentes del pasillo se hizo claramente visible una larga cicatriz en su rostro que cortaba verticalmente su ojo derecho. Cerró la puerta y se le acercó lentamente.
—Eres una cara dura — se río-. Me duele la mano por tu culpa.
La joven seguía gimoteando, revolviéndose, atada por la espalda por unas cuerdas desgastadas de dos centímetros de grosor.
—¿Significa eso que también te duele? Piensa que a mí me queda la otra mano. ¿Pondrás tú la otra mejilla?
El agente se colocó el guante en la mano izquierda y se acercó a la silueta agitada de la chica.
—Ahora lo haremos distinto. Ya sé para quién trabajas, todo esto no ha sido más que una lamentable pérdida de tiempo. Lo que realmente les interesa es otra cosa. Y Dios sabe que la vas a responder o dejarás la vida en estado sedente. De verdad que no entiendo tal tozudez.
No soy terca, pensó la chica. Simplemente no puedo hablar. La joven emitió otro sonido gutural con todas las fuerzas que le quedaban.
—Está bien, juguemos pues. Dime (Zas!). Si le sigue (Zas!). Odiando (Zas!). ¿Le sigue odiando? Vamos, responde. No quiero que nos haga más daño.
Las mejillas de la chica ardían y sangraban por igual. Varios moratones empezaban a coger color, aunque a causa de la oscuridad permanecían inadvertidos por su atacante. Al empezar a temblarte la barbilla sintió que algunos de los dientes se estaban moviendo, colgando sólo por parte del nervio.
—¿Por qué? ¿Por qué te niegas a responder? ¿Tienes algún pacto de lealtad? ¿Crees que alguien vendrá a salvarte? Nadie conoce este lugar, y cuando digo nadie, me refiero a nadie. Ni yo lo sé exactamente. Me llevan cuando tengo que trabajar maniatado y con una venda en los ojos. No es algo que me guste, pero a veces, tenemos que hacer cosas que no nos gustan. ¿Lo entiendes, verdad? Me voy a quitar los guantes porque me duele más pegarte con ellos puestos. Te aconsejo que me hables cuánto antes. Tus heridas aun pueden tratarse. Las mías ya no.
La chica volvió a sollozar.
—¿Y ahora por qué lloras? Sólo quieren saber si eres una agente doble. Me han dicho que te atraparon hace unas semanas saliendo de uno de los almacenes de la compañía. Ibas sola. Me llamaron hace dos días porque te resistes a responder. Estoy confundido con tu aguante. Debe ser algo muy grave para que no sueltes prenda. Quieren saber si le sigues odiando. Si te burlas de él. No sé de qué va el tema exactamente. Te cito las preguntas textualmente. Saben para quién trabajas, pero no el motivo. ¿Estás con nosotros o con ellos? ¡Dímelo!
La prisionera se sorbió los mocos que se mezclaron con la sangre al bajar por la garganta. Termina cuánto antes, pensó ella. Un sonoro jadeo viajó por la habitación.
—¿Por qué no hablas? Créeme, no quiero estar aquí. Estoy desquiciado. Me tienen cogido por los huevos. Saben que haré lo que me pidan, incluso si se trata de darte una paliza estando indefensa. Pero algo me dice que eres distinta. Te lo pido como favor, responde. Sólo dime algo. Di cualquier cosa. Deja de burlarte de mí.
La chica gimoteó tan fuerte como pudo.
—Está bien. Lo he cogido, me voy. Les diré que no sabes nada, y tendrás una muerte rápida. Supongo que es lo mejor. No sé qué harán conmigo. Ojalá quitarme la vida fuera tan fácil como eso.
La joven se meneó con tanta fuerza que la silla acabó cayendo de lado.
—¿Y ahora, qué haces? Déjalo, anda. Es tarde para eso. He tomado una decisión.
La chica bramó, una y otra vez, hasta quedarse sin aire en los pulmones. Impotente, veía al agente acercarse peligrosamente a la puerta. Berreó entre las lágrimas cristalinas del exterior y las rojizas que resbalaban por sus adentros. Emitió tal sonido que lo hizo girar, se la quedó mirando y negó con la cabeza unos segundos. Salió y cerró la puerta detrás de él.
Cariño, no te vayas. No puedo hablar estando amordazada, pensó la joven.