Érase que se era, un triglicérido amanerado que tenía dilemas morales que le robaban el sueño, parte de su sueldo y quién sabe cuántas cosas más.
Pero a mí los triglicéridos me dan igual, porque en mi última analítica me salieron a unos niveles muy adecuados. Así que tendré que centrarme en otra cosa. En el esturión sin ojos, por ejemplo. Pero es que solo pensaba usarlo de título.
Contaré otra historia. La historia de un trébol marginado. Desde pequeño sufrió mucho, su infancia fue de lo más traumática, lo cual es significativo si tenemos en cuenta que los tréboles son conocidos por tener infancias difíciles. Lo demostró un sabio en el siglo XVI. ¿O fue en el XVII? De cualquier modo, el sabio está muerto, a no ser que se trate de algún zombi, vampiro o similar. Un vampiro tiene más glamour, las cosas como son. Uno seguro que si tiene que elegir entre ser zombi o vampiro, escoge esto último. El morder y robar sangre suena bastante bien, y tienen ese halo de misterio y atractivo que hace que mole. Un zombie no. Un zombie hace... no sé, cosas de zombis. Es que nunca me he parado a preguntarle a uno. Sé que es una falta de respeto hacia vosotros por mi parte, debería documentarme antes de escribir este tipo de cosas. La bibliografía, Mello, la bibliografía. Estos años de estudios deberían haberme servido para algo más que para aprender a decir cognitivo semántico o heteromorfo transdisciplinar.
Por cierto, Munch me gusta. El tío estaba mal de la cabeza, lo cual ya hace que me solidarice con él. Y el grito me encanta. No es un cuadro hermoso, pero es un cuadro muy humano. ¿Nunca os habéis sentido así? Como si a vuestro alrededor todo se vieniese abajo y solamente un grito escapase de vuestra garganta, o quizás viene de lejos, de todas partes y al mismo tiempo de ninguna. Y cierras los ojos, mientras caes al suelo y suplicas pidiendo desaparecer, de ese momento, quizás para siempre.
¿Y el odio? ¿Nadie dice nada del odio? Yo debería odiarlo. Debería odiarlo con todo mi ser, vomitar mi odio en su rostro, para que dejase de emponzoñar mi alma. Pero no hay odio. Solo hay dolor. Intenso, que se instala muy dentro de mí, adherido a mi propio ser. Y se ríe de mí. Y yo me río de él. Y es una risa macabra, desesperada, una risa que quiere matar y morir, que quiere acabar con todo y perderse en los abismos del infierno.
Pero me levanto. Y no hay nadie. No está él. No estoy yo. No hay nadie. No hay nada. Me muevo, pero no hay espacio por el que desplazarse. Me llamo a mí mismo, e intento recordar en qué momento de mi vida me convertí el lo que soy. ¿Fue ayer? ¿Quizás aún está por llegar? Ah, las dudas, las incógnitas, los interrogantes. Se almacenan hasta asfixiarte, se empujan unos a otros hasta arrinconarte en una esquina, tembloroso, temiendo a las respuestas inexistentes, al motor de una vida que nunca fue creada, la de ellos, la de todos.
Y al final debería haber hablado del esturión sin ojos. Seguro que llevaba una vida de lo más alegre. Se puede ser feliz sin ojos. Pero también se puede ser feliz con ellos. Yo, por si acaso, prefiero conservar mis ojos por ahora.
Y así termina esta cosa, este intento de escribir sobre la marcha sin pensar y que tendrá nombre pero ahora mismo ignoro cuál. Buenas noches, vigilad vuestra espalda. La bestia nos espera. O ya la espero a ella. ¿Acaso importa?