Vivimos rodeados de supuestas protecciones. Como las ciudades que llenan sus edificios de espinas para que las palomas no arruinen sus bonitas cornisas. Como las oxidadas vallas que pueblan los solares. Las rejas de las ventanas. Las cámaras de vigilancia en las esquinas. Rodeamos todo con la tranquilidad del acero, la elocuencia de la seguridad. Forramos nuestros móviles con fundas flexibles de colores. Para personalizarlos, dicen. Compramos fundas para nuestros sofás, nuestros abrigos caros, los bolsos, los libros, los colchones, las motos. Envolvemos todo en esas tristes telas monocromáticas para conservar en su interior la eterna belleza, hacer eterno lo efímero
¿De qué me sirve conservar para siempre las cosas bellas sin no puedo contemplarlas?
Maldigo las cercas, las verjas, las barreras. Aquellos que las construyen no han sentido nunca el abrazo del mar sobre su cuerpo desnudo. Abrir los ojos bajo el agua salada. Sentir. Vivir sin miedo, con los brazos abiertos ante las olas. Vivir sin miedo al paso del tiempo, a la inexorable y natural erosión de las cosas. Mis arañadas y pálidas botas han pisado más paisajes, más asfaltos, que cajas de cartón habitaron. Y son esas secretas heridas las que más historias cuentan de una vida vivida a la intemperie en lugar de en el refugio de lo cotidiano.
Maldigo la protección del plástico, el cobijo de un paraguas. Que vivan las cicatrices, el polvo, las arrugas. La lluvia sobre el rostro. La voz de los desconocidos. Los nuevos meridianos. Que vivan las vidas sin envoltorios y aquellos que se lanzan a vivir intensamente cada uno de sus días.