Inerte

Cuando era pequeña, solía dar vida a todo lo inanimado. La espuma de la bañera, que chisporroteaba en contacto con mi cuerpo, la creía como seres diminutos que estallaban súbitamente. También las gotas de lluvia, que se juntaban una a una hasta formar una sola, con tanto peso, que era inevitable su viaje a lo largo de la ventana.

También creía que tenían vida propia las heridas de mis rodillas, con glóbulos blancos disfrazados de policías y plaquetas regordetas, como podía ver en los dibujos animados.

También veía vida en mis muñecas, que charlaban y jugaban entre ellas ante mi presencia e, incluso, mientras dormía. O vivían para mí las motas de polvo en suspensión, visibles a través de los rayos del sol que entraban por el ventanal de la terraza, al volver del colegio, justo antes de comer.

También creía que mis ojos podían ver la vida microscópica, a simpe vista. Y creía que los puntitos que se movían ante mis ojos cuando miraba durante mucho tiempo al cielo, eran seres diminutos que llenaban la atmósfera.

Inevitablemente, creía en Dios. Y creía también que, deseándolo con todas mis fuerzas, él haría que sucediera.

Así pues, perdí la inocencia. Y ví que nada de lo que yo creía existía. Ni nada de lo que me rodeaba tenía vida. Y, lejos de creer que todo era triste, hoy veo las cosas como son y sigo recordando que las cosas más inertes, también podemos darles vida sólo con la chispa de nuestra imaginación.
Menos mal que la última línea tiene ese toque optimista. Esa forma de narrar la inocencia infantil y su pérdida se estaba poniendo realmente triste.

Es un texto precioso. Me ha gustado mucho.
A los adultos nos falta ser un poco más niños muchas veces... :)
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