Yo no tuve la culpa de clavarle aquel puñal por la espalda... de hecho, el puñal no existe. Ni existe esa espalda. Por eso sé que no tuve la culpa. Que tú me digas ahora, que ese cuerpo que se entibia en el suelo ha muerto por mi culpa no hace más que demostrar tu afán manipulador, tus ganas de cambiar la realidad.
Yo no tuve la culpa.
Tú lo has hecho, tú mismo. Mira tus manos, si abres los ojos las podrás ver manchadas de sangre. Yo no tuve la culpa, no existe el puñal, no existe la espalda.
Mira, mira bien. Tú lo has hecho.
Yo sólo hablaba. Yo sólo decía lo que pensaba. Y lo dije claro, para que tu diminuto cerebro pudiera comprender lo que intentaba explicarte. Mis palabras eran sencillas. Incluso tú deberías haber llegado a entenderlas.
No te quiero.
Te dejo.
No voy a seguir viviendo así, aquí, junto a ti.
Palabras fáciles. Y no las entendiste. O sí lo hiciste, pero no quieres reconocerlo.
Por eso ahora me gritas, por eso ahora no dejas de gritar que la culpa fue mía. Que tengo toda la culpa. Y yo ya no puedo responder, ni moverme y empiezo a dejar de sentir el frío de los azulejos del suelo.
Mi hijo, lo único bueno que me has dado, mira desde el quicio de la puerta. Y te escucha gritar, una y otra vez, que la culpa la tuve yo.
