Me fui a recorrer el mundo. Me bañé en el Mar Negro, visité las pirámides, el Taj Mahal y el Machu Picchu. Recorrí la Gran Barrera de Coral, recorrí París, Venecia y el Acrópolis.
Fui al Vaticano a buscar la ayuda del Papa, pero nada. Abracé un jesuita, un misionero, a Richard Gere y a un calvo con túnica que le acompañaba. Tampoco.
Fumé incienso, crack, esnifé pegamento con unos chavales que jugaban a fútbol en una barriada de Río de Janeiro, bajo la atenta mirada del Cristo Redentor, y luego me follé una monja. Ni rastro.
Perdí el conocimiento en la cima del Everest, experimenté un trance vudú con una médium haitiana, y me perdí en la Antártida. Probé a rezar a todos los Dioses, Santos y Demonios que ha conocido el hombre, y cuando me rescataban maldecía a todos los demás.
Pero tampoco lo encontré.
Así que, decepcionado, emprendí el camino de vuelta a casa. Allí vi que me esperabas.
Me miraste a los ojos y, sin apenas dudarlo, te besé.
Ahí estaba mi paraíso, mi cielo, mi alma. Mi diosa, mi hada, mi ángel de la guarda.