Tenía un libro con las páginas en blanco y las tapas de cuero. Lo llamaba "el Corán", por sus inscripciones de motivos vegetales en la portada trazados con tinta dorada. En él apuntaba todos sus sueños. Desde las cosas más grandes a las más pequeñas. Viajar a Nueva Zelanda. Aprender chino. Coger una barca en el Retiro. Hacer una foto al amanecer. Así se veía obligado a nunca dejar de soñar. Según iba cumpliendo esos sueños, los tachaba para apuntar nuevos. Y en este proceso eterno, descubrió que nunca dejó de crecer, con cosas pequeñas y grandes, hasta no hacerse viejo nunca.