Fue un martes a las tres y media de la mañana. Llovía en Buselas. La ciudad de repente se había convertido en el lugar más frío y asolado de la tierra. Era el principio del otoño y no había nadie por la calle, excepto por unos cuantos borrachos y ella. Se subió a un taxi con el corazón hecho jirones. Trataba de contener las lágrimas mientras decía al conductor la dirección a la que quería llegar. En realidad, lo que quería era correr tras la persona que acababa de perder... Correr, volver a tocar su hombro, volver a sentir su respiración, volver a oír su voz por un sólo instante más. Correr, volver a ver sus ojos, tocar su pelo, reír con él, abrazarle...
Cuando el conductor arrancó, las lágrimas desbordaban sus ojos, y entre manchas difusas, logró reconocerle. Estaba cruzando justo la calle. Ahogó un grito, gesticuló con las manos, pero él no le vió... Le tiró un beso, como última acción desesperada, esperando que al menos aquel estímulo lo alcanzara. Pero cruzó la calle tan lloroso como ella, tan sólo mirando las monótonas líneas que se sucedían en el paso de cebra.
Y así, con la mano derecha contra el cristal, ella se fue a su habitación vacía. Como en las películas, con las maletas hechas, con el colchón y las paredes desnudas, con una sola bombilla pendiendo del techo, con el eco de este teclado, espera a mañana, para volver a huír. Para volver, abandona el que se hubiera convertido en su hogar. Y deja a tantos amigos detrás que teme olvidar sus voces tan pronto como olvidará esta madrugada en la que no paró de llover en Bruselas...