Siempre me habían fascinado las fotografías de neveras de los catálogos. Aquellas neveras blancas, inmaculadas, con su zumo de naranja en una botella de cristal en la puerta. Con sus envases sin marcas, perfectamente combinados. Su bol de fresca ensalada. Sus huevos alineados en la puerta y todos aquellos colores perfectamente conjuntados, complementarios, hermosos.
El contenido de aquellas neveras en nada se parecía al que solía encontrar en la mía. Aquel medio limón completamente seco en su interior y con la piel ligeramente marrón. Aquella olla metálica en cuyo interior se escondían las sobras del día anterior. La fuente con unos cuartos traseros de pollo. Las medicinas que necesitaban frío en la puerta, junto a los sobres de ketchup extraídos de algún McDonald's. Aquel perpetuo bote de mayonesa. Sin embargo, igual que en aquellas neveras, tampoco existían las marcas. Al abrir la puerta podías percibir cada uno de aquellos alimentos, con sus olores mezclados en la pequeña atmósfera que se creaba en su interior.
Recuerdo el tirador ligeramente rajado. Y las miguitas de pan que solían acumularse en la goma, bajo el congelador. Aquel congelador forrado de hielo. Con su cubitera de plástico, siempre llena de hielo y cubierta por una ligera escarcha.
En aquellas fotografías no había cabida para el caos. No existía la caducidad, la suciedad o la muerte. Era cómodo pasar el rato observando aquellos catálogos, imaginando que, en realidad, en algún lugar, existían neveras así.