Solía caminar por una calle familiar
a pesar de desconocer su nombre.
A cada paso que daba, desprendía
un pedazo de su alma en los rincones
de aquella ciudad.
Se quedó prendida una parte
en los reflejos de las ventanas
en el suelo de una calle angosta.
También en el muelle donde
una pareja de enamorados se besaban
mientras el sol se ocultaba tras las torres.
En la plaza empedrada, rebosante de gente,
se quedó un pedazo en el bullicio
de su mercado de flores.
Quizá perdió también a medianoche
un destello de su alma en el acento
del vendedor de gofres de chocolate.
Así fue dejando un trozo de su ausente
cuerpo en cada invisible lugar,
y se deshizo, a bocanadas de aire,
fundida ya con ellos, como el bronce.