Siegan implacables los dorados campos
los hombres agachados bajo el sol.
Se mecen espigas bruñidas en tanto
tiempo guardadas en mi corazón.
Pasan ráfagas de aire desde mis cabellos
hasta la punta de mis dedos.
Así se desliza por mi cara
que se estrella contra el suelo, la lágrima.
Así, aquí pasan las horas,
los minutos, los días, las lunas.
Y me despierta el crujir de la dura
piedra contra la que descansa mi espalda.
Al abrir los ojos recuerdo:
me hallo aquí encerrada
sola, en tinieblas, atino el graznido
a escuchar, como única compañía, del cuervo.
Aquí sola, viva y enterrada
a la espera de que esta losa abra
el único amante de mis deseos:
Romeo.