Habían llegado temprano a la plataforma de lanzamiento. Branco siempre quería ser puntual, aunque a veces pecaba de precavido. Con dos horas por delante facturaron el equipaje y dieron una vuelta por la terminal.
Se dice que andar bajo las enormes cristaleras es una experiencia única. La cúpula —o Domo, como lo quieren llamar los puristas— es de una grandeza y hermosura indescriptible. La cúpula no tendría ningún interés especial si no fuera por la luna de Orión, pues se convertiría en un techo hemisférico más. Sin embargo, gracias a la belleza natural de la luna rojiza, su luz atraviesa la cubierta con una intensidad hipnotizadora, hasta el punto de que muchos viajeros pierden sus lanzaderas por quedarse embobados mirándola.
Echados en las tumbonas contemplaron la bóveda carmesí. Mientras, el servicio de megafonía iba informando de las distintas llegadas y salidas, y a medida que pasaba el tiempo, aquella voz artificial tan relajante y suave llegó a desvanecerse en la atmósfera como un suspiro, hasta que dejaron de escucharla.
El sentido de la vista ocupaba todo el protagonismo. Y no era para menos.
Orión era una de las lunas más famosas de toda la historia. Aparentemente tan sólo era una enana de la galaxia de Magallanes, pero en su composición albergaba un misterio. En realidad, por aquél entonces se desconocía casi todo acerca de su morfología, todo excepto que tenía una característica única e irrepetible. Nadie sabía cómo ni por qué, pero a diferencia de otros satélites que proyectaban la luz de astros cercanos, Orión; poseía una fuente de energía intrínseca que desprendía una luz rojiza con un amplio espectro de tonalidades.
Los primeros exploradores ya quedaron prendados de su exótica belleza, y no era de extrañar que unos siglos más tarde se decidiera por una unanimidad crear una estación en su órbita. Dicho enclave estratégico que interconectaba miles de vuelos diarios fue durante mucho tiempo el lugar más septentrional del espacio conocido.
Sea como fuere, aquella decisión marcó un antes y un después en el turismo interestelar, convirtiendo la región en la más visitada del cuadrante. Orión era especial. Lo sabían los científicos que estudiaban su composición, y lo sabían también los turistas más provincianos venidos del interior. Todos estaban de acuerdo que su belleza no dejaba indiferente nadie.
Karoi se terminó el refresco de un trago. Miró a su acompañante y suspiró. Luego volvió la vista al cielo. Podía sentir cómo el calor del satélite cruzaba el entramado de espejos y cristaleras hasta llegar a su piel. Debajo de aquella intensa luz su cabello antes castaño ahora era bermejo; y sus iris eran un espejo de su corazón ardiente. Aquella agradable sensación la tranquilizó.
Inspiró profundamente y dijo:
—¿Me quieres?
Branco torció sus ojos del firmamento y la contempló extrañado. Estaba tan ensimismado observando la luz intermitente de Orión que no podía asegurar si lo que había escuchado era algo real o una imaginación inoportuna. Vio que Karoi también estaba absorta mirando a través de la cúpula y pensó que se trataba de una ensoñación. Iba a alzar su mirada de nuevo, cuando se dio cuenta de lo bella que era bañada por la luz rojiza.
En aquél momento advirtió una ligera contracción en su rostro.
Al escuchar aquella pregunta Branco había sentido un escalofrío, y ahora sabía que era de verdad. Que los labios de su Karoi le preguntaron si la quería, de verdad. Primero echó la culpa a la luna y luego se la echó a la bebida, pero cuando se dio cuenta de que estaba casi llena, sintió temor. Un miedo irracional que no podía comprender y que sentía cómo lo conquistaba lentamente. Sin embargo, aquella implosión no trascendió en la respuesta que le dio cuando creyó ser capaz de hablar con normalidad. Sin apartar la mirada de aquella silueta, inquirió con un: «¿Qué importa?», que sonó tan frío como forzado.
Karoi, sabiéndose observada, se quedó en silencio unos segundos. Tiempo que dedicó en pensar una respuesta que no aumentara la debilidad que había mostrado anteriormente. Pese a ser una mujer independiente y dura, no le gustaba exponerse a tal vergüenza ni a la vulnerabilidad que se podía sentir cuando se amaba a alguien.
Pensaba y pensaba, pero no dejaba de acordarse de él rodeándola con los brazos en la cama ni tampoco podía dejar de recordar lo que habían vivido en las últimas semanas. Sabía que se querían, que se echarían de menos, pero necesitaba una confirmación hablada, algo que pudiera escuchar con palabras. Una simple frase. Una respuesta sencilla que no estuviera sujeta al lenguaje corporal ni a un análisis exhaustivo del comportamiento. No se le ocurrió nada, y con algo de temor, respondió:
—Siempre me lo he preguntado. Y no sé, ahora me gustaría saberlo.
Después de declarar sus intenciones, no pudo sentirse peor. Había hablado tal cual lo pensaba, y literalmente se imaginó arrancándose el corazón del pecho y sirviéndoselo en una bandeja. Estaba expuesta, y se sentía frágil. Completamente vulnerable, ya sin escudos ni barreras, cualquier cosa podría afectarla. Un comentario producto de la ignorancia, o mucho peor, un premeditando silencio de indiferencia
Branco vaciló. La estaba observando durante todo el rato. No le había quitado ojo, y aún así, creía estar bajo la influencia alucinógena de Orión. ¿Qué otro motivo podía haber, si no, de semejante pregunta? ¿Y por qué hacerla en aquél preciso momento? Tenía la desagradable sensación de que su estómago se estaba deshinchando y que la seguridad en sí mismo se escapaba por dicho agujero.
Volvió a mirar al cielo y no encontró consuelo.
—No lo sé —repuso.
Karoi apretó los labios. La llama de sus pupilas no era tan intensa como la de unos segundos antes. Cansada de observar cerró los ojos e imaginó que Branco se levantaba para echarse con ella, mientras la rodeaba con sus brazos.
—Está bien —dijo—. Aún falta un rato para que me vaya. Si quieres, puedes irte.
El estómago de Branco había dejado de existir. No ocupaba lugar en su cavidad abdominal y tampoco lograba sentir otra cosa que no fuese un vacío enorme producto de una gran fuerza de atracción que concentraba su pena en un único punto. No sabía cómo había llegado a ese extremo y no le gustaba.
—Me quedaré hasta el final —dijo él.
—No tienes por qué hacerlo.
—Pero quiero… —repuso.
Karoi sonrió. Empezó a reír y progresivamente aumentó la intensidad de su risa, con un ataque que hizo que varias personas se girasen. Paró en seco con un semblante irónico. La tonalidad de sus ojos volvía a ser de un rojo intenso, con infinidad de llamas de hidrógeno que circulaban por su iris.
—Está bien. Quédate.
Su tono de voz pareció amenazante, como si preparase una venganza, como si tuviera la intención de levantarse y alejarse sin la menor muestra de afecto, dejando a aquél individuo con el que había compartido tan intensamente sin oportunidad a decir nada. Abandonado.
Continuaron mirando el cielo en silencio.
Branco veía una bola de color rojo, tirando a rosado. Para él, el satélite no era más que una esfera que emitía luz. Una luz que cada vez encontraba menos atractiva. En cambio, Karoi, veía una bola de fuego que flotaba en el cielo. Sentía como el calor penetraba en su pálida piel y la llenaba de energía. Se estaba literalmente alimentando de ella.
Poco después, la voz de Branco la interrumpió de una de sus fantasías de venganza. Karoi llevaba rato imaginando cuál sería la forma más cruel de despedirse. El joven le había preguntado: «¿Y tú, me quieres?». Aquellas palabras dejaron a Karoi estupefacta, y si bien hubiera respondido con toda franqueza un sí rotundo, aquella nueva sensación que albergaba su cuerpo y que le hacía sentir genial y superior, hizo que se olvidara por completo de la pregunta, y en consecuencia de él, ignorándolo completamente.
Branco hacía rato que no estaba cómodo. En primer lugar no le gustaban las plataformas de lanzamiento. Era consciente de que millones de personas las usaban a diario —incluso él, había hecho uso de las mismas en alguna ocasión—, pero tenía la sensación de que era un error. Para él, relacionarse con viajeros interestelares era algo de lo que siempre había renegado. E irónicamente allí estaba, aguardando a que su compañera se marchara.
El hiriente silencio de Karoi le hizo sentir un pinchazo en el hueco donde anteriormente se encontraba su antiguo estómago. De alguna forma, se alegró de saber que seguía sintiendo, aunque el resultado no fuera agradable. Se preguntó qué sucedería una vez ella se marchara. Imaginó que se erigiría una coraza de hielo que le impediría padecer cualquier emoción, pero no podía asegurarlo. Era tan novato como ella, y todo eran hipótesis.
—Olvídalo, estaba pensando en voz alta. No sé ni por qué lo he dicho. ¿Me oyes?
Sobrevino un silencio.
Orión tamizaba el suelo de la plataforma con reflejos de rojo y oro que se movían a voluntad, entre destellos, como luciérnagas diurnas de fuego. Duraban tan sólo un instante, y desaparecían para volver a surgir nuevamente.
—¿Sabes? —dijo la chica—. Para mí fuiste el primero. ¡Sí! El primero… ¿Sabes lo que significa? Que tal vez no vuelva a sentir ni a estar con nadie más en toda mi vida.
La esperanza de vida rondaba los treinta mil días, no muy superior a la de finales del siglo XX, donde se logró un récord universal. Pese al gran avance científico, la carencia de vitaminas naturales y de exposición al Sol, fuente natural del desarrollo bioquímico del organismo, causaron un estancamiento biológico.
—Tú también lo fuiste para mí —contestó Branco, llevado por una especie de entusiasmo.
—¿De verdad?
—Sí —aseguró el joven.
—¿Por qué? No lo entiendo… Tú eres un…, me refiero a que… ¡Tú no tienes que viajar! Tienes la suerte de ser un ciudadano. No lo entiendo…
Los viajes interestelares fueron la máxima expresión tecnológica de la era. Pudiéndose salvar distancias entre galaxias, los más aventureros se embarcaban en misiones comandadas por expedicionarios que buscaban la fama como los antiguos exploradores de la edad media. Si bien gozaban de mucho éxito había un grave inconveniente. La velocidad de las naves seguía siendo un factor limitante, por lo que en el transcurso de una vida tan sólo se podían realizar uno o dos viajes de significante distancia.
—¿Tan difícil es de comprender, Karoi?
—Puedes elegir.
—Sí, y elijo no conocer a nadie.
—¿Pero por qué…? Pudiendo conocer a multitud de personas, con infinidad de historias…
—Porque sería como no haberlas conocido.
Karoi lo miró con la expresión confundida. Ella quería descubrir el universo y se veía obligada a marcharse. En pocos minutos tomaría parte en una gran aventura: conquistar el cuadrante más alejado de la nebulosa de Pegasus. A sus dieciocho años no había conocido nada aparte de la historia de su antiguo hogar, la tierra. Sabía que la persona que encontrara un nuevo hogar para los millones de personas desperdigadas por estaciones espaciales sería la más famosa e importante de toda la historia de la humanidad. Ansiaba ser ella la que salvara a los hijos del sistema solar.
—No logro comprenderte.
—No importa.
Branco había visto a muchos viajeros a lo largo de su vida, pero pensaba distinto a ellos y no le interesaba conocerlos. Y así fue hasta que pocas semanas antes conoció a Karoi, una recién llegada al curso formación para principiantes. Su belleza e inocencia le llamaron la atención desde el primer momento y su clara determinación terminó por conquistarle.
Él la ayudó en todo lo que pudo y le explicó todo lo que conocía referente a las misiones. Ella, que acababa de salir de su estación natal, no tardó mucho en profesarle cariño y respeto. Empezaron una relación que duraría lo que tardase en marcharse. Tres semanas después, allí se encontraban, para despedirse.
Branco se contuvo. Quería decirle que no entendía por qué tanto empeño en encontrar un nuevo planeta o indicios de vida en los parajes más remotos del universo. Que la esperanza de la humanidad no era encontrar un nuevo sol ni emular una tierra, sino los seres humanos. Cultivar un amor, una relación que durase más que unas pocas semanas. No entendía esa fiebre que consumía los corazones y el tiempo de sus coetáneos. Eran muy pocos los que pensaba como él, y eran considerados raritos.
Los ciudadanos como él se encargaban de mantener las estaciones y todas las plataformas para que los viajeros no tuvieran problemas. Elegían su condición con la mayoría de edad y la decisión era irrevocable.
A Branco le parecía bien así.
Tal vez sus compañeros ciudadanos no le relatarían las maravillas de los mundos inexplorados ni le harían partícipe de su patrimonio, pero él mismo buscaba otro tipo de riqueza. Sabía de la verdadera esencia y quería embarcarse en la apasionante tarea de descubrir los misterios del ser humano. Porque creía que los ojos de un ser amado son más profundos que el universo entero; y así lo descubrió con Karoi.
No dijo nada hasta que la megafonía anunció el mensaje.
—¡Ha llegado mi convoy! ¡Por fin…! —exclamó exultante la chica.
—¿Qué si te quiero dices? —pensó—. ¡Pues claro que te quiero! Es más, ¡te amo! ¿Pero qué importa lo que sienta? ¿Qué importa lo que pueda sentir, si tengo la certeza de que jamás te volveré a ver? —aunque lo que realmente dijo fue—: Está bien, te acompaño a la puerta de embarque.