El mago deambulaba por la oscuridad. Ni todo su conocimiento le servía de nada en aquel horrible lugar. Sus enemigos, temerosos de su poder y creciente influencia en el imperio, habían triunfado en su empresa de atraparle en una bolsa planar muy especial: una prisión para hechiceros donde ni la magia más poderosa servía de nada. Nylonathathep pasó largo tiempo intentando doblegar la realidad, intentando desesperadamente abrir una puerta a Tamriel o a cualquier otro lugar: cualquier destino le parecía mejor que aquella dimensión muerta. Sin embargo, tras meses de infructuosa lucha, de amarga impotencia ante la inmutabilidad de la negrura que le rodeaba, fue dándose cuenta de que se encontraba completamente atrapado, y que lo más probable era que languideciera en ese espacio vacío por toda la eternidad.
Podían haber pasado días, meses, años o incluso eones. Resultaba imposible saberlo en aquel infierno extraño. No sabía cuánto tiempo habría pasado en Tamriel. Incluso si llegara a volver, podría encontrarse con un mundo completamente cambiado, donde todo aquello que le importaba hubiera sido engullido por siempre en las nieblas del olvido. Sumido en esas cavilaciones, el mago fue perdiendo poco a poco la esperanza y la voluntad de perpetuar su lucha.
Ya que no podía abandonar aquella prisión físicamente, sería su espíritu el que encontraría la libertad. Sería rápido, indoloro. Hay mil maneras de sufrir una muerte instantánea cuando te dedicas a jugar con la magia: basta un pequeño error para que un conjuro te estalle en la cara, a veces de forma literal. Lo único que Nylonathathep debía hacer era lanzar erróneamente uno de los conjuros que tantas veces había utilizado, y entonces podría descansar, olvidar...
El mago levantó lentamente su mano derecha y un
fuego azulado empezó a brotar de sus dedos. Incluso en aquella situación, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Resultaba cuanto menos curioso que el mismísimo Nylonathathep Shamaroth, el archimago más poderoso que había conocido Cyrodiil en su historia reciente, acabase su existencia saltando en pedazos por un conjuro mal lanzado.
Tras una pequeña y sombría risa, el mago empezó a pronunciar el encantamiento que acabaría con su vida. En el último momento, sin embargo, notó algo que le hizo detenerse en seco, disipando el poder que estaba a punto de liberar.
Sería imperceptible para cualquiera que no fuera un mago... y aún así ni siquiera Shamaroth habría sido capaz de sentirlo si no fuera por su largo confinamiento en el vacío. Había percibido existencia.
Tras lo que le había parecido una eternidad agonizando en el vacío, el mago atisbó, en su momento más desesperado, un rayo de luz, una esencia que parecía llamarle, tirar de él hacia la salvación, hacia Tamriel. Casi enloquecido por aquel descubrimiento, por aquella mota de esperanza en su oscura prisión, se sintió tentado de liberar todo su poder, de forzar aquella grieta hasta convertirla en un portal, pero, tras saben los dioses cuanto tiempo atrapado en aquél lugar oscuro, había llegado a conocer cuan amargamente inútiles resultaban sus habilidades. En lugar de eso, se limitó a esperar, paciente. Notaba cómo algo lo llamaba desde el otro lado. Al principio no podía determinar el origen de aquella fuerza, pero a medida que iba ganando intensidad, se dio cuenta de que le resultaba familiar: sus siervos, de algún modo, le habían encontrado. Aquellos a los que una vez él mismo
invocó desde las profundidades de Oblivion, a quienes ofreció un vínculo permanente a Tamriel, consiguieron lo que ni siquiera los magos de la universidad arcana habrían logrado. Después de todo... ¿Quién mejor que los atronach para desenredar los secretos del viaje planar?
La fuerza, la esencia, ganaba cada vez más intensidad: en aquel lugar infernal, se aparecía ahora ante el mago como una brillante luz blanca. Sin duda, ahora sus siervos eran conscientes de que habían dado con él y estaban construyéndole un camino de vuelta a la realidad. Cuando sintió que no podía esperar más, se entregó al resplandor...
La luz lo envolvió, reconfortante, sustituyendo el horrendo frío mortal del vacío por el calor de la existencia, de la vida que abundaba allí a donde le arrastraba la fuerza. Pronto le empezaron a llegar ecos, que se fueron transformando en un conglomerado de extraños sonidos: profundos retumbos de tormenta y roca, el rugido de una poderosa llama, crujidos glaciales que habrían congelado el mismísimo tiempo... No eran sonidos, sino voces que entonaban un ritual que ningún nativo de Tamriel había oído jamás: los atronach invocaban a su señor.
Una fuerte explosión de luz y sonido bañó el salón del trono de Windspear. Las criaturas de fuego, hielo y roca que lo poblaban continuaban su cántico a medida que una negra figura se materializaba en medio de la brecha planar. Su melodía subió de tono hasta hacer temblar las grises paredes de la torre, e incluso la montaña, provocando fuertes aludes que por poco no arrasaron la ciudad de Bruma.
La figura ya flotaba sobre el trono en su totalidad: Nylonathathep había vuelto a Tamriel. La luz que le había servido de guía empezó a arremolinarse en torno a él. Los atronach habían traído de vuelta al mago, pero aún no habían terminado su propósito. Con una extraña variación melódica, el canto se transformó en una frenética sucesión de tonos. Este cambio afectó a la luz, que se concentró en el pecho del mago, fundiéndose con su ser. Ahora Nylonathathep flotaba en el aire, incapaz de pensar mientras el poder recorría su cuerpo y una miríada de conceptos invadía su mente. Estaba en comunión con los Atronach.
Vio estandartes negros ondeando en la ciudad imperial. Vio el gremio de magos sumido en la confusión y el desgobierno. Vio Kvatch, la ciudad que tanto le había costado reconstruir, de nuevo convertida en un montón de ruinas ennegrecidas. Y por último, vio el
Consejo Imperial, solo que no encontraba las caras de aquellos con los que en su día colaboró para evitar que el caos reinara en Cyrodiil: los únicos rostros que vió eran aquellos que había maldecido mientras se ahogaba en su própia rábia durante su confinamiento.
Tras las visiones, una voz sonó en su cabeza. Una voz antigua que le susurraba conceptos imposibles que, de algún modo, era perfectamente capaz de comprender. Los atronach no sólo le habían mostrado el camino de vuelta: le estaban enseñando a crear caminos. Nunca más volvería a ser aprisionado.
Poco a poco, el canto fue perdiendo intensidad. Cuando la luz desapareció, el mago descendió lentamente hasta su trono, donde se posó, agotado. Tras recobrar el aliento observó a sus salvadores, que le observaban expectantes al pie de las escaleras. No había prisa ni necesidad de ofrecer un discurso de agradecimiento a los atronach, él lo sabía, así que se tomó unos instantes para pensar. En pocos segundos había visto cómo la empresa a la que había dedicado su vida, su intento de llevar el orden y el progreso a un mundo caótico, se había derrumbado en su ausencia. Aquellos que le aprisionaron, habían tomado el control del imperio y no tenía ni idea de qué había sido de sus amigos.
Todo lo que quedaba de su "reino" era
la torre de Windspear, que probablemente sólo se había salvado del saqueo por encontrarse en una zona peligrosa en medio de la nada... por no mencionar, además, que estaba habitada por sus "siervos", aunque ya no tenía tan claro si pensar en ellos como siervos o como asociados con agenda propia.
A medida que pensaba en todo eso, notaba cómo la furia crecía en su interior. Durante mucho tiempo se había reprimido, había seguido el juego de la política y la buena voluntad para guiar el imperio. Todo esto no había funcionado: la política está hecha para los déspotas. Uno no puede ganar a un juego con reglas ajenas. Finalmente Nylonathathep se levantó del trono en toda su estatura. Los atronach a sus pies esperaban que se pronunciase.
-Mi asiento en la cámara del consejo lleva demasiado tiempo vacío. Anunciemos mi regreso a sus señorías.
Nadie supo qué sucedía aquella noche, cuando los cielos sobre las montañas de Jerall se convirtieron en un mar de sangre por primera vez desde la caída de Dagon. Tampoco los magos de la universidad arcana se explicaban por qué repentinamente resultaba imposible conjurar a los atronach.
Sin embargo, cuando al día siguiente la ya legendaria silueta del dragón de la sombra se recortó a la luz del sol, hasta el más ingenuo de los ciudadanos supo que se avecinaban grandes conflictos.
Lord Shamaroth ha vuelto... y no viene solo.