Me acuerdo de todo aquello. Iba con el alma al aire y la integridad vendida. Me realizaba transfusiones etílicas y me gustaba deambular exhibido en un marco de angustia, colgado con alcayatas tristes. El camino de la amargura siempre tarda poco en andarse. Hacía un parón en la máquina expendedora de deseos. Me balanceaba con descaro y me cortaba con medias lunas. Igual me daba por desviarme hacia la playa y contar la arena, que usaba para hacer relojes en mis manos. Me goteaba la cabeza. La lengua rota. LLegaba y mordía la almohada, rabioso sin más vacuna que placebos absurdos, que son primos hermanos de la depresión. La soberbia es cobarde y mata a traición.
Al día siguiente tocaba función.
En el teatro de la mentira arrancabas aplausos por doquier. El público era un fantasma que lanzaba cuchillos envenenados. Yo no era más que el bufón de la Corte. Deshojaba la margarita y dilucidaba entre locura y aparente serenidad. Pero se giraron las tornas. Me río de un modo histérico de mi mismo, y de todo. Me importa un comino. Ahora soy la torre del castillo. Cojo las cartas, barajo y reto a duelo de tute "cabrón" hasta al Rey. Le robo la corona para ejercer de mi antiguo papel de payaso. Tiro la bomba. Rompo la cinta. Marco la pauta. Como ha cambiado el cuento, ¿no?. Al fin y al cabo, Caperucita y Alicia la maravillosa eran un poco putas...