Llama la atención cómo a veces las voces anónimas e inocentes que nos rodean nos recuerdan sin querer la osadía de nuestros actos, cómo capeamos el temporal de la manera más nefasta. Destruyen de un plumazo nuestras esperanzas, derrumban con asombrosa facilidad los cimientos de nuestras decisiones, de nuestras convicciones más arraigadas.
Anida en nosotros el desarraigo y la desconfianza. Las apariencias no sólo engañan, sino que encubren nuestros deseos más egoistas. Y, de pronto, una noche con lluvia fina, ella te recuerda que estás torturando y retorciendo los rayos de luz que se filtran, que nada te da derecho a enredar tu cabello sobre su piel, sobre las escamas de las sirenas. Y ella te recuerda tu responsabilidad.
Sientes vértigo, porque no era su intención, pero ha roto con un golpe frío y seco todo lo que quedaba de ti, que ya era poco. Le pides una brizna de aire... la suficiente para no ahogarte ya. Y, mientras tanto, dos lagartijas que se han saltado el invierno porque quieren vivir todas las estaciones observan cómo ruedan las lágrimas por tus mejillas. Gotas, de agua, de sal, de dientes que rechinan sosteniendo la rabia.
Y ella sacude tu desidia existencial, te obliga a levantarte de nuevo. Pellizca la cara, grita en tus oídos, remueve la náusea que habita en tu interior, te obliga a comerte todas las mariposas y luego vomitarlas. No querías llegar a este punto, no querías que hiciese falta una voz ajena para abrir los ojos otra vez... Y otra vez...
Y la lluvia sigue. Poco a poco. Pero la mirada ahora es más limpia. Has visto de nuevo tu aura...has de nuevo roto tu piel, has reventado las conexiones neuronales, incapaces de soportar tanta tensión... Pero se regeneran, como lo harás tú.
Y llueve...