I
La luz le hacía daño en los ojos. Se los frotó despacio, todavía perpleja y miró de nuevo hacia arriba. Aquella mañana hacia frío y el sol brillaba débilmente, apenas unos rayos de luz que se filtraban a través de las nubes. Ana había salido de su casa temprano, como todas las mañanas, y mientras caminaba todavía somnolienta iba haciendo repaso mental de lo que tenía que comprar cuando saliera del trabajo. Huevos, leche, pan, detergente, huevos, leche… Antes de que pudiera comprender qué estaba pasando un golpe seco en la cadera la dejó sin respiración. Después no podía recordar nada más, salvo una luz cegadora que le hacía daño en los ojos. Se tocó el cuerpo, los muslos, la barriga, la cadera… no le dolía nada. Estaba desconcertada y de repente se dio cuenta de que llevaba unos minutos paralizada, quieta en el lugar donde había sentido el impacto. Miró hacia los lados y entonces vio el coche, a escasos metros y la gente que se agolpaba alrededor. Empezó a caminar, con dificultad, con movimientos torpes, como los de un niño pequeño. Cuando llegó junto a una señora anciana le puso una mano en un hombro, disculpe, intentó decir pero las sílabas se le quedaron ahogadas en la garganta. Había dolido, tocar a aquella señora había dolido, mucho. Era un dolor punzante, que se clavaba en cada una de sus terminaciones nerviosas y que no podía explicar. Por un instante miró el hombro de la señora, buscando esperanzada algo que pudiera haberlo provocado. Nada, una inofensiva chaqueta de lana. En ese instante el hombre que tenía delante se dio la vuelta y por un momento la miró directamente a los ojos. Ana abrió la boca pero el hombre empezó a caminar y ella tuvo que retroceder tambaleándose. Iba a gritarle a aquel hombre cuando vio el charco de sangre y el cuerpo tirado. No tuvo dificultad en reconocer los pantalones, la chaqueta, el pelo, su propio pelo, que se esparcía alrededor de su cara inmóvil y cubierta de sangre, pero tardó en comprender. Primero pensó que estaba soñando, que no tardaría en despertarse y como siempre que tenía una pesadilla hundiría la cabeza en el pecho de David y se apretaría fuerte, muy fuerte, y el miedo se iría disipando, lentamente, hasta que sólo pudiera sentir su corazón latiendo y el dulce calor que desprendía su cuerpo. Pero aquello no parecía un sueño, recordaba perfectamente haber despertado, haberse metido en la ducha mientras pensaba que sería un día de mierda en el trabajo, que el jefe llevaba varios días más intratable de lo habitual. Si hacía un esfuerzo hasta podía recordar el lugar exacto donde había besado a David antes de irse, en la mejilla izquierda, justo al lado de la nariz. No podía ser un sueño, era demasiado real. Luego pensó que se había vuelto loca, sí, eso era, se había vuelto loca. ¿De repente? ¿Te volviste loca justo cuando ese coche te… te atropelló? Entonces lo supo perfectamente, pero decidió engañarse un rato más. Empezó a gritar, lo más fuerte que pudo y de repente cerró la boca. Una vocecita hablaba en su cabeza, le era familiar, no era la primera vez que se dirigía a ella, solía hacerlo cuando no quedaba otro remedio. Vamos a ver, estás muerta, no hay otra explicación, ¿o sí? Pues no, no la había. Era evidente que nadie la veía ni la oía, podía ver su cuerpo desangrándose en la calle y curiosamente aquella imagen no resultaba tan terrible. Era terrible, desde luego, pero soportable. Más soportable de lo que uno pudiera pensar. Entonces decidió observar. Se miró a sí misma. La rodilla izquierda se había doblado de manera inverosímil, eso tiene que doler mucho, pensó y luego se dijo a sí misma, no, no duele, porque estás muerta. ¿Y si eso no duele por qué dolió tocar a aquella señora? La hubiera tocado otra vez, todavía seguía allí, con la mano en la boca mientras cuchicheaba con la que parecía ser su hija, “no somos nada, tan joven, ¿habrá muerto?, a ver si viene pronto la ambulancia, pobrecita”, pero no lo hizo. Había sido demasiado doloroso como para repetirlo otra vez. Quizás, pensó, es una manera de asegurar que los muertos no perturben a los vivos. Los vivos. Otra vez recordó el beso que había dejado en la mejilla de David. Eso ya no le pareció tan soportable. Notó lágrimas frías en los ojos y cuando pensó que iban a empezar a brotar… no pasó nada. Se tocó los ojos, estaban secos. Estupendo, pensó con rabia, ni siquiera puedo llorar. Entonces empezó a chillar otra vez. Se abandonó al sonido de su propio grito, que nadie más podía oír, y no supo cuanto tiempo había pasado hasta que dejó de hacerlo, pero cuando abrió los ojos, su cuerpo inmóvil ya no estaba allí.
II
Los muertos no duermen, se decía Ana a sí misma. Tienen los ojos permanentemente abiertos, como esperando una respuesta, como si todavía no hubieran comprendido del todo qué es lo que les ha pasado. Ana hacía mucho tiempo que había comprendido, pero seguía esperando. Esperaba pacientemente, quieta, observando al hombre con el que había compartido su vida durante diez años. Después del accidente comprendió que no podía quedarse por toda la eternidad gritando en medio de aquella calle, así que con paso inseguro se dirigió al que, hasta esa mañana, había sido su hogar. La puerta estaba cerrada y mientras analizaba la situación pudo oír un sonido familiar al otro lado. El perro arañaba la puerta con insistencia, podía oírlo olfatear y gemir. De pronto, la puerta se abrió y David permaneció en el umbral, aquí no hay nada, pesado, venga, déjalo ya. El perro parecía desconcertado, el primer impulso había sido saltar hacia Ana, pero no lo hizo, dio la vuelta y corrió a meterse en su cuna con el rabo entre las piernas. David lo miró un instante, el que aprovechó Ana para colarse dentro, justo cuando el móvil empezó a sonar. Ella recordó que llevaba una agenda en el bolso, en caso de accidente llamen a… a David claro, al fin y al cabo no tenía a nadie más en el mundo. Joder, pensó, cuando escribí esa mierda no pensé que fuera a servir de algo. Pobre David, qué susto se va a llevar. ¿Susto? Aquello era más grave que un simple susto. No pudo reprimirse y corrió a abrazarlo. Y mantuvo el abrazo durante mucho tiempo a pesar de que toda la piel le quemaba. Pero también podía notar el cuerpo de él, que temblaba convulsionado por los sollozos. Intentó limpiarle las lágrimas de los ojos pero no pudo así que le daba besos en las mejillas, justo al lado de la nariz. Ana, Ana, Ana… repetía David y Ana casi no podía entenderle.
Por las noches se tumbaba a su lado en la cama, pero ninguno de los dormía. Sólo el perro acurrucado a los pies de David podía descansar, se había acostumbrado a la presencia de Ana y a veces la perseguía por la casa meneando el rabo. Ella permanecía rígida, la muerte le había restado fluidez y suavidad a sus movimientos y a su cuerpo. ¿Cuerpo? Pasaba largo tiempo meditando sobre aquel nuevo estado con el que nunca había soñado, ni en sus peores pesadillas. Contrariamente a mucha gente, Ana siempre había asumido con naturalidad la muerte. Te mueres, y ya. Ojala hubiera sido así, ojala no se hubiera quedado atrapada en aquella tierra de nadie. Al principio permanecía quieta, evitando todo tipo de contacto, había descubierto que tocar objetos materiales también era doloroso, que sentarse o tumbarse en la cama requería un esfuerzo que estaba dispuesta a asumir de vez en cuando para no permanecer de pie en una esquina, para no sentirse tan desamparada. Poco a poco el dolor remitía o se hacía menos insoportable, por lo menos aquella extraña sensación de dolor punzante primero y sordo después, le servía para sentirse un poco viva, conectada a aquel mundo que ya no le pertenecía. Viva, eso es lo que quería. Viva o muerta del todo. Pero no aquello. Aquello no. Entonces la desesperación se apoderaba de todo su ser y trataba de llorar, una y otra vez permanecía horas intentándolo, pero no podía. Entonces lo miraba, él sollozaba abrazado a la almohada y ella alargaba la mano para acariciarle la cara. Y él dormía, pero de vez en cuando se atragantaba en sueños y despertaba confuso, desorientado y buscaba a tientas el calor de un cuerpo al lado de un suyo. Y empezaba a llorar otra vez.
III
Y pasó el tiempo, lentamente, y pasó lo que ella más había temido. Un día apareció una mujer en aquella casa, una mujer ajena, de pelo rubio, cuya cara no conocía, que se sentaba al lado de David y lo abrazaba fuerte, que se tumbaba a su lado algunas noches, que lo besaba, que lo acariciaba. Ya no había sitio para Ana en aquella cama, ya todos los rincones estaban perfumados con el olor de aquella extraña. La odiaba, quería hacerle daño, quería echarla. Tiene que haber alguna forma de asustar a esa mujer, pensaba con los nervios crispados por los celos. Tiempo atrás había intentado mover los objetos de sitio, como en las películas, pero no podía. Ella notaba los objetos, pero los objetos no podían notarla a ella. Era desesperante. No había forma, no la había. La tocaba, le daba golpes y sólo conseguía que un dolor hiriente convulsionara su propia espina dorsal, como si fuera a partirse en pedazos. Así que dejo de intentar nada y se limitó, de nuevo, a observar, quieta en una esquina. Aquella mujer no parecía mala, trataba a David con dulzura, lo mimaba. Más de lo que lo mimaba yo, pensaba Ana. Y poco a poco la sonrisa de David se iba haciendo más amplia, hasta hacer pensar a Ana que se había olvidado de ella, que ya no había lugar en su alma para el amor que los había unido durante años. Pero a veces Ana sentía que podía tocar ese amor, palparlo en el aire, como un velo transparente que lo inundaba todo, que podía verlo reflejado en los ojos de él cuando accidentalmente se posaban en los suyos, cuando, por un instante, él parecía verla y sus ojos parecían agrandarse.
IV
Una noche Ana permanecía en el salón torturando sus oídos con los sonidos que venían de la habitación. Veía, sin ver, los cuerpos crispados por el placer y lentamente se iba hundiendo en un abismo del que no podía escapar. Entonces vio una luz, un resquicio de esperanza, y poco a poco sus ideas se fueron serenando. Tenía que irse, eso era, tenía que irse, aquella vocecita en su cabeza lo repetía con insistencia. Vamos a ver, estás muerta y él está vivo, vete de una vez. A la mañana siguiente, cuando aquella extraña que ya no lo era, que tenía un nombre, una cara reconocible, familiar, incluso dulce, abrió la puerta para irse ella la siguió como un fantasma, como lo que era, y sus pasos se perdieron entre una multitud de gente que caminaba sabiendo a donde se dirigía. Había pensado en dejar un beso en la mejilla de David, justo al lado de la nariz, como la última vez, pero no lo hizo. Se fue sin despedirse, sin prolongar más aquella agonía que había durado años.
Caminó sin rumbo durante horas, sintiendo en su corazón que ya no latía un peso agobiante, como si alguien le hubiera colgado en el pecho toda la tristeza del mundo. Llegó por casualidad, o guiada por una mano invisible, junto al mar y casi sin querer tomó una determinación. Se veía a sí misma de niña, colgada del brazo de su abuela, contemplando fascinada la belleza del agua que se mecía ajena a todo lo demás, y supo que aquel era su sitio, para siempre. Cuando se tumbó en la arena no notó ningún dolor y de sus ojos brotaron, incontenibles, lágrimas cristalinas que se mezclaron con el agua salada del mar. Se sumió en un estado de inconsciencia que duró mucho, en el que veía como ráfagas recuerdos de su vida pasada, que se mezclaban unos con otros en un torbellino confuso, del que no quería salir nunca más.
V
Ana notaba algo en la frente, una suave opresión que parecía querer arrancarla de su sueño. Una voz reconocible le susurraba a escasos centímetros de la oreja, muy despacio, con ternura. Ahora lo veía todo negro, una oscuridad espesa que la oprimía, de la que quería escapar. Lentamente abrió los ojos y con dificultad trató de fijar la mirada en algún punto. Lo veía todo blanco. Dolía. Trató de moverse. Y entonces lo vio. Los ojos de alguien que la miraban perplejos y de pronto cargados de esperanza. Ana, Ana, Ana, ¿estás bien? Conocía esos ojos, esa voz, ese olor. Era él. Tú también estás muerto, susurró débilmente. Y aquella idea le inundó el corazón de una felicidad que juzgó ruin y egoísta. No, no, no, ¿qué dices? No estoy muerto. Y tú estás bien, estás bien, estás bien. David repetía esas palabras entre sollozos, mientras la abrazaba, la besaba, mientras sus manos temblorosas buscaban las suyas. ¿Qué ha pasado?, preguntaba ella. Tuviste… tuviste un accidente, has estado en coma. ¿En coma? Ana miró a su alrededor. Vio una ventana por la que se filtraban débiles rayos de sol y antes de que pudiera decir nada más una puerta se abrió y entró una mujer vestida de blanco. Se ha despertado, se ha despertado, gritaba David. Está bien, dijo la mujer con calma, ¿cómo te encuentras? Bien, supongo. Ana sonrió y la mujer desapareció en busca de un médico. David se había arrodillado a su lado y lloraba como un niño. Te quiero tanto, repetía, te quiero tanto. Ana iba a preguntarle por la mujer del pelo rubio, pero no lo hizo. Ya se lo preguntaré más tarde, pensó.