La madera crujía y el niño no discernía. Dicen que el miedo se puede manifestar de muchas formas: en el montón de sábanas que acampan por el catre a su libre albedrio, en el crepitar del fuego, en aquella rama que acaricia inexorablemente la ventana de tu habitación, e incluso en la mente del prójimo.
Pero el niño no podía discernir nada de eso, y menos aún si contamos el estado derrengado de su cabeza.
Allá, en el umbral de oscuridad que era su puerta, se escucharon unos pasos al mismo son que el ruido que hacían los postigos cuando el viento restallaba en el cristal de la ventana.
Qué alivio; era su madre.
—Corazón, ¿te pasa algo?
—Hay un monstruo en el armario.
Entonces su madre se acercó aún más. Hizo una genuflexión y apoyó sus brazos sobre la cama.
—¿Quieres que deje la luz encendida? Es eso, ¿verdad? Qué granujilla eres.
—Y cierra la ventana, por favor mami.
Y su madre obedeció, pues quien sino una madre puede comprender la languidez que puede mostrar un hijo cuando la lúgubre oscuridad solemne amenaza con devorarle.
—Duérmete. En el armario solo hay ropa. Ropa y… —depositó sus labios en la ahora descubierta panza del crío— ¡Y tu chaqueta del hombre araña! ¡Qué vieeene!
El niño entonces rio, pues se sentía arrebujado entre las cosquillas de su madre y su pelo ralo, que descendía como una cascada desde su cabeza hasta la tripa del crío, provocándole caricias y algún que otro respingo.
Un beso de despedida y…
La madre se fue: el sueño habitaba en su cabeza. El maldito sueño que siempre te deja indefenso cuando no eres más que un ‘infante crecidito’. Entonces volvió el silencio. El niño miraba con mirada ausente hacia el armario y su fino hilo de oscuridad que separaba las puertas. ¿Qué podía haber ahí dentro?
¿Ropa? Obvio.
¿Calcetines? Posiblemente.
¿Monstruos? Mire usted a los ojos del niño e introduzca su respuesta. Gracias.
—No hay monstruo —susurró, cubriéndose con la manta hasta la nariz. Sería cosa de locos taparse los ojos y desaprovechar el don (o maldición) de la visión.
El ambiente estaba grávido de astucia, y todas las paredes de la habitación jugaban en contra del niño. Qué ficha habría que mover ahora; ¿le propinamos un relámpago? No, espera, mejor… ¡Ya lo tengo! Sí. Que los vecinos de arriba se pongan a dar golpes de escoba, ¡y que el estrépito atemorice al chiquillo! Nada de eso ocurrió, pero en su lugar…
—No hay monstruo.
Desde el interior del armario se pudo escuchar algo, como si un hurón estuviese hurgando entre su chaqueta del hombre araña. El niño no paraba de decir con voz queda:
—No hay monstruo.
Entonces, algo se estrelló contra la ventana. El niño, asustado y con el corazón tembloroso, se apoyó en el poyete y observó; malditos cuervos. Entonces, ¿todo fue obra de la imaginación? Hagamos un pillaje; robémosle hasta la última mota de raciocinio al chaval, susurró la jodida imaginación.
¡Maldita sea, reacciona! ¡Lo único que hay ahí dentro es ropa! Y quizá el hato heredado por tu hermano que ahora vive fuera, ¡pero ropa al fin y al cabo!
—No hay monstruo.
El armario se abrió, pero no había un monstruo.
Había una persona.