EDIT: Cuatro párrafos eran pocos, he separado el texto en más partes para que se haga más cómodo de leer, así que el título ya no tiene sentido ninguno. Mejor, lo sinsentido vende.
--------------------------------------------------------------------------------------------------
Si usted quiere le contaré algo que me ha sucedido esta mañana. Bueno, tampoco espere demasiado, es sólo una anécdota que a mí personalmente me ha resultado curiosa, pero ya que yo no tengo nada mejor que hacer, y usted, por lo que puedo ver, tampoco, pues podemos invertir unos minutos en ello. Además lo está deseando, lo veo en su mirada.
Pues verá, resulta que me he acercado al supermercado a comprar leche y piedras, esto es algo que hago unas dos veces por semana. Lo de la leche es por mi madre, bebe mucha. Realmente, mucha. Bebe tanta que apenas prueba el agua como tal, prácticamente el 95% del agua diaria que ingiere viene de la leche. Si por mi fuera, bastaría con un paquete de seis litros cada dos semanas más o menos, pero con la adicción de esta mujer hay que hacerlo así. ¿Qué me dice? Ah, sí, vivo con mi madre. Veinticuatro años, ¿por?... Ah, pero eran otros tiempos. Las cosas cambian, ¿sabe? Usted salió de su casa cuando ya se había casado con su marido. No le dio tiempo a sentirse sola. Bueno, digo en un sentido literal, pero por su expresión veo que no quiere hablar del tema; como le decía, he ido al supermercado a comprar leche y piedras.
Lo de la leche, como ya le he dicho, es por mi madre, que bebe sin conocimiento. Lo de las piedras es por los gatos. Ya sabe, piedras para que hagan sus cosas. Arena, si lo prefiere. Tenemos tres. Tres gatos, digo. No puede imaginar la cantidad de mierda que puede salir de tres animalitos tan relativamente pequeños. Digo relativamente porque dos de ellos son bastante grandes para ser gatos. Creo que es por la vida sedentaria. A mí me gustan mucho los gatos, pero no termino de estar muy de acuerdo con la idea de tenerlos encerrados en un piso durante toda su vida, que por otra parte, es bastante larga. ¿Sabe cuánto puede llegar a vivir un gato? No, no lo sabe. La media suele rondar de diez a quince años, lo que a usted no le parecerá demasiado. La historia es que esa media incluye los gatos que viven en las calles, que suelen morir por causas ajenas como atropellamientos o caídas. Un gato bien cuidado, protegido de peligros ajenos, puede llegar a vivir veinte, veinticinco, o incluso treinta años. ¿Qué le parece? ¡Treinta años! Toda mi vida, todo lo que yo recuerdo como parte de mi existencia, todo lo que conozco y sé, lo he aprendido en veinticuatro años. Un gato que nació el mismo día que yo puede estar todavía vivo y tener aún la esperanza de vivir seis años más. ¿No le parece fantástico? A mí me lo parece. Claro que usted es mucho más mayor que yo. No se ofenda, no lo he dicho con mala intención, simplemente es una realidad. Decía, que quizá a usted no le parezca tan impresionante como a mí, que todavía no he llegado a los treinta años, pero comprenda que para mí es algo formidable.
En cualquier caso, esto venía a cuento de eso, que no estoy de acuerdo con enjaular a un animal de instinto tan salvaje dentro de un espacio tan reducido como es un piso moderno. Bueno, moderno relativamente, la casa en la que vivo ya tendrá sus treinta añitos; fíjese, más o menos la esperanza de vida de un gato con buena salud. Pero esto de los principios es como todo, son válidos hasta que los rompes, así que mi convicción de que los animales deberían ser libres deja de ser tan romántica cuando se traslada de las palabras a la realidad, donde resulta que a falta de tener un gato encerrado en un piso, tengo tres, y un perro. Del perro, bueno, de la perra, le hablaré en otro momento, porque ahora no tiene nada que ver con lo que pretendía contarle en un principio. Lo que he comprado ha sido leche para mi madre, y piedras, o arena si lo prefiere, para los gatos. Y la verdad es que todo ha ido como cabría esperar. ¿Conoce usted las nuevas cajeras automáticas de los supermercados? Sí, son unas máquinas que sirven para que usted misma pase sus artículos por el lector de código de barras, ya sabe, la pequeña franja con una rayita roja que parece de la guerra de las galaxias, para que me entienda. De esta manera se prescinde de cajeras humanas, y, si se tiene el truco controlado, se agiliza el proceso y todo va más rápido, con el añadido de que no hace falta tratar con nadie ni abrir la boca para dar los buenos días, simplemente pasa uno sus artículos, selecciona el método de pago, inserta el dinero físico o la tarjeta del banco, coge su compra y se larga. ¿Suena a película de ciencia ficción, eh? Bueno, para mi generación y las posteriores no es tan extraño. Al fin y al cabo quien más quien menos ya nacimos todos con un ordenador de uno u otro tipo bajo el brazo. Y ahora escuche, porque aquí es donde pretendía llegar después de dar todo este rodeo.
Como le decía, me he dirigido a una de estas cajeras automáticas. Suelo hacerlo porque en las de toda la vida siempre hay cola. Con esto tengo un pequeño dilema moral. A mí me va mucho mejor pagando a través de estos aparatos porque el proceso es realmente rápido: llego, paso los artículos por la lucecita roja para que me entienda, pago y me voy; y como además a la gente de más edad les resulta complicado este sistema y en los supermercados por las mañanas lo que más hay es gente mayor, pues me va el doble de bien porque siempre hay alguna máquina vacía y no hay que esperar. El dilema viene porque digo yo que si todos comenzamos a usar estas máquinas, poco a poco dejaremos de necesitar personas para que nos cobren y toda esa gente se quedará sin trabajo. Yo, para qué mentirle, no tengo ganas de echar de su trabajo a nadie, pero menos ganas tengo de aguantar una fila de inmensos carros de la compra para pagar un paquete de piedras y seis cajitas de leche.
El caso es que he llegado, me he plantado delante de la máquina, he escaneado los artículos... ¿dice? Ah, escanear, me refiero a pasar la compra por la lucecica roja, ya sabe, decía: he pasado la compra por la luz roja, y he metido el billete para pagar. En ese momento hay que esperar unos segundos. Es porque la máquina tiene que analizar el billete, calcular el cambio y devolverlo. Esto en realidad quizá no dure ni siquiera segundos, es muy rápido, pero el caso es que en ese pequeño intervalo de tiempo me ha dado tiempo a mirar a mi izquierda, donde había una señora intentando realizar el mismo proceso en la máquina de al lado. Ya sabe cómo son estas cosas y posiblemente es algo que le pasaría a usted, las personas mayores tienen serios problemas con los aparatos electrónicos, lo cual es bastante lógico pues como decía antes, la gente de mi generación hemos crecido a la vez que este tipo de aparatos, toqueteándolos y familiarizándonos con ellos prácticamente desde que se dieron a conocer. Entiendo que a ustedes, a las personas mayores, les resulte un mundo extraño y confuso. El caso es que ahí estaba yo, dirigiendo mi mirada hacia aquella mujer extrañada que intentaba comunicarse con su máquina, cuando la mía ha empezado a soltar las monedas del cambio indicando que el proceso ya estaba terminado y que podía recoger mi dinero, mi compra, y largarme. Como le decía, esto quizá no haya durado ni dos segundos, pero me ha dado tiempo a sentir algo que de ninguna manera esperaba.
¿Sabe lo que he sentido durante ese segundo y medio aproximadamente? No, claro que no, si no se lo he contado. Se lo diré, superioridad. Superioridad, señora. Cuando me he puesto al lado de esa mujer ella estaba intentando pagar. Yo he escaneado (ya sabe, la luz roja) los artículos, he seleccionado el método de pago, he metido el billete y he esperado el cambio, y para cuando ya recogía la compra para irme esa pobre señora estaba todavía intentando comprender qué demonios le decía la máquina. ¿No es fantástico? Me refiero a los conflictos generacionales, no a ese momento en el que me he sentido superior. Pensándolo mejor no lo llamaría superioridad, ha sido como una convicción de que los jóvenes sabemos ahora cosas que las generaciones anteriores no están capacitadas para comprender. Como un vislumbre de algo mucho más complejo; un símbolo en clave de anécdota cotidiana de todo aquello que nos divide y nos enfrenta como seres humanos. No me mire así, tengo la sensación de que se me ha quedado usted atrás. Creo que está pensando que soy un pobre diablo desde el momento en que he dicho la palabra “superioridad”; me gustaría que tratase de entenderme y no confundir mis palabras.
¿No le parece que es este, al fin y al cabo, el gran problema en el lento avance de nuestra historia? Los conflictos generacionales, los problemas de que coexistan generaciones de personas que viven en mundos completamente diferentes. Es como un impedimento insalvable, algo que nos va a acompañar siempre. Unos crean y otros usan lo que se ha creado, pero lo usan en base a otros valores nuevos que no eran los previstos por los primeros: conflicto. Sin embargo, sale adelante a medias, entonces los unos mueren, y los otros crean, y nacen otros “unos” que usan lo que han creado los otros para otras cosas diferentes: conflicto. Y así, eternamente. Dicho así, parece bonito, casi romántico. Parece la propia vida fluyendo, algo innato y completamente natural, ¡y demonios, posiblemente lo sea! Sí, tiene un algo que lo hace grandioso, me refiero a esto de entorpecernos el paso mutuamente y no dejarnos avanzar. Es un proceso casi épico cuando se narra en las clases de Historia. Y señora, no digo yo lo contrario: me parece una historia bellísima y cargada de significado, y quizá sea hasta necesario, de alguna manera, que sea así. Pero quitándole la capa poética, pensando en todas las atrocidades que cometemos cada día sin darnos cuenta contra nosotros mismos, escribiendo esta historia con letras tan sangrientas que traspasan el papel y dejan inservibles las tres siguientes páginas del libro; con todo esto sobre la mesa, ¿no le parece, en verdad, una tremenda putada?