Encendio un fuego.
El destello de las ascuas y el sinuoso baile de las llamas le ponían un aire melancólico a la noche y le atraían de una forma mágica y visceral. Misteriosa. Una exhibición de dulzura y muerte que le provocaba asépticos recuerdos y un profundo sueño.
No pudo contenerse, durmió. Un sueño de unas horas que parecieron años. La noche transcurrió solemne y muda.
El firmamento se puso de acuerdo para ofrecer un espectáculo de ensueño aprovechando que nadie le miraba, y la luna danzo toda la noche de este a oeste en su ceremonia ritual de dejar paso al sol. Un baile de estrellas que parecían perfectamente sincronizadas, se movían al unisono dejando estelas en la espesura del negro de la noche y el espacio. Solo el fuego fue cómplice de aquello, y se llevo hasta la muerte el recuerdo del espectáculo, dejándolo descansar en un montón de cenizas calientes.
Los sueños de aquella noche fueron agradables y familiares, pero borrosos.
Al despertar, el cielo se había desteñido en tonos cianes y malbas, creando un lienzo apabullante a la vista. Pocas y pequeñas nubes se pintaban dispersas en la imagen, y el sol, todopoderoso, agachando tímidamente la cabeza detrás de un entrecortado horizonte. Aun podían verse destellos muy difusos de la resaca de las estrellas de la noche.
La mayor noche que el planeta había contemplado en su larga vida.