Inocente piel la que escondes bajo el manto de la infancia. Dulces ojos de alegre mirada que separan mundos adyacentes de fantasía y realidad. No dejes de jugar con la ruidosa carraca labrada en la carpintería del pueblo. No dejes de tocar la botella de anís con la vieja cuchara que tu abuela te daba en los días de Navidad. Canta villancicos de puerta en puerta pidiendo caramelos como recompensa a tan gloriosa y joven felicidad.
Brinca por el camino y lanza bolas de nieve a tus enemigos. Súbete al chirriante columpio del parque de los alcornoques. Compra gominolas al viejo del quiosco, tira migas de pan a las palomas que vuelan libres entre árboles de frondosa experiencia. Juega con tus hermanos al escondite, ve con tus padres al circo de la ciudad. Camina por la acera con tu brazo en alto y tu suave mano ligada a la de mamá.
Adelante, abre los regalos. Reyes magos de oriente te han traído obsequios por ser bueno durante el año pasado. Envoltorios por el suelo, juguetes en la mesa, familia en pijama. Caras alegres que sirven de adorno navideño al hogar. Caras alegres que empequeñecen el árbol de navidad, que hacen ignorar el Belén de la mesa, que provocan el olvido de los bulanicos en los marcos. Caras alegres que envuelven de felicidad el hastío del pasado.
Nada queda ya de aquellos maravillosos años. Solo el melancólico recuerdo de aquella cara de asombro al recibir mi ansiada bicicleta el 6 de enero de 1990.
Dichoso aquel cuyo corazón no cae en la trampa de la vida.
Dichoso aquel que consigue conservar su alma de niñez...
...para siempre.