En la esquina de Alfareros con Aviadores, uno de los remates del parque Occidental, una chica espera con impaciencia que los diez minutos que faltan para su cita pasen lo más rápido posible. Siente el pecho hinchado por dentro, de amor le gusta decir a ella a sus amigas, aunque es más bien una sensación como si todos los órganos del cuerpo se hubiesen apelotonado debajo del esternón para calentarse con el fuego del corazón. Quizás por ello es por lo que siente un vacío tan grande en el estómago. A lo lejos, alguien ensaya una pieza una y otra vez tiñiendo el aire de los tonos más agudos de la frustración, y ella, distraída, pierde el hilo de su pensamiento. Como queriendo acompañar aquella pieza progresivamente desagradable, sus tripas comienzan a emitir quejidos graves, rugidos de pura hambre. Ya lleva unos días sin comer, no por que no tenga apetito, sino porque desde que probó su sonrisa todo lo demás le sabe a polvo. Su nueva dieta de dientes, labios y muecas alimenta su amor, pero sin que ella lo sepa poco a poco su futuro agoniza, famélico, ante un plato de incertidumbre recalentada. Ya solo quedan cinco minutos. El ritmo se le acelera y comienza a hacer pequeñas tentativas conversacionales en la cabeza, y esta le devuelve ecos vacíos de saludos, chistes y frases preparadas. No se había dado cuenta, pero detrás de ella, arrodillada, una mujer pinta con tiza en una parcela de acera que ha tomado en posesión para dibujar lo que parece un retrato. La impaciencia reina en el cuerpo de la enamorada, le hace bailar cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, le provoca un ligero sudor en las palmas de la mano y le envuelve el interior del a boca con una pasta densa hecha del miedo a que algo salga mal. El Monumento a los Ahogados que se encuentra al otro lado de la calle, en la esquina del parque, tiene algo diferente, no se qué es, pero algo hay. Durante los tres minutos siguientes intenta descifrar el enigma de la estatua sin éxito, pero pronto se olvida de las banalidades que encierran aquellas personas de hormigón. A lo lejos aparece, por fin, su chico, aunque, en contra de lo que esperaba, no viene sólo. Parece que hoy es un día difícil para leer caras, estos dos traen expresiones más extrañas que los muertos del parque.
Genial, toda la mañana esperando el momento adecuado y viene ésta a taparme el sol. Simplemente genial. El genio de la mujer arrodillada llevaba años vistiendose de los colores más oscuros que encontraba en su fondo de armario, donde todas las ropas contaban historias mortecinas, con sinópsis de tiempo perdido, añoranza, arrepentimiento, rabia. Justo cuando iba a levantarse para pedirle amablemente a la joven que se fuese con su eclipse a otra parte, sus oídos captaron una melodía suave y reiterativa. Se quedó mirando fijamente al suelo, sintiendo la armonía repetida una y otra vez que elevaba al más puro éxtasis a sus herreros. Vaya, es increíblemente bueno. La música le había salpicado la chaqueta de unas gotitas de color, y con el espíritu domado, decidió continuar su labor en silencio. Al fin y al cabo, de momento puedo ir tirando. Miraba fijamente a los habitantes del Mare Omnius, trazando con líneas ligerísimas pero bien colocadas la esencia de las caras esculpidas. Cinco nombres, cinco muertos. Rodeada por sus compañeros náufragos, el centro de la estatua y del dibujo lo ocupaba su abuela. Nana, tu serás la más guapa del cuadro. Sólo la conoció durante sus primeros diez años de vida, pero mantenía un recuerdo tan fresco como doloroso. En el fondo de su memoria estancada, las brasas rojas del pelo de Nana ardían eternas, como homenajeando al Turco desconocido. La joven luna se mueve un poco, por fín, en un movimiento de traslación nerviosa. Niña, no se a quien esperas con tantas ganas, pero espero que merezca la pena. Es el último pensamiento que cruza sus neuronas antes de caer en un blanco inmenso. El cerebro se le entumece y el pecho se le reduce a la mínima expresión, apretándole los ventrículos. No puede ser. ¡No puede ser! ¿Dónde está el carmesí 317? ¡Pero si me aseguré de que lo cogía! No se ha dado cuenta, pero hace cuatro minutos que la música dejó de viajar.
Si aquellas cinco estatuas sincrónicas hubiesen podido ver, habrían elegido no hacerlo. Aquella mañana, al despuntar el alba, un ruiseñor terminaba su nido. Había venido a elegir caprichosamente un punto tan estrátegico como inocentemente mortal. Restos de hojas y ramitas taponaban la válvula de salida de la Fuente de los Ahogados, degradada hasta nuevo aviso a sólo estatua. Para cuando la joven esquinada llegó, ya solo faltaban unas ramitas más para terminar el nido. Los cinco ahogados notaban como sus cuerpos se llenaban lentamente de agua, saturandose en un giro sarcástico y socarrón de los acontecimientos. Hacía ya treinta años que aquellos marineros y marineras habían sucumbido al naufragio del 23 de julio, pero gracias a un proceso de amasado del hormigón que incluyó una mezcla del agua de todos y cenizas de los cuerpos incinerados en llamas de clorato potásico, clorato de cobre y cloruro de estroncio (el método clásico de la Ciudad Púrpura), parte de las almas de aquellas cinco peronas residía en la fria construcción. Si aquellos cinco expertos hubiesen podido oír, se habrían dado cuenta al instante de que lo que rompía la armonía natural del aire eran las notas finales de un requiem. Conocían bien los pasos previos y posteriores a la muerte, y sea quien fuese el que tocaba aquella pieza fatal, se estaba rindiendo. Si aquellas cinco almas en pena hubiesen podido sentir, habrían notado las agujas de la mirada intensa de la nieta de Nana, intentando descifrar lo que no era más que un cambio de rol, una ausencia de agua, un ruido menos al cuadro efímeramente macabro que escondía aquella estampa. Si aquellas cinco figuras hubiesen podido oler, habrían olido el cóctel de carbón, azufre y potasio que se serviría en barra libre. Y, sólo si aquellos cinco testigos inertes hubiesen podido saborear, habrían caído en la cuenta de que aquel día el agua sabía salada.
A sólo cincuenta metros de la esquina, Aviadores se hundía hacia el interior de su primera manzana, hiriendo la fachada con el cuchillo de un callejón oscuro y húmedo. Ocho estudios individuales abrían sus ventanas a aquel callejón estrecho y sucio, transitado apenas por los ocho habitantes de aquella cicatriz urbana. En el Tercero B un músico ya no puede más. Desde que era pequeño todo el mundo coincidía en que había sido bendecido por un talento inigualable, uno entre un millón. De bien poco servía el talento si a sus piezas les faltaba alma. Sí, componía fantásticas piezas, ricas sinfonías y unas óperas que manejaban los sentimientos del espectador a placer, pero no tenían alma. Su estudio hace esquina entre el callejón y la calle Aviadores. Una vez más. Sitúa los dedos sobre el teclado del piano. Algunos descansan las alas blancas de los cisnes, otros en los ojos oscuros de los cuervos. Los dedos comienzan su movimiento, pero no consiguen hurgar en el alma de quien los maneja. Poco a poco, siente como ya todo da igual. Nunca lo conseguiré. Deja de tocar, se mira las manos con asco, como si fuesen las extremidades de su peor enemigo. De hecho, lo eran, como descubriría en tan solo cuatro minutos. A esos diez dedos extraños sólo les quedan, por suerte, dos tareas finales. Una, cerrar el piano. Sin despedidas, sin ceremonias. Adios. Dos, abrir la ventana. Salir al balcón. Desde su privilegiado balcón tenía visión directa con la esquina teatral que le emplazaría en sólo dos minutos como un extra involuntario, aunque por supuesto, no tenía ojos ni para enamoradas, ni para nietas, ni para ahogados, por muy hinchados que estuviesen por dentro. Al menos mi determinación me servirá de algo hoy. Un ruiseñor entra en el estudio, ajeno al espectáculo que va a presenciar. Lo siento. Es lo único que puede pensar entre las lanzas de su desesperación. Se alonga poco a poco, dejando que su cuerpo ceda lentamente a la inclinación. Abre los brazos en cruz, dispuesto a abrazar a la muerte, aunque claro, lo único que conseguirá abrazar será la basura del contenedor que hay bajo su ventana. Cae, y justo antes de ese abrazo con la parca, un milísegundo se dilata hasta transformarse en una nueva unidad de tiempo indefinida. Un sonido desgarrador y lacerante irrumpe en sus oídos, llenándole de una inspiración infinita. Ya no le queda tiempo para asimilarla, pero aunque él no lo sepa, justo antes de aplastarse contra los escombros polvorientos del contenedor encontró el camino que conectaba sus dedos con su alma. Lástima que un acontecimiento tan bello fuese enmascarado por el egoísmo metálico.
Casi al mismo tiempo que el ruiseñor comienza su nido con el amanecer, una bala es separada de sus hermanas. Ya lo han hablado entre ellas, no hay peor noticia que la emancipación. No por el miedo a separarse de la familia, ni por la incertidumbre del futuro, no. La independencia significaba la muerte. Tras salir de la caja sufrió un mareo asfixiante mientras un joven la hacía saltar entre sus manos. Chocaba entre las palmas y se bañaba de una película de dudas e inquietud. El chico agarró entonces la bala por la panza y se la acercó al ojo. Era la primera vez que miraba a alguien a los ojos, y no iba a ser la última. El globo rojo de ira le transmitía muchos sentimientos contradictorios y una resolución tan precipitada como equivocada. La bala giró entre índice y pulgar durante unos instantes, momentos que fueron interrumpidos por el crujido del tambor de un antiguo revólver abriendose. Los dedos la depositaron en una de las cámaras del cilindro, y después entro en el túnel larguísimo del cañón y esperó allí, resignada, a que le llegase su momento estelar en aquella obra. El chico se guardó la pistola en el pantalón, cubierta por la camisa, y allí se mantuvo durante una hora y media, el tiempo que tardaba desde que Gabriel lo recogía de su casa hasta que llegaba a la parada cercana al Parque Occidental. Allí ya se encontraba un actor inesperado. Poco a poco, de fondo, la bala oyó como una discusión nacía de dos bocas que intentaban, a todo precio, no odiarse. En la fragua de aquella ruptura, el movimiento nunca cesó. Acompañada de un grito desgarrador y desesperado, la colt salió a escena. La bala se vió de repente en frente de un bellísimo ojo verde, almendrado, exótico. Así que esto es lo que se siente al robarle la inocencia a alguien, hubiese pensado la bala si en vez de plomo hubiese tenido cerebro. Solo había un fino cristal separando la córnea de la chica de su cabeza hueca metálica.
Quien esperaba en la parada no era sino otro enamorado más, único para sí mismo, anónimo para la ciudad. Había aguantado durante muchísimo tiempo las aguas de su amor, pero sus diques no aguantaban más y cedían a la presión. No se le ocurría que más hacer, por lo que acudió aquel día con la esperanza de hablar con su amigo de la infancia, sin saber que las grietas de su relación eran mucho más profundas de lo que él pensaba. Cuando el 17 liberó a su amigo, el que esperaba salió al paso. El que llegó lloraba, rabiaba, pero parecía tremendamente resuelto. Se gritaron. Espera. Apártate. ¡Escúchame! ¡Apártate he dicho! El que iba armado empujó a su contrario, y emprendió la marcha hacia la esquina, seguido de cerca. A lo lejos, la chica sonreía. Maldita sea, ¿qué es lo que pretendes? Ya es demasiado tarde, ¡¿Es que no te das cuenta!? Acelero el paso hasta que estuvo por fín a pocos pasos de la joven. No había palabras. Sin más, una mano rebuscó entre un pantalón, y el revólver obtuvo su pequeño minuto de fama. Inconscientemente, el joven armado apuntó al ojo derecho de la chica, quien miraba incrédula y paralizada por el miedo el tambor de la pistola, el único espectador a la película acelerada del final de sus días. El dedo apretó el gatillo y el percutor despertó el demonio sulfuroso de la bala. Girando y a una velocidad de vértigo, la bala atravesó la pared multiestrato de la chica. Cristal, ojo, músculo, cráneo, líquido cefalorraquídeo, cerebro, líquido cefalorraquídeo, cráneo, músculo, piel, pelo. A través de las gafas, la bala se llevó todo un futuro por delante. Al salir, una explosión roja salpicó a la mujer que pintaba arrodillada. La mancha abarcó casi todo el cuerpo de la mujer, pero una pequeña parte sorteó el obstáculo y fue a parar al dibujo. Lejos aún de entender lo que pasaba, Nana tenía por fín un pelo rojo que le hacía justicia. La bala, ajena a sí misma, continuó su vuelo en línea recta, girando, ya sólo era una bola informe de metal. Al final del camino acertó en la improvisada casa del ruiseñor, liberando las aguas atrapadas en aquellos cinco insensibles. Resulta que los primeros que lloraron fueron aquellos que no podían ver.