Me pilló por sorpresa. Yo miraba al Sacre Coeur, como la mayoría de los turistas que nos encontrábamos en aquella típica plaza de Monmartre, llena de pintores animando a la gente a dejarse retratar por sus hábiles manos. Ya había anochecido, y la luna alumbraba tenuemente, junto con los farolillos, el cielo sin estrellas de París. Alguien habló en francés en mi nuca. Me giré y me topé con unos espandados ojos claros, como dos oasis de tranquilidad en el desierto de arrugas y tormentas de un rostro viejo y castigado; eran apenas dos agujerillos que contemplaban el mundo con delicadeza y astucia a la vez. Comenzó a hablarme del cielo rojizo y las noches de invierno, aunque no alcancé a comprender todo lo que me decía. En aquel momento, yo me limitaba a sonreir mirando perpleja a aquel viejo bohemio. Me preguntó que cuál era mi nombre, susurrando con ese acento dulce... Yo le contesté con un tímido "Estela". Sacó una postal y, en el dorso, escribió rápidamente un poema. El silencio se rasgaba por el carboncillo sobre la superficie acartonada y lisa. Intentaba leer qué me estaba escribiendo, pero no entenía nada; el viejo tenía una letra casi ininteligible. Me miró y sonrío. Mostró una desdentada sonrisa, enmarcada por su barba blanca y, en apariencia, descuidada. Se limitó a leerlo pausadamente, deteniéndose como lo haría cualquier poeta en las palabras más bellas. Yo sabía que aquello no era más que un truco, que después extendería la mano para que sonaran las monedas repiqueteando en la carne, que el viejo vivía de ello y era normal... Que aquel poema no se lo acababa de inventar, que a todas nos debía de escribir lo mismo o, por lo menos, algo parecido. El viejo me habló de mis ojos y de mi corazón, de las fotografías y las canciones, de las sonrisas, ... Era un poema de amor a una perfecta desconocida. Respiró profundamente al terminar de recitar. Sonrió de nuevo con una boca maliciosa y sus ojos centelleantes. Entonces, me señaló su mejilla y la besé con dulzura, pudiendo reconocer en él un aroma dulce y suave, como las camisas recién planchadas. Su barba amortiguó mi beso. Tomó mi mano con delicadeza y la besó deshaciendo su suave barba en mis nudillos. Así se despidió de mí, segudo de un alegre "Au revoir, mademoiselle!".
Tuve una sonrisa perpetua, una calma espiritual, una alegría inmensa, un reencuentro de esperanza. Aún existían soñadores que compraban los besos de las mademoiselles con poesía...