Estaba a punto de iniciar un nuevo viaje, pero esta vez no tenía ninguna ilusión por empezar a caminar. Los motivos eran muy distintos a los que me había empujado hacía poco más de un año hasta Bilbao en un vespino. No tenía la moral por las nubes, ni mucho que menos, ya que no me motivaba la llegada a ningún sitio, pues no era un destino físico lo que busca, sino un destino que acabase con un sentimiento amargo.
Era en realidad era alguien que huía de algo, algo que había puesto mi vida patas arriba. Y ese era en verdad el motivo por el que estaba allí, una vez más sólo ante un largo viaje. La naturaleza había sido siempre mi válvula de escape y mucho más después de aquella historia en moto. Quizás fue el recuerdo de cómo había olvidado a aquella chica de Baracaldo, lo que me indujo a pensar, que en la soledad de aquellas montañas encontraría lo que estaba buscando; olvidar.
Desde mi regreso de Bilbao, había salido con una chica, habíamos compartido buenos momentos y desde luego tenía buen recuerdo de aquello, pero tuvo su final y decidimos dejarlo y dar paso a una amistad que perduraría en el tiempo. Tras aquella relación, sin ningún compromiso y sin la más mínima intención de complicarme la vida, se cruzó ante mí alguien que cambiaría mi concepción del mundo. Creo que no hay palabras suficientes, ni en un idioma tan rico como el castellano, para definir como quise a aquella chica. Nunca antes había sentido nada igual, sentimientos de concepciones precipitadas se arremolinaron en mi cabeza, creando la imagen de una especie de diosa, que desde luego no correspondía con la realidad. Y es que a veces es demasiado bonito dejarse llevar por esos sentimientos, aunque en el fondo sepas que estas engañándote a ti mismo, y no opones resistencia, creyendo sólo lo que quieres creer.
Hay que ver como este tipo de situaciones distorsionan la realidad, no siendo extraño pensar que alguien inventase la figura de Cupido para explicar tal asunto. Creo que este personaje se equivocó conmigo, en vez de dispararme una flecha debió hacerlo con tres y una lanza, porque no puedo comprender como pude perder el rumbo hasta tal punto. Pero lo malo no era en si ese sentimiento, sino las consecuencias que de ello acarreaba al saber ella todo lo que sentía. Por supuesto, yo a ella no le interesaba lo más mínimo, jamás había salido con un chico y su única mentalidad era hacer selectividad y empezar con la carrera, siendo lo demás, secundario y sin razón por aquel entonces.
Pero aparte de los malos detalles que tuve que soportar durante meses y meses, típico de a quien le tienen por perro lazarillo, había un detonante en toda aquella situación que había provocado mi huida precipitada hacía las montañas. Un supuesto amigo, quiso demostrarme que ella no era tan inaccesible para los chicos como yo pensaba, así que paso una noche entera con tal atareada y estudiosa persona, siempre muy ocupada, menos aquella noche, en la que al parecer no paso nada digno de mencionar, pero eso para mi era lo de menos, lo peor, era el gesto de aquel supuesto amigo. Siempre he pensado que ninguna mujer tiene dueño, por eso, aunque me hubiera dolido, hubiera comprendido una relación entre ambos, pero nunca en el contexto de querer demostrar lo machote que era ante mí, como queriendo que me diese cuenta de lo infalible que era con el sexo opuesto. Por otra parte, me molestó, que una persona tan ocupada como ella, que nunca tenía tiempo para nada, ese día tuviera toda una noche.
Por éste y por varios sucesos, llegué a un límite en el que no quería seguir viendo a aquellos dos individuos cruzándose en mi vida, necesitaba desconectar de todo aquello en aquel mismo instante. Y así lo hice.
Como aficionado a la montaña, sabía que una de las regiones más asoladas del país, era la parte Norte de Guadalajara, la región de la reserva de Sonsaz, especialmente en su parte más agreste que era en la zona de la Sierra de Ayllón, donde se encuentra comprendido el famoso parque natural de “Hayedo de Tejera Negra”. Pueblos a más de mil metros de altitud y con menos de un centenar de habitantes, yacían en aquellos lugares extraños y aislados. El frío y los pocos accesos, convertían aquellas tierras en un lugar ideal para quien quisiera aislarse de la sociedad; y yo, más que nunca necesitaba estar sólo.
Es curioso como reacciona el ser humano cuando le surge algún problema con el que no puede enfrentarse, decide salir corriendo y esconderse en algún lugar, hasta que cree que el peligro ha pasado o simplemente cambiar de aires. Algunos, conducidos por el loco afán de que en otros lugares habrá suertes mejores, no cesan en su empeño de buscar nuevas fronteras, así como “el Buscón llamado don Pablos” de Quevedo, dice lo siguiente antes de partir hacia las Américas:
“-a ver si mudando mundo y tierra mejoraría su suerte y fuéle peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres-”.
Siempre he sido un gran amante de los bosques y las montañas, por tanto también de la práctica del senderismo. Luego que mejor idea que hacer una ruta que atravesase aquella sierra, desde Guadalajara hasta Segovia, para aclarar todas mis ideas y desconectar de todo aquel embrollo que absorbía mi tiempo.
Pero el mayor de mis errores, siempre criticado en tantas ocasiones por los expertos en montaña, me llevaría a una situación crítica. Mientras los telenoticias insistían una y otra vez en que no se subiese a la montaña, debido al temporal, yo obcecado, preparaba los últimos detalles para iniciar mi viaje. Siempre había sido prudente dentro de la imprudencia, pero ahora, aun sabiendo que era una locura hacer lo que me proponía hacer, estaba totalmente decidido a cruzar aquella travesía del modo que fuera.
Tozudo como una mula, nunca dejé que nadie se cruzase en mis planteamientos, siempre con mis objetivos y perspectivas no veía otra salida que aquella. Y es que cuando uno siente esa presión sobre el pecho que te impide dormir por las noches, siente que tiene que hacer algo para curar tal dolor, pero es tan complicado deshacerse de él, como el de idear un plan para tal cometido. No se si aquel planteamiento fue el correcto, pero el caso es que así lo hice y el día 4 de Junio de 1998, con una mochila que era más grande que yo, cogí un tren de Alcalá de Henares a Guadalajara.
Siempre he defendido el concepto nostálgico del tren, por eso me hubiera gustado seguir viajando entre raíles durante muchísimo más tiempo, pero desgraciadamente el lugar a donde me dirigía no tenía estación y nunca jamás había pasado un tren ni de lejos. La única manera de llegar hasta allí era mediante un medio de transporte que nunca fue de mi agrado, pero que no tuve más remedio que aceptar con cierto recelo. Un autobús surcaría entre angostos valles y áridas mesetas de extraños pueblos, hasta llevarme a mi destino, Cantalojas.
Pero antes de adentrarme en describir tan inhóspitos lugares, mención cabe reseñar, que ella prometió llamarme al móvil. Éste era de mi padre, ya que no era normal por esas fechas, que alguien sin trabajo como yo, tuviera uno de esos que ahora tanto abundan. Aquel primitivo “zapatófono”, cuya batería no duraba más de un día, me acompañaría durante los cuatro días siguientes, por lo que tan solo usaría en caso de emergencia y tendría encendido tan solo dos horas; de una a tres del mediodía. Horas, que todo aquel que sabía de mi marcha, conocía, para poder ponerse en contacto conmigo. Aun así, había advertido que los dos primeros días, tarde del jueves y día completo del viernes, sería imposible contactar, ya que aquél asolado lugar, lo era con todas sus letras, hasta el punto de no haber cobertura, al menos, hasta que alcanzase el alto de las montañas, donde los repetidores del importante pueblo segoviano de Riaza, pudieran alcanzar.
Recuerdo partir contento, como quien se quita un peso de encima, la promesa que ella me había hecho de llamarme, encendió en mi una sonrisa y de alguna forma estaba impaciente porque llegase el momento en que le pudiera describirle los lugares que esperaba encontrar, aunque la presencia del falso amigo, cortó en seco aquella tímida sonrisa.
Cogí el autobús sobre las seis de la tarde, llenó hasta los topes, a rebosar de abuelos que se dirigían hacia sus respectivos pueblos. El bus daba tales vueltas, que llegué a pensar que yendo andando y en línea recta, tardaría mucho menos. Recuerdo campos de cultivo, algún que otro pinar, valles cerrados de oscura pizarra, en los que residían pantanos casi negros, que habían devorado incluso pueblos enteros, pero la imagen más firme que me viene a la cabeza, es la de aldeas de piedra, con más ganado que habitantes, junto a carreteras destrozadas por el desgaste de los muchos inviernos soportados. Puede que a alguien le parezca triste tal panorama, pero a mi, muy al contrario, me resultaba pintoresco y acogedor, la unión tan próxima entre el hombre y la naturaleza, parece devolvernos al pasado que siempre en nuestras mentes fue mejor. Aquel viejo, que descansaba sobre la puerta de su casa, parecía haber vivido toda su vida allí, sin querer saber del exterior; desconocedor de las grandes urbes, del estrés diario, del humo de los coches y de todos esos problemas, que como moscas, revolotean alrededor de las cabezas cosmopolitas. Su cabeza, en cambio, parecía libre de esos moscones, tranquila, aunque quizás cansada de la rutina del campo; pero todo, no hacía falta decirlo, es imposible tener.
Las tardes de Junio, parecían no tener fin, el sol abrasador, anticipo del de Agosto, provocó ese aroma que precede a la tormenta y que el enrarece el aire con sus silbidos inesperados, remolinos que remueven la tierra y nubes negras que se forman en las montañas, descargando agua a raudales entre descargas eléctricas. Pero el día, por lo menos hasta esas horas, no deparaba más que sol y buen tiempo.
Llegó un momento, en que los únicos habitantes del autobús, éramos el conductor y yo. El resto del pasaje había quedado repartido entre los muchos pueblos por los que tuvimos que pasar. Me sentía raro al ser el único motivo por el cual el bus debía dirigirse a Cantalojas, así que me puse a hablar con el conductor; hombre cortés y campechano como buen alcarreño que era. Y así, entre las historias más arraigadas de la tierra, fui conociendo el por qué de todos aquellos pueblos. Me habló de la nieve, fiel compañera del invierno, ya que el mismo Cantalojas, se encontraba a casi 1.400 m. de altitud, y de todos los problemas que se desprendían de tal fenómeno, en su trabajo como conductor. Carreteras cortadas, algún que otro autobús atascado, pueblos incomunicados y todos aquellos inconvenientes que emanan de los caprichos del tiempo.
Cuando llegué a Cantalojas, me resultó un pueblo extraño en su entorno, pues mientras en la arquitectura de la zona reinaba el empleo de la pizarra, dando un toque oscuro, húmedo y norteño. Allí se usaba la fachadas en crema, casi de tono colorado, tanto en muros como en tejados. Al ser pueblo rodeado de pastos, no era raro que por las calles cruzasen vacas o rebaño, así como ese olor a pueblo y chimenea, que como sello propio, lo distinguía, dándole personalidad e inigualable belleza.
Pero poco tiempo iba a hacer presencia en aquél pueblo, el camino comencé sobre las ocho de la tarde y no pararía hasta hora y media después. Andar en un atardecer en el que allí era más primavera aun que de dónde venía, era todo un espectáculo. Un jardín de flores, que se extendía sobre una extensa pradera rodeada de pinos, parecía darme la bienvenida al parque de Tejera Negra. Sus flores, de todos los colores, me recordaron a esos cuadros de pintores holandeses, en los que tulipanes de todos los tipos, eran el principal protagonista.
El cielo estaba despejado, pero aun así, debía buscar un lugar seguro donde pasar la noche. De forma que lejos del camino, fui a parar al cobijo de un pino enorme y solitario, donde instalé mis cosas y preparé la cena. Quizás a más de uno os pareciese muy triste aquella cena en solitario en aquel lugar apartado del mundo, pero era lo que en aquellos momentos necesitaba, estar solo y distraído, sin pensar en nada más. Preparé también, no poco antes de cenar, lo que sería mi cama, una esterilla, un saco y un poncho para guarnecerme si la lluvia caía. Y para comienzo de mis desdichas, así fue.
Nunca antes, y no era la primera tormenta que había soportado, había de recibir tan soberana manta de agua. Tanto es así, que el poncho que había puesto en forma de tienda canadiense, hizo balsas, que terminaron por mojar casi todo el equipo. Jamás había visto llover de tal manera, parecía como si lanzasen el agua a cubazos desde el cielo, pero lo que resultaba mucho más amenazador, eran los truenos. De pronto se iluminaba el cielo, como si fuese a romperse en mil pedazos, como si el día naciese de golpe, y acto seguido un estruendo resonaba interminable en mi cabeza. Era como si la tierra rugiera, como si hubiera un terremoto y las placas terrestres se desgarrasen. Nunca antes había escuchado un ruido similar. Llegué a pensar incluso, que la lluvia había provocado desprendimientos de rocas y que de ahí provenían tales ruidos.
La tormenta duró unas tres horas, hasta que fue menguando poco a poco. En todo este tiempo, no dormí nada, me limite a achicar agua del poncho y a evitar por todos los medios que entrase en el interior. Ojalá hubiera encontrado aquella noche una cueva, pero nunca se tiene tanta suerte como en las novelas o en las películas, allí no había ningún lugar donde guarnecerse, solo campo. Ante la magnitud de la tormenta, que me tenía completamente asustado, temí que algún rayo cayese encima mía, o simplemente que el viento huracanado me barriese del mapa como si tan siquiera fuera una espora. Puede que fuese una opción remota, pero pensad que estaba debajo de un árbol y por tanto es más posible recibir una descarga, pues aparte, la cantidad de rayos por minuto, era tal, que no daba tiempo ni a tomar una bocanada de aire, cuando de nuevo el cielo se partía en dos. Quizás os figurareis sus dimensiones, si os digo que siempre fui un gran aficionado a tales espectáculos de la naturaleza, pues siempre que había tormenta, asomaba la cabeza por la ventana para no perderme ni un solo instante de tan dantesco espectáculo, pero sin embargo, en aquella ocasión hubiera dado todo lo que estuviera en mi mano para no estar allí, bajo lo que llegue a creer que era sin lugar a dudas el Apocalipsis final. Creo que no exagero, al decir la palabra Apocalipsis, ya que días después me enteraría que aquella tormenta fue sonada entre los habitantes de la tierra, cortó el suministro eléctrico de toda la región y su violencia fue comentada por todos.
A la mañana siguiente y sólo habiendo dormido un par de horas, el sol relucía como nunca y recordé el dicho, de que después de la tormenta llega la calma. Todo estaba empapado, por lo que tuve que hacer una especie de tenderete y esperar un par de horas a que todo se secara. Lo más importante, el saco, había conseguido protegerlo mediante un impermeable, por lo que no tardó mucho en secar. Pude ver también, los efectos violentos que por la noche habían acaecido. Un árbol, no muy lejano, estaba literalmente achicharrado y el río, que recorría el valle poco más abajo, era dos veces el de ayer a la hora de mi llegada. Pensé que el hecho de haber sobrevivido a tal suceso, era ya toda una aventura, pero desde luego me equivocaba, pues el destino me aguardaba impaciente, con muchas y no gratas sorpresas.
Como decía, el día había amanecido radiante, era un despertar único, el ambiente olía a mojado, a un verde vivo y fresco que se exhibía con toda plenitud antes de la llegada del caluroso verano. Los robles formaban bosquetes por ambos lados del camino, eran densos y no muy altos, pero el color de sus hojas, tiernas por ser jóvenes y muy claras por el mismo motivo, daban una sensación de contraste con la viveza de la hierba, que hacían del camino algo ameno de andar. Sin lugar a dudas, fue éste el tramo de la ruta que más disfruté, quizás por el tiempo, que a todo da color, o quizás porque el cansancio físico aun no había pasado factura.
Del trazado a seguir, lo había elaborado detenidamente sobre el mapa días antes. Aunque aventurero, nunca me había gustado viajar a ciegas y sin rumbo, pues “oscura es la noche en el campo, como oscuro es el camino de los hombres que no encuentran rumbo en su vida“. Supongo diría alguien alguna vez , antes de que a mi se me ocurriese. Pero no creo que sea de relevancia contar aquí cada uno de los puntos topográficos, nombres, altitudes, rumbos y otras citas, que si bien están en una guía de viajes, no lo son en una historia que persigue otros fines, que van más allá de los geográficos. Y si a alguno, conocedor de tales lugares, le tienta la curiosidad por saber el itinerario, le invito desde aquí a que no se prive en preguntármelos, que gustosamente le describiré uno a uno, ya que todavía conservo mapas trazados con las rutas, tanto primarias como secundarias, ya que siempre acostumbro a idear alternativas, intentando anticiparme a las sorpresas del destino, aunque reconozco que nunca lo consigo.
No tardé en perder el camino de vista, no me gustan los viajes encarrilados, a no ser que sean por tren. La brújula y el mapa, como elementos de navegación, me parecen mucho más entretenidos que el simple discurrir. Además, el paisaje cobra riqueza cuando uno no sigue los pasos de Vicente; pues “¿dónde va Vicente?...”. Lo puro y verdaderamente hermoso, no suele tener fácil acceso, por lo tanto, uno debe internarse en los bosques para encontrarlo. Y así, entre pinos y robles surqué las faldas de la montaña, hasta subir a un collado, donde decidí que era hora de comer.
No hice más que parar, cuando un viento huracanado terminó con aquel día primaveral. Reconozco que el viento casi me tira al suelo, no hacía falta mucho con semejante mochila, pero fue peor cuando las nubes se aproximaron al collado, tan rápido que no tuve tiempo ni tan siquiera de resguardarme bajo un techado que cubría un panel informativo del parque. Allí, bajo techo, comí, y cuando hube comido, como manda la tradición, saqué un pitillo. Hoy me alegro de que no pudiera encenderlo, pues no creo que vuelva a fumar nunca más, pero en aquel momento, el tener tabaco y el mechero sin gas, fue todo un trauma. Como podéis suponer, no había estancos ni tiendas, por lo que no solo no podría fumar hasta mi llegada a Riaza, sino que tampoco podría comer caliente, a no ser que lograse encenderlo a chispazos, lo que resulto ser una tarea imposible y terminó por hacerme una herida en el dedo de tanto darle a la rosca. ¡Qué fácil parecía en documentales y películas!, creerme, encender fuego sin una cerilla o un mechero no es tarea fácil que digamos, y si no intentadlo.
Desde el collado, un bosque de hayas cubría la ladera de un monte. Era un bosque cerrado, penumbroso, que con las nubes que lo cercaban, tenía un aspecto místico y un tanto misterioso. Y es que historias de hadas y duendes siempre fueron descritas en tales lugares. En su interior es como si de otro mundo se tratase, el cielo no es azul sino verde, gracias a esas hojas que se iluminan con el sol, pues no son como otras que la luz no logra atravesar. Así, un bosque de hayas es como un filtro de imagen, que a todo cambia el color y nada es lo que parece a los ojos de quien bajo su sombra se cobija.
Me interné en él, hasta que me creí perdido, pero no me importó, pues aquel bosque era como un reliquia viviente, que había vencido a la batalla del tiempo, a las más duras tormentas, a la explotación de los hombres y al cambio climático. Las hayas son árboles que necesitan de una gran humedad y son extremamente sensibles a las sequías. Por lo que solamente se dan en zonas donde la lluvia es la protagonista de los días, hasta tal punto, que su avance hacía el sur, está delimitado por el “Hayedo de Montejo“, muy cercano a éste lugar, siendo pues éste, uno de los últimos reductos de estos árboles, más típicos de Norte de Europa, que de la árida Castilla.
Ya a estas alturas del viaje, comenzaba a hacer mella el dolor de pies que se haría protagonista más adelante. El peso de la mochila, la pendiente de la montaña y que las botas eran duras y no muy usadas, fueron motivos suficientes para terminar por convertir toda la planta del pie en una herida, que a cada paso que daba era como si pisase una alfombra de cristales. Llegó el momento, en que cada pisada se convirtió en todo un reto y si paraba y luego volvía a caminar, el dolor era aún mayor. Llevaba ya doce horas de marcha, menos una, que la había dedicado a comer. La cuesta, entre el bosque, era cada vez más pendiente y para mal de mis males, escurridiza y llena de barro. Esperaba que al llegar a la cumbre, pudiera divisar la gran meseta castellana y entrar así en Segovia. Pero un acontecimiento desagradable me aguardaba en lo alto.
Tras más de una caída, por lo malo del terreno, di alcance a lo que me pareció ser la línea divisoria entre ambas castillas. Miré tras de mí y pude ver el tupido bosque que quedaba bajo mis pies; el valle y el río que lo surcaba, así como el contraste de colores ocres y vivos, que se mezclaba entre las nubes bajas, el azul del cielo y un horizonte que no divisaba, pero que imaginé, pues muchas veces no es necesario dejarse llevar por los sentidos, para poder ver lo que ante uno se encuentra. Mientras giraba la cabeza, unas flores violáceas, escondidas tras una pradera , se iluminaban por un fugaz rayo de luz, que devolvió el colorido a unos aislados pinos, enrevesados por el viento. El mismo que surcó los cielos, entre las gotas de agua de una nube que se desvanecía y permitió que viera un arco iris que viajaba entre la niebla, el azul del cielo y ese horizonte que había imaginado.
Desde aquel lugar, hipnotizado por el paso de los acontecimientos, no sabía que aquel rayo de sol, sería el último que vería en mucho tiempo, pues la segunda gran tormenta se estaba forjando a pasos agigantados y yo me dirigía sin saberlo, al centro del huracán. Pero no adelantemos acontecimientos, que antes, una sorpresa me aguardaba en las lindes. Al otro lado de las montañas, no había pueblos, ni esa gran llanada segoviana que esperaba encontrar, sino un valle cerrado, encasillado por altas montañas, canchales y bosques de pinos y jaras. Reconozco quedarme atónito, al ver aquel paisaje que no esperaba, más montañas, otro valle, más altas, más esbeltas y mucho más difíciles de atravesar. ¿Pero qué había pasado?, ¿cómo podía haber llegado hasta allí?. El mapa no podía estar equivocado, debía ser un error, pero no podía comprender cual había sido, me había limitado a seguir la brújula y el mismo rumbo durante horas. -¡La brújula!-, exclamé, mientras mi rostro se desencajaba al ver que giraba loca como un tiovivo.
Lo que sucedió a mi forma de ver, fue que aquella brújula había perdido, de una forma casi increíble por todo aquel que conozca estos aparatos, parte del líquido que se encuentra en el interior de su esfera, marcando durante kilómetros, un Norte equívoco, que me desvió entre la niebla unos 40º al Oeste, hacía el pico del Lobo o lo que es lo mismo, la mismísima boca del lobo. Donde deberían verse pueblos y carreteras, solo había montañas, barrancos y ni tan siquiera un mal camino, por lo que tuve que avanzar campo a través, entre jaras y piornos que cerraban el paso, hasta tal punto, que tuve que desistir en seguir por tales lugares, por lo que di media vuelta, para ascender a lo alto de las montañas, donde el terreno parecía estar más despejado y por tanto más fácil de transitar. Quizás, desde lo alto vería la luces lejanas de un pueblo y pudiera guiarme, ya que no tenía ni idea del lugar donde me encontraba y encima ya no tenía brújula.
Un viento muy fuerte, arrastró las nubes contra las montañas, la temperatura bajó un poco y comenzó a lloviznar. Como si no tuviera bastante con ello, el sol dio paso a la noche, cuando llegué de nuevo a la línea divisoria. Estaba a unos dos mil metros de altitud, el viento soplaba fuerte. Los pies, en carne viva, dolían como nunca, hasta el punto, que en más de una ocasión caí al suelo. Recordé entonces un consejo que dijo alguna vez: “A los dolores hay que ignorarlos, que el dolor es del coco y no de la herida”. ¡Pero qué difícil resulta hacer caso a dicho consejo!, pero también, que remedio me quedaba, no podía quedarme allí, en medio de todo aquello y a la intemperie, por lo que tuve que armarme de valor y seguir caminando aun con aquellos pinchazos.
Hoy soy consciente de mi imprudencia, caminar en la niebla y de noche, es algo demasiado arriesgado, es algo que nunca se debe hacer. Pues no es el primero ni el ultimo que ha caído por un barranco y jamás se ha vuelto a saber de él. Uno ante estos casos, debe guarnecerse de la mejor manera posible, hasta que pase el temporal, pues no es buena idea andar a ciegas, ni el campo ni en la vida diaria.
Debido al viento, las gotas de agua parecían dardos que golpeaban mi cara. La niebla y las sombras de rocas oscuras, convirtieron aquel paisaje en un lugar tétrico y oscuro, que en nada se parecía aquel otro tan lleno de colorido. Recuerdo, como un corzo salió espantado, como sorprendido al verme por aquel lugar. La forma de saltar y la velocidad con la que se movía por el medio, me hizo sentirme el ser más débil de la naturaleza. -¡Ojalá mis piernas pudieran avanzar tan deprisa!-, lamenté diciendo, al ser consciente de la debilidad del ser humano en aquel medio tan inhóspito.
Seguí avanzando entre peñascos y barrancos, entre las nubes que correteaban bajo mis pies, mientras paso a paso me dirigía al Norte. Me imagino que os estaréis preguntado cómo podía saber que me dirigía al Norte, pues bien, ideé un plan que había leído en un libro de supervivencia y menos mal que no le hice caso al pie de la letra. El libro decía que el musgo siempre se orienta hacia el Norte, pero el caso es que en esta sierra no era así. Los lugares húmedos, estaban más orientado hacia el Este y no hacia el Norte, como era de suponer. El bosque de hayas, fiel reflejo de la parte húmeda, miraba hacia el mediterráneo y no hacía el Cantábrico, como por muchos era de esperar. Esto sucedía a razón de que las tormentas del Sistema Ibérico, así como las de la parte Este del Sistema Central, provienen siempre del calentamiento del Mediterráneo, por eso estas laderas son húmedas. Pero como ya he dicho, esto no es una guía turística y mucho menos meteorológica, así que iré al grano. Antes de que el sol se escondiera, observé su posición, que a través de las nubes, viéndose éste como una especie de aureola amarillenta. Sin duda, aquel era el Oeste, ahora sólo faltaba buscar el Norte. A alguno le parecerá que tal faena es sencilla, pero en la niebla, con poca luz y totalmente perdido, no es difícil confundir el Norte con el sur. El musgo, como antes decía, miraba preferentemente hacia el mediterráneo, pero, siempre con una desviación hacía el Norte, luego lo único que tuve que hacer es trazar una línea recta desde donde el Sol se escondía, comprobando que el musgo seguía esa dirección, para después darme cuenta, al mirar la pequeña tendencia que éste tenía hacía uno de los lados, así me indicaría el sentido Norte. Trazando un ángulo de 90º en la mencionada línea, me podía figurar más o menos, de forma aproximada los puntos cardinales.
Por la distancia entre unas crestas y otras, pude situar en el mapa el lugar en el que creía encontrarme. Pero tengo que decir, que eran todo suposiciones y no estaba completamente seguro de que lo que estaba haciendo fuera lo correcto. Por lo que la incertidumbre creó en mí una sensación de malestar, por no saber si caminaba en el sentido previsto. Un error de cálculo que me adentrase más en las montañas, podía ser fatal, ya que apenas podía caminar y no tenía comida para más de un día.
En aquellos momentos, en los que llevaba caminado unas 15 horas, mi principal objetivo era el de encontrar un lugar resguardado donde pasar la noche, ya que era completamente de noche y no se veía absolutamente nada. Encontré así un conjunto de rocas, que entre las mismas, formaba una grieta, más o menos del ancho de mi cuerpo. Estaba un poco en caída, pero no había nada mejor, así que saqué el poncho y lo até de un grupo de piedras al otro, dejando el hueco totalmente cubierto. La caída favorecería a que el agua no hiciera balsas como el día anterior y desde luego, aunque el lugar era sumamente incomodo, me resguardaría bastante bien de la tormenta que ya a estas horas descargaba con fuerza.
Los truenos volvieron a hacer acto de presencia y si bien ésta tormenta no fue tan dura como la anterior, duró todo la noche, hasta las 5 de la mañana, hora en la que me levanté y aun seguía lloviendo. No pararía hasta las 12:30, por lo que imaginaos como estaba todo de barro. El viento, seguía silbando con fuerza, no daba tregua, parecía decidido a lanzarme a un abismo. El agua se había acabado, por lo que tuve que beber de la que se había depositado encima de las piedras, esa es el agua más pura que jamás he probado. En cuanto a los pies, los tenía totalmente hinchados, casi no entraban en las botas y las heridas me dolían a cada paso que daba.
Continué utilizando la línea divisoria como si de un camino se tratase, acordándome de que había prometido encender el móvil de 13 a 15 horas, por lo debía darme prisa si quería llegar a la parte segoviana sobre esas horas. Todo eso, suponiendo que fuera en la dirección correcta. La idea de volver a escuchar su voz, pues había prometido llamarme, elevó mi moral hasta limites insospechados, e ignoré el dolor de pies, de espalda y el cansancio por los muchos kilómetros recorridos, obligándome a seguir un ritmo, que si bien no era muy fuerte, era constante y sin pausa; pues sabía que si paraba el dolor era aun peor. Encendí el móvil, pero fue inútil, tal y como esperaba, allí no había cobertura, así que seguí caminando.
Recuerdo como a cada paso que daba, el zumbido del aire se mezclaba con el sonido de la lluvia al caer contra el impermeable. Cómo las gotas de agua se deslizaban sobre éste y terminaban empapándome la cara, hasta que acabé calado hasta los huesos. Ante todas estas desdichas, mi única obsesión, era la de llegar a ese punto donde hubiera cobertura y poder hablar con ella, decirla lo estúpido que había sido por mi parte el marcharme sólo hasta aquel lugar. Pensaba contarla todas esas cosas que siempre le había querido decir, pero nunca antes me había atrevido. Ahora, en aquella situación límite, sabía perfectamente lo que sentía, quizás fue eso lo que me dio moral sufriente para seguir mi camino, pues cada paso era todo un logro, un objetivo más. Mi cabeza decía una y otra vez: “-uno más, uno más-”, hasta que uno tras otro a la 12:30, hora en la que dejó de llover, subí a lo alto de una piedra y encendí el móvil, para mi sorpresa la cobertura era máxima. Por lo que llamé a mis padres y les dije que estaba bien, ¡qué gran mentira!, qué otra cosa podía decir, desde luego lo que no quería es preocuparles. Desde luego, sin llover y con cobertura, mi vida ya no corría tanto peligro, posiblemente la vertiente segoviana estaba cerca, por lo que se podía decir que estaba casi salvado. Ahora solo cabía esperar de 13:00 a 15:00 horas, para poder hablar con ella, tal y como me había prometido. Había hecho un esfuerzo infrahumano para poder estar allí a esas horas, pero sin embargo ella tenía otras cosas más importantes que hacer que apretar unas teclas de un teléfono, quizás quedar con el “machote” de mi “amigo”.
De golpe y porrazo, había visto la cruda realidad, yo no significaba nada para ella, no era ni siquiera su amigo como me había hecho creer. Solamente era un imbécil con el que solamente trataba cuando a ella le interesaba. Que estúpido había sido, que ignorante y precipitado concepto de ella me había forjado para no ver lo que en realidad era. Una persona egoísta, que tan solo se preocupaba de ella misma y los demás no le importábamos lo más mínimo. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?, ¿cómo no lo podía haber visto antes?. Y es que hoy en día, si tuviera que confiar entre la vista de un ciego y la de un enamorado, creo que elegiría la del ciego, que por lo menos, ya que no ve, no te cuenta mentiras, ni te dice ver cosas que en realidad no existen.
Ante tal desilusión, os podéis imaginar con que cuerpo me quedé, si ya de por si estaba abatido, ahora me encontraba destrozado totalmente. Creo que en toda mi vida me he sentido tan mal como en aquel momento. Aquella chica, no solo no llamó aquel día, sino que no llamaría en mucho tiempo.
Más sólo que nunca y con el cansancio propio de quién lleva casi dos días caminando de tempestad en tempestad, me derrumbe. No podía dar ni un paso más, el dolor en la planta de los pies era inaguantable, la mochila pesaba demasiado y mi moral estaba a la altura del betún de los zapatos. El viento era incesante, racheado, tenaz. El día gris, con nubes negras que revoloteaban a mi alrededor y yo, fui cayendo poco a poco, hasta que mis rodillas tocaron tierra y de un giro me quedé tumbado sobre la mochila, tendido en el barro. Casi como si fuera ahora, puedo recordar como en aquel momento comenzó a llover. Las gotas de lluvia cayeron sobre mi rostro y al tiempo que las veía caer, pude observar ese brillo característico, que como destellos contrastan con el fondo gris de las nubes. El tiempo pasaba y no tenía fuerzas para levantarme, todo parecía haber perdido el sentido, aquel esfuerzo no se vería recompensado por nada y por un momento me rendí ante el cansancio y el agotamiento. Levantar aquella mochila era tarea imposible, había agotado todas mis fuerzas y después de ver la realidad tan de golpe, pues yo no significaba nada para ella; mi moral era nula.
Siempre he creído que el ser humano tiene más aguante del que en realidad piensa. Cuando crees llegar a un límite, resulta que éste tan solo es el principio de un largo sufrimiento y que aun queda muchísima resistencia más en nosotros mismos. Pero esa fuerza que surge en el momento en que todo parece perdido, reside en nuestra cabeza, en nuestras mentes, quizás en la moral. Mi moral, como ya he dicho no pasaba por sus mejores momentos, pero pasaría algo que lo elevaría hasta limites insospechados. Mientras estaba allí tumbado, al borde del desfallecimiento, comencé a recordar pasajes de mi infancia, momentos que me marcaron, que habían hecho de mí lo que en realidad era y recordé así a todas esas personas que me habían demostrado su afecto, su amistad y su incondicional apoyo. Mis padres, desde luego, siempre habían estado ahí, habían tratado de ayudarme en todo momento y habían estado preocupados por mi actitud en los últimos meses, pues debieron de notar, que me estaba dejando llevar demasiado por mis sentimientos y había olvidado otras cosas importantes de la vida. Aquella chica había absorbido todo mi tiempo, había jugado conmigo y por ella, estaba ahora allí, boca arriba, en algún lugar perdido entre montañas.
Como decía, algo cambió de pronto, comencé a ver la sucesión de acontecimientos con una perspectiva distinta a la que hasta entonces me había cegado. La vida cobró un nuevo color y sentí la llamada de la supervivencia. Esa llamada que te impide rendirte, que obliga a levantarse del suelo, sacando fuerzas que ni siquiera sabes de donde proceden. Era tentador dejarse llevar por el cansancio, desfallecer y dejar que todo siga su curso, pero es ese instinto del que hablo, el que precisamente nos impide abandonarnos a la suerte. Ese extraño presagio de que si me abandonaba perdería la batalla de la vida, fue el que me enseñó de alguna forma, a ver el mundo de manera diferente. Siempre hay montones de cosas por las que seguir luchando, el fin, solo es el espejismo de una etapa, de un suspiro, de un paso, no debes rendirte y dejar que sea el ultimo, siempre hay algo que te espera detrás de las montañas, la niebla y la distancia. Siempre hay algo por lo que merece la pena luchar y seguir con nuestra mirada fija en el horizonte. La vida tiene la cualidad de dar giros inesperados, cuando uno menos se lo espera y por mucho que nos duela, siempre hay lado positivo en todos y en cada uno de ellos.
Conseguí salir de aquella situación pensando en mis padres, mis amigos y todas aquellas personas y sitios que merecía la pena conocer. Todavía quedaban universos desconocidos, sensaciones lejanas, muy distantes, pero estaba seguro, no imposibles de alcanzar. Me quedaba mucho por descubrir en este mundo como para abandonarlo tan pronto, así que, paso a paso, arrastrando los pies, continué mi camino.
No llevaba mucho caminando, cuando divisé lo que parecía un valle. La niebla no dejaba ver nada, pero aquella caída pronunciada, me pareció el límite entre Segovia y Guadalajara. Las nubes se movían con rapidez, sin cesar un instante y sin que los desafiantes picos pudieran hacer nada para detenerlas. En un momento, aparecieron un grupo arremolinado de árboles, eran de hojas verdes claras. Mi rostro se torno en preocupación y desánimo, eran hayas, no había ninguna duda.
Sabía que las hayas tan solo habitaban en la vertiente Este, por ser más húmeda, y la parte segoviana estaría poblada por robles y pinos, más resistentes a la sequedad, pero nunca por hayas. Luego, estaba otra vez en la vertiente Este, ¿qué quería decir aquello?, pues sencillamente que todo lo que había andado no valía para nada, había dado vueltas en circulo y lo peor de todo es que no sabía ni dónde estaba. Ahora si que estaba perdido del todo, ¿hacía dónde andar?, ¿qué dirección tomar?, ¡todas mis artimañas para orientarme había fracasado!.
No se si en aquel instante, la decisión fue correcta o no, pero lo hecho, hecho está y no merece la pena darle más vueltas. Decidí bajar por aquel valle, dejando que el destino decidiera por mí, aferrado al refrán: -”Todos los caminos conducen a Roma”-. No sabía lo que me esperaba, ni tampoco hacía dónde me dirigía, pero continué pendiente abajo.
La cuesta bajo se hizo más dura de lo que nunca hubiese pensado, los pies y las rodillas sufrían muchísimo más que antes, incluso en alguna ocasión rodé entre los pastizales como si fuera una pelota de nieve. Menos mal que a veces parezco tener un ángel de la guardia que me protege, porque en ninguna de las caídas me hice nada. En cada una de ellas conseguí levantarme, no con poco esfuerzo, pero que remedio me quedaba. Entre paso y revolcón, algo daría un giro inesperado a mi suerte. En un instante, un soplo de viento huracanado, lanzó la niebla del valle hacía las montañas, dejando ver una especie de lago. El paisaje era impresionante, un inmenso robledal, con sus hojas de un verde próximo al caki, pero vivo y brillante, con hayas que salpicaban los humedales, torrentes y fisuras aquí y allá, y aquél lago, en medio de todo, como un espejo sobre el que se miraban las nubes, sobre el que salpicaban las gotas de lluvia y se contemplaban las montañas, que parecían discutir sobre quién era la más esbelta de todas. No cabía duda, era la vertiente segoviana.
Que mala pasada me había ocasionado el creer que en ésta vertiente no habría hayas, pues si que las había, solo que no en gran medida. El lago, en realidad era un pequeño pantano, que pude comprobar en el mapa. Todo indicaba que aquello era Segovia, pues en la otra vertiente no había ningún lago ni nada que se lo pareciese, tan solo un río.
Comprobé si el relieve correspondía con el del mapa y por suerte así era. Qué satisfacción, no os lo podéis imaginar, ya no estaba perdido, estaba cerca, muy cerca de Riofrío de Riaza, pueblo, que aparecería poco después tras despejarse la niebla.
Anduve durante largas horas, pues en la montaña, lo cerca siempre resulta lejos, así como lo fácil resulta siempre difícil. Pero llegué finalmente a Riofrío, con hambre y sed, ya que había consumido toda el agua y la comida, pero con la alegría de estar de nuevo en la civilización, lejos de aquel infierno que había pasado y contento conmigo mismo, por haber sido capaz de no rendirme ante lo que parecía imposible. Allí descansé un buen rato, mientras los vecinos del pueblo me miraban convencidos de que era un vagabundo misterioso, pero es curioso como cambia las caras y el concepto de la gente cuando hablas con ellos con sinceridad y buenas palabras. Aquellos momentos desconfiados, pasan a ser de comprensión y ánimos. “-Menos mal que estás bien y no te ha pasado nada allá arriba, con estas tormentas-”, me decía una señora de un bar en el que compré un mechero; ¡por fin podía fumarme un pitillo!.
Tan solo quedaban seis kilómetros para llegar a Riaza, dónde dormiría en un hotel, merecido me lo tenía. Mientras me conducían a mi habitación, pasé por un patio desde donde se veían las montañas, se podían ver rayos y nubes negras, pero a la vez todo ese manto vegetal que tapizaba el suelo desde la llanada hasta casi lo alto de las montañas, en aquel lugar donde las nubes funden las cimas con el cielo. Alguien, a quién no pude ver, dijo de pronto: “-otra vez; todos los días a la misma hora tenemos tormenta-”. Me alegre de verás de tener una cama donde dormir, así que así lo hice, durante largas horas, hasta que el domingo 7 de Junio marché hacía Madrid.
Puede que fuese una locura, que fuese un imprudente, pero gracias a ello gané una experiencia única. Me sirvió para valorar más la vida de lo que hasta entonces lo había hecho, y a saber, que hay cosas más importantes que perder la cabeza por absurdos sentimientos, que siempre hay que seguir con la vista al frente, sin rendirnos ni abandonarnos por pensar que todo está acabado y que no tiene remedio. Siempre hay por lo que luchar y por lo que seguir en pie. Creo que la vida es una continua lucha por no caer abatido, por continuar en pie, una carrera hacía algún destino, mejor o peor, triste o alegre, puede que en algo tenga que ver la suerte, pero sobre todo la valía de nosotros mismos.
Esta historia fue fruto de ese primer batacazo que quien más o quien menos, todos nos hemos dado como mínimo una vez cuando hemos sido jóvenes, cuando creemos encontrar a ese alguien tan especial, sin el que creemos no poder vivir y que cambia la concepción de todo lo que nos rodea. Creo que es necesario tropezar al menos en una ocasión, para madurar y hacernos fuertes, para poder afrontar las sorpresas del destino. No quiero decir con ello que yo ahora lo sea, sino que desde luego gracias a aquella experiencia se distinguir una cosa de la otra. Aun así, la madurez es algo extraño, no es homogéneo, como algunos piensan, tampoco no es sinónimo de seriedad, como algunos afirman, es algo muy complejo para describirlo brevemente, pero sin lugar a dudas nunca debemos creernos lo suficientemente maduros, porque esa simple creencia es síntoma de inmadurez. Siempre hay algo que aprender, que madurar, a lo que dedicar nuestro tiempo y esfuerzo, para así, poder combatir las inclemencias y caprichos del destino.