Blog de microrrelatos: Vacíos Literarios

Buenas a todos

Simplemente quería compartir por aquí un blog de microrrelatos que he comenzado recientemente y que mantengo bastante activo.

Como anticipo os dejo el primer texto que colgué, y si os gusta, pues ya sabéis jeje. La dirección está en la firma.

Rutina

Patrick era un trabajador más de Nueva York. Uno más. Por las mañanas se levantaba a la misma hora que todo el mundo y trabajaba las mismas horas que todo el mundo. Al llegar a casa, sin embargo, no hacía lo mismo que todo el mundo, pues se suicidaba diariamente unas dos o tres veces desde que entraba por la puerta de su casa hasta que se metía en su cama. Eso sí, como todo el mundo.

Los suicidios consistían en breves períodos de tiempo en el que simulaba matarse. Patrick nunca compartió estas tendencias con nadie. Al menos seguía siendo consciente de que éstas se encontraban completamente alejadas de la racionalidad. La única vez que estuvo a punto de compartirlo con una persona tuvo que volver a casa corriendo para suicidarse tres veces seguidas de diferentes formas para calmar su ansiedad. Para él era como si renaciera y sin hacerlo, probablemente no hubiera podido soportar su ritmo de vida más de unas semanas.

Algunos días hacía como si se tomara pastillas y, convulsionándose en su sillón, representaba un paro cardíaco que retenía su respiración solo unos minutos, hasta que ya no podía más y entonces respiraba y renacía. Otras veces le gustaba ahorcarse, y tenía un lugar favorito para hacerlo. En la despensa había un tubo que cruzaba verticalmente la pared y del que colgaba una fina y resistente cuerda negra que a su vez rodeaba por su cuello. Ponía un banco en el centro y subiéndose a este se podía tirar incluso media hora con las rodillas flexionadas y meciendo su cuerpo a los lados, con los ojos vueltos hacía atras y la lengua buscando el aire. No era tampoco raro que se pusiera la pistola en la sien o en la boca, exhalara un gran bang con su propia boca y dejara caer su cabeza hacia atrás o hacia un lado sintiéndose como la sangre le chorreaba por la cara

Pero había un simulacro de suicido que nunca lograba y que le traía de cabeza: tirarse desde lo más alto del edificio. Varias veces había tonteado con la idea, yéndose a la azotea y paseando por el borde, mirando la acera del fondo e imaginándose su cabeza desmorándose en los adoquines. Pero aquello era solo un juego. Él no quería morir y por lo tanto, nunca llegó a tirarse.

Un día sin embargo, sintió verdadero deseo de llevarlo a cabo con todas sus consecuencias. No podría decirse que hubiera una razón concreta, sino que ese día sintió que todo lo que había representado teatralmente hasta entonces tenía la necesidad de llegar a la última gran escena y cerrar finalmente el telón. Lo dejó todo preparado antes de ir al trabajo y se tiró todo el día pensando en lo que le esperaba en casa. Esas horas de trabajo fueron las peores de toda su vida. Como guiado por un destino irrevocable, entró en su casa como el que entra en una cámara de ejecución por ser condenado a muerte y se acercó al sillón, donde descansaba su revolver. Lo cogió y sin pensarlo dos veces, se pegó un tiro en la cabeza.

Se quedó inclinado contra el reposabrazos del lado izquierdo del sillón, con la cabeza colgando y emanando una gran cantidad de sangre contra el suelo. Con los ojos muy abiertos, pues así había imaginado su muerte y así quería que encontraran su cadáver, quedó fija su mirada en la ventana del salón, donde innumerables edificios habían observado atentamente la ejecución. La bala había perforado su cráneo, traspasándolo en su totalidad y dejando una huella hueca en la pared del fondo del salón.

Estuvo muchas horas allí el cadáver, solitario e inmóvil. LLegaba la hora de acostarse y nadie había escuchado el disparo, y la policía no se había presentado en la casa. Solo entonces se incorporó y se metió en la cama, como todo el mundo.

Nunca más volvió a cometer suicido ni sintió la necesidad de hacerlo.
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Daguerrotipo

La primera vez que lo sostuvo, en un anticuario cercano a su casa, aún no sabía lo que era un daguerrotipo. Todavía recuerda que se lo puso en la mano como el que cede un valioso tesoro, con sumo cuidado y esperando recuperarlo pronto. Le explicó que se trataba de una técnica fotográfica del siglo XIX en la que [...]

Continua en el enlace de firma :)

PD: Gracias por el comment, lo he cambiado
Muy curiosa la historia y además bien redactada. Te voy a seguir en blogger ;)
yo el final no le entiendo :-?
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Título: Suelo

Son las siete de la tarde en un barrio de una ciudad cualquiera. También una calle cualquiera observa el deambular de su anatomía. Ve que va cargada de bolsas, con andar nervioso y frío, intentando buscar la galería más cercana. Apenas cree reconocer a algunos de sus integrantes, tal vez de haberlos visto otras veces, pero a la inmensa mayoría la incluye en la multiforme inmensidad humana a la que llama, simplemente, gente.

Hacía un rato había visto al fondo de la calle a un anciano. Se había fijado porque empujaba un ruidoso carro cargado con su fortuna. No sabe en qué momento perdió la verticalidad del resto, pero cuando volvió a mirarlo se encontraba tumbado en el suelo, inmóvil. Entonces se fijó en ella de nuevo, que seguía pasando por su lado. Al principio, ni siquiera se había percatado de que el bulto que había al lado del carro era un hombre, ni tampoco lo hizo en los cinco minutos siguientes. Pasaban a su lado en hilera infinita, evitando instintivamente el obstáculo sin apenas darse cuenta de que lo hacían. Algunas, sin embargo, reconocieron en aquello tirado a un hombre, aunque solo dejaban caer la mirada unos segundos para luego recogerla. Otras, cómplices, se miraban entre sí buscando un culpable, pero olvidando a la víctima. Al poco tiempo ya se había creado a su alrededor un reguero de murmullos estériles que se perdía al doblar la esquina.

El viejo nunca sabrá cuánto tiempo estuvo allí, sin poder hablar ni moverse, viendo cientos de patas acudiendo inquietas a su destino. Cuando finalmente seis de ellas sacaron sus antenas para llamar a emergencias, estaban siendo espectadoras privilegiadas de su último suspiro.

Quedaron algunas esperando la llegada de la ambulancia, como un hervidero formidable, inconscientes de su conciencia.
Otro más. Espero que os guste.

Título: Condena

Es raro que haya llegado tan pronto. La verdad es que ya me estaba aburriendo aquí solo, pues los padres se han ido esta noche a cenar y ella había quedado con las amigas. Seguramente no tendría dinero para salir de fiesta.

Está avanzando por la casa a oscuras. Noté que había aprovechado la luz del pasillo para dejar el abrigo en el perchero y quitarse los tacones. Eso me dió tiempo para esconderme, pues cuando escuché el girar de la llave estaba sentado medio adormilado en el sofá del salón. Apenas la puedo ver en la oscuridad, pero viene tan preciosa como se fue, aunque algo cansada. Se lo he notado en la forma de andar.

Veo que se dirige a su cuarto y enciende la luz de la mesita de noche, iluminando tibiamente el pasillo. Con los tacones aun en la mano veo que avanza hasta el zapatero, donde los demás, cuidadosamente ordenados, esperan a los gemelos que faltan. Aprovecho entonces para deslizarme en silencio dentro de la habitación, y me siento en la silla de la esquina. Ella a su vez se sienta en la cama, en silencio y aun sin ponerse el pijama, cosa que me extraña. Tras unos segundos, se tumba, extendiendo los brazos pero dejando los pies en el suelo. Sin poder ver otra cosa desde mi esquina, los observo durante un rato, tan pequeños y completamente asfixiados por las medias.

Lleva ya demasiado tiempo ahí sin moverse. No es normal y la verdad es que empiezo a preocuparme. Tal vez se haya dormido. Creo que me voy a acercar a ver lo que le pasa. Lo hago por el lado opuesto por el que se ha tumbado para poder ver su cara, que hasta entonces había ocultado en el cúmulo de ropa que tiene la costumbre de dejar allí justo antes de salir. Está llorando. Desconsoladamente. Llorando en un silencio que daba miedo, en una tristeza sincera y profunda, igual que había hecho yo tantas otras veces, en mi esquina. No puedo evitarlo, voy a acercarme un poco más, aun sabiendo que no sirve de nada. Dios mío, aunque sé que no me valdría de mucho, pero ojalá fuera omnisciente, así al menos sabría lo que le pasa.

Sigo acercándome para verla más de cerca, y veo su rostro y sus ojos cerrados. Son muchos días viéndola diariamente, admirándola en silencio. Más que nunca, quiero que me conozca, hablar con ella, preguntarle qué le pasa, consolarla, besarla. Acabo de llegar al punto en el que todo lo demás no me importa, y tampoco me importa cruzar la línea. Por primera vez, me atrevo a tocarla. Abre los ojos sin verme. Se los frota con la convexidad de las muñecas, deshaciendo aun más el maquillaje, pero sigue sin verme. Me vuelvo a sentar en la silla de la esquina.

Observo como por fin se levanta, va al baño a limpiarse la cara, se pone el pijama y se acuesta, dejándome de nuevo a oscuras.

Maldito escritor... ¿Por qué me haces esto?
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Invertebrada

La casa era grande y confortable, pero se encontraba al fondo del pueblo, escondida en una depresión del terreno cuyo origen no se sabía si era natural o cavado a conciencia. Los niños siempre habían ido allí y se imaginaban mil historias sobre por qué aquella casa estaba hundida. Algunos de los más viejos del lugar aseguraban que la casa se encontraba al mismo nivel del resto en su infancia y que se tenía que haber hundido de forma casi imperceptible con el paso de los años. Nadie les creía.

Lo que sí era de todos sabido en el pueblo, aunque más por tradición oral que por otra cosa, era que los primeros habitantes de la casa que recuerdan fueron una pareja ya mayor que vino un día del norte. Se decía que venían del norte porque la mañana que llegaron lo hicieron en un lujoso coche desde el carril del cerro Santo Tomás, y de todos era sabido que por allí solo se podía venir si ibas bajando. La verdad es que nunca llegaron a saber de donde eran realmente, porque apenas se relacionaron con los vecinos salvo en lo mínimamente necesario, y cuando lo hicieron nadie se preocupó por preguntarles. Lo que sí se recuerda es que al parecer el marido se había jubilado recientemente y se habían ido al pueblo a buscar una paz que nunca encontraron, ya que el anciano no llegó nunca a habituarse a la vida rural y la casa no le dio más que problemas hasta el día de su muerte. El funeral se celebró en la propia casa sin que fuera invitado ningún vecino, ni siquiera Paco el albañil, que en los corrillos se jactaba de haber pagado los estudios de su hijo en la ciudad gracias al señorito del norte, que era como le llamaban. Por el carril del cerro de Santo Tomás llegaron, sin embargo, numerososos vehículos de esos que se veían muy de cuando en cuando, e incluso alguno de los que solo habían visto en las postales que traía Juan el artista. Estuvieron, solo un día, hacinando sus vehículos al borde de la carretera y alrededor de la casa, y a la mañana siguiente ya se habían llevado al muerto y a la mujer, dejando la casa cerrada a cal y canto con todos sus muebles dentro y a la tierra sin nada que los recordarse. Pascual dice que aquel día el suelo se hundió bastante con el peso de los coches.

La siguiente familia que se mudó era conocida en el lugar, pues venían del pueblo de al lado. El padre era lechero, y todos los días bien temprano cogía un carro que tenía y se le veía bajando por el carril del sur para volver un par de horas más tarde con el carro cargado. Vivía con su mujer y sus hijos, tres hijas y un niño pequeño. La mayor de ellas, ya en edad de merecer, en seguida llamó la atención de los mozos del pueblo, que empezaron a merodear la casa noche sí, noche también. Ella les respondía desde la ventana, riéndose junto a sus hermanas, que seguían sin entender por qué los chicos iban a visitarla. No tardó en extenderse el rumor de que la mayor de la casa del fondo se escapaba por la noche para irse con Pepe al monte a darse las gracias. Cuando ella empezó a engordar la madre insistió en que se mudaran de nuevo, pero al siguiente pueblo en dirección al norte. Doña Encarna dice que, de pueblo en pueblo, llegaron a la capital, y que allí los hermanos montaron una banda que se hizo bastante famosa y que de vez en cuando se pasaba por los pueblos para visitarlos. También dice que la casa se hundió aún un poquito más por vergüenza.

Ya por aquella época no se veían las paredes desde el carril, de forma que el tejado parecía crecer desde el suelo y que la única habitación habitable era el desván. Una pequeña escalera de piedra permitía acceder a la entrada principal de la casa, que solo se veía una vez que pisabas el primer escalón. La casa estuvo deshabitada varios años, hasta que la viuda de Don Pancracio decidió irse a vivir allí.

Don Pancracio había sido desde siempre uno de los vecinos más ricos del pueblo, y cuando murió se lo dejó todo a su mujer, pues no habían tenido hijos. Ella se había quedado viviendo sola en la gran casa pegada al ayuntamiento que había pertenecido desde siempre a la familia del marido. Se mudó porque decía que desde la muerte del marido la casa se le hacía cada día más grande, y que de vez en cuando se tiraba semanas perdida por los pasillos, escuchando los reproches de los antepasados por no haber podido seguido la estirpe. Evidentemente, cuando se la vió atravesando la plaza del pueblo con dos maletas y un reloj de mesa antiquísimo en dirección a su nueva casa, todo el mundo pensaba que se había vuelto loca.

La señora de Don Pancracio no volvió a escuchar las voces que la atosigaban, pero también es cierto que no volvió a escuchar ninguna otra ya que no volvió a salir de la casa. El pueblo entero la olvidó al instante, y la majestuosa casa que había quedado abandonada en el centro del pueblo, pues la vieja ni siquiera se había molestado en intentar venderla, pasó a ser la que despertaba la curiosidad e imaginación de los niños. Cuando la casa terminó de hundirse y quedar completamente cubierta por la vegetación que la rodeaba todos dieron por hecho que se había quedado abandonada, pero la verdad es que había terminado de hundirse por la soledad.
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