Breve tratado sobre las fragancias

"Breve tratado sobre las fragancias" es una recopilación de relatos cortos que empieza así:


(1) La albahaca

Aún me pregunto cómo es posible concentrar semejante cantidad de aroma en un frasco tan pequeño. Si se observa el envase, tan sólo se ve un pedacito de naturaleza muerta modificada por la mano del hombre. Las hojas secas y troceadas, teñidas de un verde enfermo y frágil, no invitan precisamente a descubrir su fragancia.

Pero se hace tarde, y el rugir de la sartén en contacto con la vitrocerámica me obliga a actuar con celeridad. Los ingredientes: cebolla picada, zanahoria, olivas negras troceadas y anchoas en aceite. Un magma de color rojo sirve de colchón para que los efluvios que emana la comida empañen los cristales de la cocina. Y cuando el tomate se impacienta, cuan lava envolviendo las paredes de un volcán, es hora de añadir al conjunto un toque de distinción: la albahaca.

Todo parece indicar que la albahaca proviene de la India. Fue introducida en Europa por los griegos y es la más mediterránea de las hierbas aromáticas. Se ha usado a lo largo de la historia de muy diversas formas. Los egipcios añadían albahaca a los bálsamos destinados a la momificación, y gastronómicamente se caracteriza por ser una hierba decorativa, aunque bendiga a los platos que decora con un sabor muy especial. Es el condimento ambiguo por excelencia. Su aroma me trae a la memoria otras hierbas aromáticas como la menta, la tila o la manzanilla, y es aquí donde radica su secreto: esa ambigüedad le otorga un toque místico y polivalente. En el momento en que se descubre la albahaca no se puede vivir sin ella.

Hoy viene Edurne a cenar a casa, y como de costumbre me ha cogido por sorpresa y falto de tiempo. Me he decantado por preparar pennes a la putanescca, un plato sencillo pero agradecido. La guarnición está lista y tan sólo resta cocer la pasta. Mientras el agua hierve y coge el punto de sal pongo la mesa pensando qué nos deparará la velada. Llevamos 15 años juntos, desde que unieron nuestros pupitres en 5º curso de primaria. Todo ha cambiado mucho desde entonces, qué duda cabe. Finalicé mis estudios de literatura y decidí vivir un tiempo en el Reino Unido mientras ella acababa la carrera de derecho. Fue un año duro pero esclarecedor, pues las dudas acumuladas durante tantos años de convivencia se disiparon como la bruma que invade la costa en agosto. La quería, ¡vaya si la quería!, y enseguida me di cuenta de que ese sentimiento perduraría en mí para siempre.

Decidí regresar un año después. Cuando llegué al aeropuerto vino ella a recogerme. Me abrazó, me besó con los ojos cerrados y su respiración, más intensa que nunca, no pudo guardar por más tiempo el secreto que me tenía reservado; tanto era el amor que sentía por mí que me pidió que no la volviera a dejar sola, entre toneladas de apuntes y con el silencio desnudándose a su lado cada noche.

Como no podía ser de otro modo, acepté, y le prometí que jamás volveríamos a separarnos. De hecho, había motivos para la ilusión, ya que una nueva etapa estaba a punto de comenzar en nuestras vidas. Los dos habíamos finalizado los estudios y era necesario encontrar un empleo lo antes posible. Entonces podríamos vivir juntos, abrazarnos todas esas noches y respirar el aliento del otro. Podríamos irnos de vacaciones en los largos puentes de abril y pasar estrecheces económicas teniendo la certeza de que nunca viviríamos mejor.

Sin embargo, nada sale como se prevé. Poco después de volver a casa encontré un trabajo de profesor en un instituto de la ciudad. Es un buen empleo, pues me permite mantener un horario fijo y muchos días libres a lo largo del año. Además, estoy en contacto con gente muy joven, llena de vitalidad y con toda la vida por delante. Cuando me sitúo frente a ellos no puedo dejar de pensar en algo tremendo: soy yo quien les roba su juventud. Gracias a ellos soy una persona jovial y dinámica, con ganas de vivir, aunque Edurne lleve más de 2 años sin empleo y no podamos plantearnos hipotecar nuestras vidas para comprar una vivienda.

Mis padres se han ido unos días de viaje y por eso cenamos en mi casa. Adoran a Edurne, y no es la primera vez que cena con ellos, pero nunca vienen mal unas horas de intimidad. Quizás, después de cenar, pueda convencerla para que no friegue los platos. Entonces tomaré su mano, la acariciaré como si fuera la primera vez y apoyaré suavemente mis labios entre sus delicados dedos. Rozaré su piel con la punta de mi lengua y esperaré a que me abrace. Entonces podré albergar esperanzas de que, al menos esta noche, haré el amor con ella.


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(2) El vino

Siento un placer indescriptible cuando el sacachorchos destapa el tarro de las esencias. Durante años, con la paciencia y el sigilo como aliados, los vinos maduran y absorben los sabores y olores provinientes de la barrica. El roble moldea a su antojo el cuerpo de los caldos rojos y no se cansa de proclamar sus excelencias. Estos, aún jóvenes e inexpertos, sonríen ruborizados.

Y qué decir del vino blanco, tan suave y fresco, tan afrutado y sobrio. Si tuviera que elegir una última botella, elegiría un buen Albariño. Sólo él sabe potenciar el sabor de la comida en mi boca. Adoro la sensación que me proporciona degustar un sorbo durante largo tiempo, dejando que la lengua y el paladar desafíen la impaciencia del alma. Un único trago es suficiente para robarme la razón.

¿Recuerdas aquella botella de Chardonnay australiano? El vino, dos copas, tú y yo. Empezamos a beber cuando la noche rasgaba nuestros ojos. Sentados en el suelo de mi habitación descubrimos la manera de parar el tiempo. Una copa, miradas y risas. Te pusiste de pie e imitaste a aquella niña tonta que viste por la calle cuando ibas de compras. Yo reía y bebía desde la omnipotencia que me daba la gloria. Te sentaste y llenaste mi copa, hasta arriba. Yo te miraba. ¡Qué hermosa eras!

Susurrabas con gusto las palabras más dulces. Me decías: "¿Por qué contigo las cosas resultan tan fáciles?" Yo me puse serio y respiré profundamente. No quería pensar en nada. Tan sólo escucharte.

Y pasaba la noche mientras el vino gobernaba mi conciencia. Una fina capa de niebla cubría tus preciosas pupilas azules. Me mirabas con deseo, con la caridad propia del amor etílico. Me quitaste la copa de la mano y la apartaste, junto a la tuya, lejos del campo de batalla. Tus manos recorrían mi cuello mientras me decías palabras eternas. Lo último que recuerdo fueron tus labios recorriendo mi cara.

Y yo dormía, profundamente, mientras tus sentidos se desnudaban en el limbo de un amor imposible. Yo dormía, profundamente, porque sólo quería soñar con Edurne.


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